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Zahorí II. Revelaciones. Camila Valenzuela
Читать онлайн.Название Zahorí II. Revelaciones
Год выпуска 0
isbn 9789563634037
Автор произведения Camila Valenzuela
Серия Zahorí
Издательство Bookwire
En Máira estaba la belleza y vida de la naturaleza. Los clanes no comprendían cómo una niña que irradiaba tanto entusiasmo y alegría podía haber sido mal presagiada por los astros. En ella existía una atracción magnética que producía un encanto inexplicable, y que transformaba a todo aquel que tenía en frente. Máira era pura como su elemento y parecía incapaz de ocasionar daño a los demás. Su clan, en especial, tenía la certeza de que, si algún mal era generado por ella, no sería con intención: esa niña todo lo que quería era paz y abundancia para su pueblo. Por eso, cuando su descendencia completa fuera maldita, no lograría encontrar descanso.
Cuando Aïne cumplió once años, su sangre bajó. Entonces, se acercó a Bahee y le contó lo que había sucedido. Su madre se alegró de que ya fuera una mujer, la tomó y la llevó al gran roble, donde había sido bautizada. Trazó un círculo de sal alrededor de las dos y unieron ambas manos. Bahee le dijo que ella y sus hermanas eran únicas y que, por lo mismo, no sabía si podrían continuar su linaje con los hombres mortales de su clan. Sin embargo, en ese momento, lo averiguarían. Cuando cerraron los ojos, una catástrofe inundó los ojos de Bahee. Sangre, tristeza y generaciones malditas llegaron a ella. Aïne, que carecía del don de la visión, no pudo ver lo que su madre, aunque sí la envolvió un sentimiento de profunda desolación. Abrieron los ojos al mismo tiempo y Aïne, con las pupilas contraídas por el miedo, le preguntó a Bahee si acaso estaban condenadas a no tener descendencia. Bahee negó. Le explicó que, cuando cayera la sangre de sus hermanas, podrían crear seres que las ayudaran a continuar el legado elemental. Cuando Aïne le preguntó cómo debían hacerlo, un humo llegó hasta el gran roble. No tuvieron tiempo de cuestionar lo que sucedía, Bahee tomó la mano de su hija y corrieron veloces hasta el castro.
Lo que antes había sido su hogar, ahora estaba envuelto en llamas y oscuridad. Los clanes intentaban reunirse y salvar lo que podían, pero los normandos ya habían invadido prácticamente todo el lugar, dejando apenas la posibilidad de escape. Los huertos ardían, los animales bañaban con su sangre la tierra. Bahee no gritó, no habló, solo se concentró en buscar a sus hijas y Kene. Vio a Máira y Síle con los sobrevivientes de sus clanes y les ordenó a los mayores que esperaran a las cuatro elementales en el gran roble para luego escapar hacia el este. La niña del agua exclamó que no quería dejar a nadie, ni a ella ni a su padre, y Síle aseguró que podían luchar. Aïne, que conocía la desesperación de Bahee, tomó a cada hermana de una mano y les dijo que no tenían tiempo, que debían huir. La madre besó la frente de sus tres hijas y, en seguida, corrieron hacia el roble junto a lo que quedaba de sus clanes. Cuando las vio perderse en el interior del bosque, Bahee volvió a la realidad. A los gritos de dolor, al humo. Al hedor de la muerte. ¿Dónde estaba Ciara y Kene? Corrió entre cadáveres, pasó rauda entre la gente de su pueblo que peleaba contra las bestias extranjeras. Vio a un hombre que venía hacia ella con una espada, listo para atravesarle el pecho. Entonces, tomó una lanza enemiga que estaba inserta en el cuerpo de un niño y la arrojó con fuerza hacia su oponente. El golpe fue preciso y el hombre no alcanzó a emitir un solo sonido. Siguió corriendo, luchando, matando. Sintiendo cada muerte dentro de ella y rogando para que Kene y Ciara estuvieran con vida, pero el paisaje era desolador. Solo un milagro podría salvarlos.
Entre gritos y humo vio a Ciara acurrucada bajo un árbol cuya copa ardía y, frente a ella, Kene malherido luchaba contra tres invasores. Bahee pensó que los hombres del norte parecían bestias mitológicas. Eran más altos y robustos que su gente y, además, a diferencia de ellos, estaban preparados para la guerra. Tenían cotas de malla y escudos; en cambio, al estar desprevenidos, Kene solo tenía una túnica, dos pies descalzos y una espada. Con otra lanza en sus manos, Bahee corrió, saltó cadáveres y cruzó el castro completo hasta llegar a ellos. Entonces, le asestó un golpe en la cabeza a uno de los oponentes de Kene. El casco lo protegió y solo quedó aturdido, sin embargo, Bahee logró lo que quería: el hombre centró su atención en ella y dejó de pelear contra Kene. La miró con desdén y superioridad, seguro de que matar a un ave sería más difícil que dibujar una línea de sangre sobre su cuello. Pero él no sabía que las mujeres celtas eran guerreras, más aún Bahee, que temía por la vida de su hija. Cuando el normando fue directo a su corazón, ella lanzó un grito amenazador, se agachó y le respondió con un corte fino y largo en ambas piernas. El hombre no cayó al suelo, aunque un dolor agudo le recorrió todo el cuerpo. Su ira se manifestó en un movimiento rápido de la espada, que partió la lanza de Bahee en dos mitades. Tiró a un lado la parte inservible, lo encaró con la punta en alto y fijó la mirada en su rostro; podía ver el cuello hinchado y la mandíbula tensa, como si estuviera rechinando sus dientes de dolor, cansancio o humillación. Esta vez, el grito provocador vino de él. La espada se dirigió al pecho de Bahee, pero ella se movió como el aire: retrocedió y escapó de su filo; luego, saltó y giró siendo una con la punta de la lanza, que enterró en el cuello de su oponente. La sangre fluyó. El hombre la miró por última vez con sorpresa y temor, antes de caer muerto sobre la tierra. Por un momento, Bahee solo escuchó el silencio. Solo vio las ramas de los árboles fundirse con el fuego y el humo del paisaje. Su vestido blanco estaba teñido de escarlata, al igual que rostro y manos. Miró a su alrededor: tierra, aire, agua y parte del fuego habían logrado escapar; los que ahí estaban vivos, eran del bando contrario. Debían huir o Ciara moriría con ellos.
Un grito de dolor la trajo de vuelta a la batalla. Kene, empapado en sangre, continuaba luchando para defender a Ciara, que se mantenía hecha un ovillo a los pies del árbol en llamas. Uno de los hombres había caído, pero el otro seguía firme mientras que, malherido, Kene apenas podía sostener el peso de su propio cuerpo. Tenía dos cortes visibles: un tajo fino pero profundo que le atravesaba la mejilla izquierda; otro que cruzaba su torso en diagonal. Si es que lograban salir con vida de esa batalla, no sabía cómo lograría sanar esas heridas.
Con una mano, Bahee extrajo la mitad de la lanza enterrada en el cuello y, con la otra, tomó la espada del guerrero recién caído. Corrió hacia el oponente de Kene, profiriendo un grito que se unió a los demás, y le clavó la punta de la lanza en el hombro derecho. El guerrero se dio vuelta, pero no alcanzó a defenderse: Bahee empuñó con fuerza la espada y la clavó sin piedad en el abdomen del hombre. En ese momento, Kene cayó de rodillas a la tierra roja. Bahee fue hasta él y se arrodilló a su lado para ver sus heridas, pero le respondió con el nombre de su hija. La mujer, entonces, se acercó a Ciara y pasó su mano por la mejilla de la niña.
—Tá eagla orm, máthair.9
—Éasca. Tá tú an iníon an dóiteáin: ní féidir aon duine a ghortú tú.10
Al corroborar que Ciara estaba bien, Bahee volvió donde Kene y pasó uno de los brazos por encima de su espalda para así ayudarlo a escapar. Antes de que pudiera levantarlo, vio hordas de hombres venir hacia ellos. No alcanzarían a huir; los tres morirían ahí. Y justo cuando el ejército gritaba con sus espadas en alto, el poder de Ciara se manifestó frente a ellos.
La hija del fuego convirtió su miedo en valor, caminó hasta quedar delante de sus padres para servir como escudo. Extendió sus brazos en dirección a los enemigos y abrió la palma de sus manos; de ellas fluyó una llamarada brutal y feroz, que consumió a todo ser viviente.
“De la creación a la destrucción y de la destrucción a la creación”, fue el último pensamiento de Bahee.
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