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asesores fiscales y otros profesionistas poco éticos, expertos en hacer lo mismo. El juego de infundir temor es común en la sociedad. Es, de hecho, el juego preferido no solo de maltratadores y manipuladores, sino también de extorsionadores, secuestradores y chantajistas.

      Hace tiempo fui víctima de un médico carnicero.

      Resulta que a mi hijo lo mordió un gato y se le inflamó el brazo. El médico armó toda una estrategia verbal para infundirnos miedo. Dijo mil cosas exageradas de las bacterias de los gatos y cómo producen síndromes compartimentales que pueden ocasionar amputaciones o la muerte de las personas.

      Como me veía dudar de la necesidad de la operación, trajo a una infectóloga pagada para decirme que era imperativo meter a mi hijo al quirófano con anestesia general para sacarle una muestra del tejido y saber qué bacteria tenía.

      Cuando una autoridad médica te pinta que a tu hijo le van a amputar el brazo o se va a morir si no lo operan, das la autorización, pero luego te enteras de que todo fue mentira y te dijo eso para cobrarte seis mil dólares por una cirugía que tu hijo no necesitaba.

      Repasemos: Un manipulador usa palabras amenazantes para abrir tu módulo cerebral que (como la caja de Pandora) guarda todos los males posibles de tu imaginación. Cuando ese módulo se abre, tu cerebro se llena de pensamientos destructivos y emociones paralizantes que te dejan sin energía. Eso les sucede a las personas maltratadas que han perdido su noción de dignidad y, a pesar de vivir con un pie en el cuello, son incapaces de pedir ayuda o luchar contra el maltratador. ¡No tienen energía!

      Eran casi las diez y media. Quise enviar un mensaje al celular de Amaia y me di cuenta de que, en efecto, no había señal de internet en el lugar. Marqué el teléfono directo que indicaba una recepción del veinte por ciento. No contestó.

      Tomé el pequeño libro que preparé como regalo para Amaia. Bajé del auto y cerré la portezuela de golpe como tratando de anunciarme.

      El terreno era tan grande que la casa, aun siendo de proporciones considerables, se veía diminuta, como ocurre con las embarcaciones gigantes que parecen pequeñas en medio del océano. No había rejas ni vallas que delimitaran la hacienda; de manera que era imposible saber dónde comenzaba la del vecino.

      A lo lejos ladraron unos perros.

      El cielo estaba nublado y apenas unos rayos furtivos de luz se filtraban entre las nubes cayendo en diagonal sobre una bruma que envolvía el ambiente como en un cuento nórdico.

      Me aproximé a la casa. El suelo estaba cubierto por una densa capa de hojas secas. Por lo visto, nadie había limpiado el sendero desde el otoño anterior. Tenía indicaciones de no tocar la puerta, así que no lo hice.

      Escuché el relinchido de un caballo cercano.

      Le di la vuelta a la casa rodeada de esculturas. Descubrí que había un ruedo circular para caballos y un bosque al que podía entrarse por un sendero angosto perfectamente trazado. También vi un pequeño auto rotulado con calcomanías de una empresa veterinaria que se echaba en reversa para enfilarse después a un camino rural detrás de la finca.

      Me sentí un intruso al husmear en esa zona. Di media vuelta para regresar al automóvil cuando percibí ruido de pasos y una presencia a mis espaldas. Giré.

      Ahí estaba ella. A escasos metros.

      Era una joven seria, casi imponente, de mirada penetrante. Traía botas de montar y pantalones de mezclilla.

      —¿Amaia?

      —Sí.

      Amaia era esbelta, de pelo lacio rojizo, piel blanca y pecosa como su madre. En la secundaria, a Ariadne le decíamos la Pecosa, aunque cuando creció sus pecas se desvanecieron hasta casi desaparecer. En el caso de su hija, habían prevalecido; le daba un toque de dulzura infantil que contrastaba de manera pasmosa con su cuerpo ectomorfo: era bastante más alta y delgada que su madre, y tanto su cuello largo como su postura erguida le daban una apariencia como de bailarina eslava.

      —Discúlpame —le dije—. Llegué tarde. Me costó trabajo encontrar la dirección. También te llamé por teléfono, pero no tuve suerte.

      —Discúlpame tú a mí, José Carlos. Esta mañana, la yegua de mi abuelo comenzó a dar patadas y a revolcarse. Tuvo un cólico. Ya sabes; es algo tan grave que puede matar a los caballos. El veterinario se acaba de ir.

      —Sí. Lo vi.

      —Le hizo un lavado intestinal con sonda. Yo le ayudé. Cuando me estabas llamando, no podía contestar.

      Amaia no era una chiquilla. Más bien se trataba de una mujer joven madura, segura de sí misma; su voz grave y su dicción cuidadosa la hacían sonar como locutora de radio.

      —Me preocupé un poco —comenté—. Sabía que tenía que haber pasado algo fuera de lo normal.

      Al costado del ruedo había una pequeña construcción de tres cuartos con media puerta. Eran las caballerizas. El piso frente a ellas estaba mojado y había una serie de bártulos que seguramente el veterinario solicitó para sus faenas: cubetas, mangueras, trapos.

      —Ahora debo hacer todo yo —comentó Amaia refiriéndose al aseo de los caballos—; ya no tenemos quien nos ayude.

      Era evidente la falta de mantenimiento en la finca, pero había algo menos obvio y más interesante provocado no solo por la bruma y el clima frío, sino por otros factores intangibles. Ella me lo advirtió: el lugar estaba como cubierto por una cúpula invisible de melancolía.

      —¿Cuántos caballos tienen? —pregunté.

      —Solo dos. El mío y el de mi abuelo. Cuando él vivía solíamos salir a pasear un par de veces a la semana —su voz tuvo un ligero quiebre—. ¡Extraño mucho esas cabalgatas por el bosque! Ahora debo ocuparme en vender los caballos; necesitan alguien que los atienda y los alimente. Yo no puedo sola.

      Asentí. Mi propia hija era afecta a esos animales y sabía de la carga que se siente tener mascotas de tal tamaño y fineza a las que no puedes atender.

      Un muchacho salió de la construcción jalando a un bello animal.

      —¿Quién es? —pregunté.

      —Mi hermano menor. Chava.

      —Me hablaste de él en tu carta —bajé la voz—. Mencionaste que sufre algún tipo de adicción y que pasó por una adversidad muy fuerte.

      —Sí —Amaia echó un vistazo a ambos lados de sus hombros y luego me miró como dudando si debía hablar conmigo de un tema delicado; aunque me había leído y me conocía a la distancia, frente a frente todavía era un extraño para ella; sentí la fuerza de sus ojos, intermediarios de un alma necesitada de ayuda. Se animó—, a mi hermano le pasó algo terrible, lo secuestraron. Estuvo tres meses en manos de unos delincuentes de la peor ralea. Abusaron de él, lo lastimaron al grado de que todavía se despierta gritando por las noches.

      Volvió a mirar sobre sus hombros y carraspeó.

      —¿Cuándo sucedió eso? —bisbiseé aturdido.

      —Poco después de que fallecieron mi madre y Rafael. Todavía no nos habíamos recuperado de la pérdida. Aunque no teníamos dinero, al mudarnos aquí algunos delincuentes pensaron que éramos ricos. Pero ni siquiera mi abuelo lo era, porque invirtió todo el dinero de su vida en la construcción de esta casa. Con mucha dificultad logramos pagar el rescate. Mi hermano no ha logrado reponerse. Hace seis meses dejó la escuela. Dijo que detesta las clases en línea. No me di cuenta de cuándo comenzó a tomar, pero una noche llegó a la casa borracho, y a partir de entonces no paró de consumir alcohol. Se juntó con amigos nuevos. De pronto desapareció de la casa. Me puse a buscarlo como loca varias semanas, y apenas lo encontré; hace tres días. Estaba durmiendo en la calle. Se me partió el alma cuando lo vi y lo reconocí. Lo abracé, lo cargué, lo subí a un Uber y lo traje de vuelta. ¡Él ni siquiera sabía que el abuelo había muerto!

      Pregunté con

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