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tomarse en serio una partida de póquer.

      Aunque resultaba divertido fingir que era una experta jugadora. O imaginarse que se estaba con Oliver Harmer en una oscura sala de un casino de Las Vegas y no en un restaurante de Hong Kong, en la última planta de un rascacielos.

      Oliver, con una incipiente barba de diseño y un puro colgando de los labios, más chupado que fumado por respeto hacia ella y los demás clientes del restaurante, sonreía.

      –Gracias otra vez por el regalo –murmuró, acariciando el pañuelo de seda azul cobalto–. Es precioso.

      –De nada –dijo él–. El azul te sienta bien.

      Audrey lo estudió por encima de las cartas. Quería preguntar, pero no sabía cómo sacar el tema. Tal vez lo mejor sería no andarse con rodeos…

      –Para ser un hombre cuyo compromiso acaba de romperse, te veo muy bien.

      Bien de ánimo, no de atractivo. Aunque siempre lo estaba. El pelo oscuro, las pestañas largas y esa piel australiana bronceada…

      Oliver miró sus cartas y tiró tres de ellas boca abajo.

      –Me he salvado por los pelos.

      –¿Ah, sí? Las Navidades pasadas decías que Tiffany podría ser la mujer de tu vida.

      Ella no lo había creído, pero había sido su relación más larga hasta la fecha.

      –Parece que había más de uno para Tiffany –dijo él, sin disimular cierto enfado.

      –¿Quién rompió el compromiso?

      –Yo.

      Oliver Harmer era un solterón empedernido; el soltero más buscado de Shanghái y, aparentemente, sin ganas de dejar de serlo. Pero sabía por Blake, su marido, que se tomaba muy en serio la fidelidad porque su padre había sido un mujeriego.

      –Lo siento.

      Él se encogió de hombros.

      –Tiffany estaba saliendo con otro cuando nos conocimos y fui tan tonto como para pensar que a mí no me haría lo mismo.

      Tonto tal vez, pero también era humano. Era comprensible que hubiese esperado fidelidad de Tiffany.

      Audrey dejó dos cartas sobre la mesa y Oliver le dio otras dos de la baraja antes de tomar tres para él.

      –¿Qué dijo cuando le contaste que lo sabías?

      –No le dije nada. Sencillamente, rompí el compromiso.

      –¿Sin darle una explicación? ¿Y si estuvieras equivocado?

      –No, lo comprobé.

      En el mundo de Oliver Harmer, «comprobar» seguramente significaba contratar a un investigador privado.

      –¿Dónde está ella ahora?

      –De luna de miel, supongo. Le regalé una tarjeta de crédito con mis mejores deseos.

      –¿La compraste? –exclamó Audrey.

      –Compré su perdón.

      –¿Y funcionó?

      –Tiffany no es de las que sufren durante mucho tiempo.

      Audrey suspiró. Oliver salía con las peores. Siempre guapas, por supuesto, elegantes, jóvenes, pero yermas en el terreno emocional. Seguramente las prefería así, pero en sus ojos había cierto brillo de pena…

      Y eso no pegaba con el hombre al que creía conocer.

      Audrey estudió sus cartas y tiró las cinco sobre la mesa.

      –¿Por qué no puedes salir con una mujer normal? Shanghái es una ciudad muy grande, seguro que hay mujeres estupendas.

      Oliver se llevó el montón de caramelos, aunque Audrey le robó uno, y empezó a barajar de nuevo.

      –No puedo explicarlo.

      –No tendrá nada que ver con tu reputación, ¿verdad?

      Oliver clavó en ella sus ojos pardos, con un brillo de desafío.

      –¿Y qué reputación es esa?

      –No tengo intención de inflar más tu enorme ego.

      Ni de mencionar los susurros de las mujeres sobre Oliver «el Martillo» Harmer. Era territorio peligroso.

      –Pensaba que éramos amigos –protestó él.

      –Eres amigo de mi marido, yo solo soy su… delegada en Hong Kong –bromeó Audrey.

      Oliver soltó un gruñido.

      –Y supongo que solo aceptas porque la cocina es fabulosa.

      –No, en realidad no –Audrey le sostuvo la mirada, sintiendo como si dos pequeñas mariposas revolotearan en su pecho–. También vengo por el vino.

      Oliver tomó un puñado de caramelos y los tiró sobre la mesa.

      –Me lo apuesto todo.

      –Ah, el típico multimillonario, tirando el dinero como si fueran caramelos…

      –Venga, juega –la interrumpió él, con una sonrisa.

      Siempre era así. Su almuerzo navideño estaba lleno de humor, bromas y camaradería.

      Al menos, en la superficie.

      Bajo la superficie había un montón de cosas que Audrey no quería examinar: aprecio, respeto, admiración por su valor y por las decisiones que había tomado. Oliver Harmer era el ser humano más libre que conocía, un hombre envidiado por muchos.

      Ella lo envidiaba por los límites que imponía su matrimonio.

      Y, además de eso, estaba la eterna atracción entre ellos. Se había acostumbrado porque siempre había estado ahí y porque solo tenía que enfrentarse a ella una vez al año.

      Oliver era un hombre muy atractivo, encantador, afable, buen conversador, atlético, educado, pero nada pretencioso. Nunca demasiado frío ni demasiado estirado.

      Pero había sido el testigo de su marido en la boda.

      El mejor amigo de Blake.

      Se sentiría mortificada si Oliver intuyera lo que pensaba porque inflaría su monumental ego, pero también porque sabía lo que haría con esa información.

      Nada.

      Nada en absoluto.

      Se llevaría el secreto a la tumba y ella nunca sabría si era por lealtad a Blake, por respeto hacia ella o porque una relación entre los dos era algo tan inconcebible que lo vería como una aberración momentánea en la que no había que pensar dos veces.

      Y eso sería lo mejor.

      Ella no era como las mujeres con las que solía salir. El día que más guapa estuvo fue el día de su boda. Entonces le dijeron que estaba guapísima. Oliver, claro. Oliver, que sabía lo que debía decir cuando estaba angustiada. Pero no era tan guapa como las mujeres con las que salía y no se movía en los mismos círculos. No era fea, aburrida o tonta. De hecho, tendría mejor puntuación en un test de inteligencia que la mayoría de los hombres, pero no hacía que volvieran la cabeza. Le faltaba ese algo...

      Ese algo que tenía Oliver.

      Desde que se conocieron jamás lo había visto con una mujer menos atractiva que él. Debía de ser algún principio químico lo que unía a dos personas parecidas y, cuando incluso las leyes naturales te dejaban fuera…

      –Muy bien, listo, vamos a ponernos serios de una vez –dijo, interrumpiendo tan absurdos pensamientos.

      No había sombra de dolor en sus ojos, ni una traicionera lágrima. Ella no era de las que lloraban en público. Lo único que veía en sus grandes ojos azules era compasión.

      Por él.

      De

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