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por mi economía?

      –No, te pregunto cómo estás, Audrey.

      –Ya te he dicho que estoy bien.

      Oliver levantó las dos manos en señal de rendición.

      –Muy bien, hablemos de otra cosa.

      ¿Y de qué podrían hablar? La razón por la que seguían viéndose había sido incinerada. Aunque él no se acordaría.

      «¿Por qué no estuviste en el funeral de tu mejor amigo?».

      ¿Qué tal eso como cambio de tema? Pero no le daría esa satisfacción.

      Desgraciadamente para los dos, Oliver tampoco parecía muy inspirado y Audrey se levantó.

      –Tal vez esto no ha sido buena idea…

      –¡Aquí está! –Ming-húa apareció, flanqueado por dos camareros, con el primer plato de la degustación–. Gambas de Caledonia y caviar con ostras Royale Cabanon y jugo de yuzu.

      Audrey entendió «gambas», «caviar» y «ostras». Nada más. Pero ¿no era ese el atractivo de una degustación, estimular los sentidos sin molestarse en leer la carta?

      Una aventura culinaria.

      El único aspecto de su vida en el que era aventurera.

      De modo que volvió a sentarse en el sofá mientras los camareros servían el primer plato antes de alejarse discretamente.

      Oliver le ofreció un paquete envuelto en papel de regalo.

      –No espero nada a cambio.

      –No pensé que fuéramos a hacerlo este año.

      –Es el del año pasado.

      Audrey tomó el regalo, pero no lo abrió. Lo dejó a un lado, con una sonrisa forzada.

      –Llevamos años siendo amigos y hacemos esto todos los años –dijo Oliver–. ¿Me estás diciendo que solo lo hacías por Blake?

      Al ver un brillo de dolor en sus ojos pardos, Audrey decidió contarle la verdad:

      –Me parece raro seguir haciéndolo ahora que no está.

      De hecho, siempre le había parecido vagamente extraño. Y su reacción ante Oliver también. Rara y deshonesta porque era un secreto.

      –Nuestra amistad no tiene por qué cambiar. Nunca he pasado tiempo contigo por cortesía hacia un viejo amigo. Tú y yo somos amigos también.

      «Bah, palabras huecas».

      –Pues te eché de menos en el funeral de tu amigo –replicó Audrey.

      De inmediato notó que sus mejillas se teñían de color.

      –Siento mucho no haber ido.

      –Ya, claro, la crisis económica hizo que no pudieras pagar el billete de avión –dijo ella, irónica–. ¿O es que ese día tenías mucho trabajo en la oficina?

      Lo había llamado. Sabía dónde estaba mientras su marido era incinerado.

      –Audrey…

      –¿Oliver?

      –Tú sabes que de haber podido habría ido al funeral. ¿Recibiste las flores?

      –¿La tienda de flores que enviaste? Sí, claro. Ocupaban la mitad de la capilla y eran preciosas. Pero solo eran eso, flores.

      –Sé que estás enfadada, pero tenía mis razones, buenas razones, para no ir a Sídney. Además, organicé un funeral privado para mi viejo amigo en Shanghái… –a Audrey no se le escapó el énfasis que ponía en las palabras «viejo amigo»– con una botella de Chivas, así que Blake tuvo dos funerales ese día.

      Ella hizo una mueca. ¿Por qué le importaba tanto? No debería.

      Y no debería haberse asomado cien veces a la puerta de la capilla, esperando verlo aparecer. O haber atendido a duras penas a los asistentes que intentaban consolarla, demasiado ocupada preguntándose por qué echaba tanto de menos a Oliver. Pero más tarde, mientras escribía las tarjetas de agradecimiento, por fin tuvo que aceptar la realidad.

      Oliver no había ido.

      El mejor amigo de Blake, testigo el día de su boda, no había ido a su funeral. Era una realidad amarga, pero había estado demasiado ocupada organizando el funeral y el caos de verse convertida en viuda de repente como para preguntarse por qué le dolía tanto. O para imaginarse a Oliver organizando un funeral privado para su amigo con una botella de whisky.

      –Siempre le gustó una buena marca –tuvo que reconocer.

      Demasiado. El gusto de Blake por los licores había contribuido al accidente en el que perdió la vida. Pero que a su marido le gustase sentarse en el salón y tomar un par de copas le había dado espacio y libertad para hacer las cosas que le gustaban, de modo que no podía quejarse.

      Tras ella, el zumbido de las libélulas llamó su atención y se volvió para estudiar el tanque de cristal. Había más de cien especies distintas, todas vibrantes y fluorescentes, grandes y pequeñas, en un hábitat especialmente construido para ellas.

      Audrey llevó oxígeno a sus pulmones discretamente, intentando controlarse.

      –Cada año olvido lo asombroso que es este sitio.

      Y cada año envidiaba a los insectos y sentía compasión por ellos. Sus vidas eran más largas y cómodas que las de las libélulas salvajes, pero estaban constreñidas tras un cristal, con una existencia inmutable. Las recién llegadas chocaban una y otra vez contra el cristal hasta que dejaban de intentar escapar y aceptaban su lujoso destino.

      ¿No lo hacía todo el mundo?

      –Dale la oportunidad y el encargado te dará una charla sobre los nuevos descubrimientos en invertebrados.

      Audrey apartó la mirada.

      –Pensé que solo venías aquí este día. ¿Cuándo has hablado con el encargado de las libélulas?

      –El año pasado –respondió Oliver–. Me encontré inesperadamente sin nadie con quien hablar.

      Porque ella no había acudido.

      –Era demasiado pronto… no podía irme de Australia. Y Blake ya había muerto.

      Oliver la miró, pensativo.

      –¿Con cuál de las respuestas debo quedarme?

      Ella sintió que le ardía la cara.

      –Las dos son razones válidas y poderosas, pero siento no haber venido el año pasado. Debería haber tenido más valor.

      –¿Valor?

      –Para decirte que sería la última vez.

      Oliver se echó hacia atrás en el sofá.

      –¿Es lo que has venido a decirme este año?

      Audrey asintió con la cabeza. Así era, aunque decirlo en voz alta le parecía imposible.

      –Podríamos haberlo hecho por teléfono. Habría sido más barato para ti.

      –Tenía que venir a buscar el…

      –Podrías haber venido sin decirme nada. Como hiciste en Shanghái.

      Ella apretó los labios. La había pillado.

      Generalmente, hacía lo posible por solucionar los asuntos de Shanghái sin ir a Shanghái… por razones obvias. Era el territorio de Oliver Harmer y ese era un riesgo que no quería correr.

      –¿Cómo lo has sabido?

      –Tengo mis fuentes.

      ¿Y por qué sus fuentes sabían que ella había ido a Shanghái?

      –No te asustes, el GPS de tu smartphone indicaba que estabas en la Plaza del Pueblo. Por

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