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del calor dentro de la casa, incluso a pesar de estar formada por una armadura de postes de madera, ramas y mimbres entrelazados. Ni siquiera la espesa cubierta de entramados de paja lograba aislar por completo la helada exterior. Sin embargo, nadie temía por la vida de la pequeña, tanto ella como sus hermanas estaban destinadas. Serían las primeras en comenzar un linaje que se perpetuaría durante siglos; un legado basado en el respeto a la naturaleza y en el amor a todos los seres vivientes. El origen de la vida en el poder de la Madre Tierra.

      Apenas Bahee sintió la primera punzada en su vientre, Kene tomó su vara de serpiente enroscada y se dirigió al fogón común para cantar plegarias que bendijeran a su familia. El resto del clan lo acompañaría hasta que naciera la niña, a excepción de las parteras, que no se despegaron del lado de Bahee. La túnica blanca de Kene se mimetizaba con el color pálido de la nieve y sus pies descalzos llamaron la atención de varios presentes, en especial los más jóvenes, quienes aún no comprendían a cabalidad la esencia de un druida tan especial como él. En cambio, los mayores admiraban su temple y liderazgo, incluso en un parto tan complejo y esperado como el de Bahee. El fuego ardía en el centro. Solo se escuchaban los gritos de la mujer hasta que Kene cerró los ojos y comenzó a cantar la invocación:

      Boanna, Brigit, Belenus

      dheonú, déithe, a chosaint

      grá, sláinte agus síochaná

      do Bahee, máthair a chruthú.

      Boanna, Brigit, Belenus

      dheonú, déithe, a chosaint

      grá, sláinte agus síochaná

      chun an cailín a seog ag teacht an iníon de chruthú.

      Boanna, Brigit, Belenus

      dheonú, déithe, a síochaná

      grá, sláinte agus machnamh

      do oidhreacht a rugadh sa lá atá inniu.1

      Las plegarias de Kene alcanzaron el interior de la casa donde Bahee se preparaba para dar a luz. Tres veces repitió las invocaciones, aunque la mezcla de sopor con éxtasis hizo que las escuchara rondar durante mucho tiempo más. El sudor corría por cada parte de su cuerpo junto con el dolor que, sobre todo hacia el final, se hacía insoportable. Sentía en su vientre el calor, la luna y el sol; la niña era hija de la tierra. Advirtió que una de las parteras tomaba en sus manos las cuatro cruces de Brigit, confeccionadas el día anterior sabiendo que pronto llegaría el momento del nacimiento. Habían pasado la mañana trenzando junco y heno para simbolizar la fuerza triple de la diosa y el ciclo perpetuo de las cuatro estaciones, pero sobre todo, para representar a la primera de las cuatro niñas que vería la luz. La partera salió de la casa con las cuatro cruces y comenzó a dar vueltas por la estructura circular, dejando una cruz a una distancia equidistante con la siguiente. Antes de entrar nuevamente a la casa, se detuvo en el umbral y le deseó buena suerte a Bahee, uniéndose a las bendiciones de Kene y su clan. Luego vino la respiración jadeante, la sangre y, finalmente, el llanto de la criatura. La niña de la tierra nació junto con el día. Fue recibida por una de las parteras, que se la entregó en los brazos a Bahee. Ella lloró junto a su hija recién nacida, mientras otra mujer de su clan vertía tres gotas de agua en la frente de la niña. “Cuerpo, mente, vida”, decía mientras otra partera se paseaba tres veces alrededor de la madre y la niña con una vela encendida. Tres gotas más. Pasado, presente, futuro. La niña enfocó la mirada en su madre y dejó de llorar. Bahee vio en ella el poder de la Madre Tierra y, por primera vez, tuvo miedo: la tierra es benigna, pensó, pero cuando se le perturba, nadie puede contra su ira. Entonces, elevó sus plegarias a los dioses para que protegieran a su hija de sí misma.

      La Rueda volvió a girar y, a los pocos meses, supo que estaba embarazada del aire. La hija del viento llegaría en 1294, entre hojas secas y soplos otoñales. Las parteras que habían recibido a la mayor, se encargaron de darle la bienvenida a la siguiente. Tres plegarias a tres dioses; tres gotas de agua para proteger y purificar; tres vueltas alrededor de la madre y la hija. Nunca antes habían tenido un rito tan estructurado e igual a otro, pero tanto Kene como Bahee sabían que estos nacimientos eran especiales. Las cuatro hijas de los elementos debían ser bienvenidas de forma igualitaria para prevenir discordias, celos o injusticias. Bahee, que gozaba de una reputación de gran adivina, había consultado a los astros, advirtiendo que lo mejor sería llevar a cabo el mismo rito para cada una de las niñas. Cuando la hija del aire abrió sus ojos, Bahee pudo ver en ellos la música del viento. Supo, en ese momento, que los poderes mágicos de la niña invadirían todos los aspectos de su vida y ambiente; que sería etérea y fuerte como su elemento, pero más dócil que su hermana mayor.

      El clan creyó que, como siempre y pronto, la Rueda giraría una vez más. Las dos hijas mayores habían nacido con poca diferencia y el sueño premonitorio de Bahee le dio a entender que la tercera no tardaría en llegar. Sin embargo, no aparecía en su vientre. La demora no fue bien recibida por ninguno de los dos druidas y la inquietud se difundió rápidamente por el clan, que esperaba a la hija del fuego o del agua con ansias. Una noche de luna llena, cuando el fogón central irradiaba grandes y altas llamaradas, Bahee y Kene se apartaron de la multitud y se internaron en la espesura del bosque. Descalzos y con sus túnicas blancas, trazaron un círculo de sal a su alrededor, quedando ambos dentro de él. La sal los protegería de cualquier espíritu que quisiera hacerles daño o nublar sus pensamientos. Se tomaron de las manos, cerraron los ojos y dejaron que el poder de la naturaleza se filtrara dentro de ellos. Kene sabía que la respuesta que buscaban no llegaría a él, sino a Bahee, así que canalizó todas sus energías en la mujer: si quería saber por qué la tercera niña demoraba, ella sería capaz de verlo. Bahee podía sentir la luz de Kene recorrer su cuerpo, partiendo en la punta de los pies hasta alcanzar la coronilla. Mientras, el manto de la luna llena la guardaba de cualquier distracción. Se dejó caer en un mar desierto. Ahí, en la oscuridad, vio una llama nacer. El resplandor azul-morado titilaba despacio, como si fuera demasiado débil y frágil para pertenecer al fuego. De a poco, los tonos amarillos y anaranjados aparecieron en ella. La flama bailaba en soledad. Se nutría por sí misma, sin necesidad del viento para animarse o de la tierra para nutrirse; sin siquiera temer al agua. Los miedos desaparecieron de ese espíritu de fuego y llegó el rojo para invadir la llama en su totalidad. La devoró desde dentro sin darle oportunidad de defenderse. Cuando la visión de Bahee se tiñó por completo de un tono escarlata, abrió los ojos. Su pecho subía y bajaba al ritmo de la llama que apenas unos segundos antes había visto. Apoyó su mano en el brazo de Kene para estabilizarse y solo dijo: “Es el fuego el que viene”. La niña voraz, autónoma y en eterna soledad venía en camino. Los dioses habían demorado su llegada por una sola razón: Kene, Bahee y todo su clan debían estar preparados para la hija del fuego.

      La tercera niña llegó el caluroso verano de 1296 con el sol del crepúsculo. Tenía los ojos más verdes y vivos que Bahee y Kene verían en toda su vida. Padre y madre la notaron frágil y fuerte a la vez, como si la contradicción se hubiera encarnado en su hija. Ambos recordaron la visión de Bahee y advirtieron, mejor que antes, el destino dual que se anidaba en ella. Fue en ese momento cuando entendieron la necesidad de enseñarle, correcta e intensamente, el arte de la magia, la naturaleza y sabiduría druida, incluso con más tesón que a las otras dos, que ya tenían tres y dos años, respectivamente. Para esta niña había dos destinos posibles, cada uno en el extremo del otro: creación o destrucción. Kene y Bahee sabían que el resultado dependería de sus enseñanzas. Por eso, dedicarían sus vidas a esa niña. Y también, en un futuro, su muerte.

      Solo faltaba un elemento para que la profecía de Bahee se cumpliera tal y como la había recibido. Cuando la última niña naciera llevarían a cabo la primera lluvia de protección, el ritual donde se presentarían oficialmente a la Madre Tierra para recibir un nombre que las bendeciría y protegería hasta más allá de la muerte. Era costumbre que la primera protección se realizara de forma muy posterior al nacimiento y que, mientras, se les otorgara un nombre provisional: Talamh, Aer y Dóiteáin2 las llamaron desde un principio, de forma natural, aunque todos sabían que no serían sus nombres definitivos. Cada día que pasaba, Kene y Bahee veían crecer los rasgos y personalidad de sus tres hijas, pero la ausencia de la última menguaban

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