Скачать книгу

tan humillante. Por suerte, era lo bastante madura como para fingir.

      En público, al menos.

      Oliver, con el DVD de regalo en la mano, sonrió y ella le devolvió la sonrisa, concentrándose luego en las luces del panel a medida que descendían.

      Cincuenta y nueve, cincuenta y ocho…

      Dos semanas antes se había preguntado qué pensaría de su vestido. Oliver, no su marido. Tal vez porque tenía muy buen gusto y era lógico molestarse un poco más en arreglarse para un hombre que la invitaba a comer en el mejor restaurante de Hong Kong cada año.

      Blake, por otro lado, no se daría cuenta si apareciese en el restaurante con un saco de patatas.

      Nueve años antes, cuando lo conoció, solía fijarse. Entonces la miraba con ojos admirativos… o tal vez se lo había parecido en contraste con la indiferencia de Oliver, que apenas se había fijado en ella hasta que estuvo sentada a la mesa, medio oculta tras la carta.

      Paradójicamente, tenía que darle las gracias a él por la evolución en sus gustos porque su desdén dejó claro que había elegido el atuendo equivocado. La gente pagaba millonadas por consejos de moda, Oliver Harmer los daba de manera gratuita.

      El vestido de aquel año era estupendo y, aunque echaba de menos el discreto escrutinio de sus ojos pardos, la caricia visual que la sostenía durante todo el año, su aprobación merecía la pena. Se miró a sí misma en el espejo del ascensor e intentó verse con los ojos de Oliver: elegante, profesional, apropiada.

      Nerviosa como una cría.

      Cuarenta y cinco, cuarenta y cuatro…

      –¿A qué hora sale tu avión mañana? –la ronca voz de Oliver interrumpió sus pensamientos.

      –A las ocho.

      Hablaban de cosas sin importancia. Siempre era así al final de su encuentro. Como si se hubieran quedado sin conversación de repente. Y era posible, ya que hablaban sin parar durante el almuerzo que se convertía en cena y porque solía estar agotada después de tantas horas sentada frente a un hombre al que deseaba ver, pero con quien le costaba esfuerzo estar.

      Solo era un día.

      En realidad, doce horas. Eso era todo. Durante el resto del año no le costaba nada controlarse. Usaba el largo viaje de vuelta a casa para guardar sus emociones en ese sitio donde permanecían ocultas durante trescientos sesenta y cuatro días.

      Había invitado a Blake a ir con ella ese año, esperando que la presencia de su marido la ayudase, pero Blake no solo había declinado la invitación, sino que había parecido horrorizado. Lo cual no tenía sentido porque se veía con Oliver cada vez que tenía que ir a Asia por algún asunto de trabajo.

      De hecho, tenía tan poco sentido como que Oliver hubiese cambiado de tema cada vez que mencionaba a Blake. Como intentando distanciarse de la única persona que tenían en común.

      Y sin tener a Blake en común, ¿qué tenían?

      Veintisiete, veintiséis, veinticinco…

      Audrey exhaló un suspiro de yoga, esperando que se le tranquilizase el pulso, pero se le aceleró de nuevo al notar el olor de su colonia, el calor de su cuerpo.

      Y estaban tan cerca…

      Daba igual lo que hiciera su cuerpo en presencia de Oliver, que no pudiese respirar, que se le quedase la boca seca o se le encogiera el corazón. Era como Ícaro esperando que sus alas de cera no se derritieran al acercarse al sol.

      No podía controlar las elementales reglas de la biología. Lo único que importaba era que no se notase.

      Esa noche había disimulado como nunca y solo le quedaba ese último paso, el beso de despedida, y se alejaría hasta el año siguiente. Le esperaban una noche en vela y un aeropuerto lleno de gente por la mañana.

      El próximo año debería tomar el último vuelo nocturno.

      Era imposible saber si su estómago estaba dando saltos por el rápido descenso del ascensor o porque sabía lo que estaba por llegar. Las puertas hicieron una pausa antes de abrirse.

      Audrey hizo lo mismo.

      Salieron juntos del edificio y luego, sonriendo, se estrecharon la mano como hacían siempre.

      –¿Algún mensaje para Blake?

      Siempre recordaba a su marido, por si de repente su cuerpo decidiera lanzarse sobre él y avergonzarlos a los dos. Blake porque era lo más seguro. Blake o el trabajo.

      Los ojos pardos se oscurecieron durante una décima de segundo mientras tomaba su mano.

      –No. Gracias.

      Qué raro. Blake tampoco le había dado ningún mensaje para su amigo. Era la primera vez.

      Y no soltaba su mano. No era una caricia, nada que hiciese enarcar una ceja a alguien que pasara a su lado, pero le latía el corazón con tal fuerza que temía que lo oyese. Deseaba aquel momento y lo odiaba al mismo tiempo porque nunca era suficiente.

      Pero tenía que serlo. El olor de la exclusiva colonia masculina embriagó sus sentidos mientras se inclinaba para rozar su mejilla con los labios… un poco más atrás que otros años, un poco más abajo. Lo bastante cerca como para que su pulso se volviera loco.

      Ni siquiera era un beso de verdad y, sin embargo, no podía excitarla más.

      Las hormonas.

      Hablando de cosas químicas que alteran…

      –Hasta el año que viene –se despidió Oliver.

      –Lo haré.

      –¿Eh?

      «Saluda a Blake de mi parte». Eso era lo que solía decir después de besarla, por eso había respondido de ese modo, sin pensar. Qué raro que no lo hubiera dicho.

      –No, nada.

      Parecía nerviosa, pensó Oliver. No era la serena y compuesta Audrey de siempre.

      –Gracias por invitarme a comer.

      «Uf, qué horror».

      Llamar «comida» a su anual maratón era como sugerir que Oliver la hacía sentir «un poco agitada». Doce horas en su compañía y le daba vueltas la cabeza. Nerviosa, se metió en el taxi a toda prisa.

      Oliver se quedó en la acera, con la mano levantada en un gesto de despedida mientras el taxista arrancaba.

      –¡Espera!

      De repente, abrió la puerta del taxi y durante un segundo absurdo, loco, Audrey pensó que iba a tomarla entre sus brazos.

      Y se habría echado en ellos sin dudarlo.

      Pero no lo hizo.

      Por supuesto que no.

      –Audrey…

      –¿Sí?

      –Es solo… quería decirte…

      Había una docena de expresiones indescifrables en su rostro, pero por fin vio un brillo de pesar en sus ojos.

      –Feliz Navidad, Audrey. Nos vemos el año que viene.

      El anticlímax la dejó sin aliento, de modo que apenas pudo murmurar:

      –Feliz Navidad, Oliver.

      –Si alguna vez necesitas… si necesitas cualquier cosa, llámame –sus ojos pardos parecían implorar que lo hiciera–. En cualquier momento, de día o de noche. Cuando quieras.

      –Muy bien.

      No tenía intención de hacerlo, por supuesto. Oliver Harmer y el mundo real existían en realidades alternativas y su vuelo a Hong Kong la transportaba a otra dimensión durante unas horas. En esa realidad alternativa, él era el primer hombre, el único hombre, al que llamaría si tuviese algún problema. Pero una vez de vuelta en casa…

      En

Скачать книгу