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      La lectura de los últimos párrafos de la carta me provocó un escalofrío lento y profundo que recorrió mi piel desde la punta de los pies hasta la coronilla. Después me quedé quieto, respirando con rapidez. Tardé en razonar.

      ¿La hija de Ariadne me había escrito?

      ¿Y dijo que su madre había muerto? ¿Eso entendí?

      Repasé los párrafos con mucho cuidado.

      Sí. Eso decía. Al parecer, Ariadne murió en un accidente junto a su hijo mayor. Le sobrevivían su hija intermedia, su hijo menor, quien por lo visto se había vuelto drogadicto, y su esposo, Salvador, mi viejo amigo.

      Al repasar la carta, atrajo mi atención que la hija de Ariadne se hubiese animado a escribirme solo después de escuchar la reunión del club “creadores de días grandiosos” en la que hablamos de una fábula, una bolsa de piedras a la orilla del río, y el concepto apremiante de aprovechar cada día.

      Estaba tan impactado, que fui a mis apuntes y repasé lo que había movido a la chica a contactarme.

      Un hombre caminaba por la ribera de un caudaloso río. Estaba preocupado porque le habían diagnosticado una enfermedad incurable y no tenía dinero para dejarle a su familia. Si él moría, su esposa y sus cinco hijos quedarían desprotegidos. Entonces se sentó frente al río y rogó:

      —Dios, tú sabes que he tenido una vida difícil e intensa; años buenos y malos, pero sobre todo malos; he cometido aciertos y errores, sobre todo errores; un largo historial de éxitos y fracasos, sobre todo fracasos. A pesar de eso, también sabes que soy un hombre que ama a sus hijos y a su esposa. Ahora que voy a morir, ayúdame a dejarles algo para mantenerse.

      Se hizo de noche; el hombre caminó encorvado y desanimado. Pensó que el Creador estaba demasiado ocupado para escuchar su oración.

      En la oscuridad de la noche halló una bolsa de piedras de río. Algún niño la habría dejado ahí. Entonces comenzó a pedirle un milagro a las piedras, como hacen los supersticiosos cuando arrojan monedas a las fuentes. Aventó una a una, pidiendo deseos. Cuando le quedaba la última, antes de arrojarla, se dio cuenta de que era demasiado tersa; la miró de reojo y descubrió que se trataba de una perla de gran valor. En su sorpresa la dejó caer, y el río profundo y caudaloso se la llevó.

      Volvió a sentarse para mirar la vertiente; asustado, enfadado, asombrado; cerró los ojos y pudo percibir en su interior la voz de Dios que lo amonestaba:

      —Te regalé una bolsa con perlas. Cada perla representaba uno de los días extraordinarios que has creado en los últimos años. Era tu legado.

      El hombre estalló en llanto y se desmoronó.

      —Perdóname, Señor… Ahora entiendo que cada día que hice bien las cosas se convirtió en una perla, y esa era la herencia para mu familia. Déjame tenerla de vuelta por favor.

      Caminó de regreso a su casa; encontró otra bolsa similar. La abrió esperanzado, y se dio cuenta de que solo tenía piedras. Aun así, la anudó y la llevó a su casa.

      A la mañana siguiente su esposa lo despertó.

      —Amor, ¿qué es esto? Anoche cuando llegaste dejaste una bolsa sobre la mesa. Dijiste que eran piedras. ¡Pero son perlas! ¿De dónde salieron?

      El hombre, llorando de alegría, abrazó a su mujer y le dijo:

      —Se me ha dado una segunda oportunidad. En esta bolsa está mi legado. No es mucho, pero todo lo bueno que he hecho en la vida se encuentra contenido aquí. Te lo obsequio, amor. Es el resumen de todos mis días.

      Nuestra vida es una colección de días. Cada día puede (o no) ser una perla, dependiendo de lo que hagamos con él. Si en veinticuatro horas logramos ser productivos, constructivos, benéficos, positivos, convertiremos ese día en una perla. Podemos coleccionar cada perla engarzándola en un collar que representará nuestra vida.

      Se dice que, al morir, veremos nuestro resumen. Un compendio de lo que hicimos en imágenes presentadas de manera rápida, como una sucesión de fotografías. De ser así, estaremos en presencia de los momentos más importantes (buenos y malos, pero importantes); de los días más remarcables de nuestra vida.

      El “todo” está conformado por pequeños elementos. Y un “todo” fabuloso se conforma de pequeños elementos fabulosos. Un gran libro es una colección de grandes capítulos. Una gran obra de teatro es una colección de grandes escenas. Una gran amistad es una colección de grandes convivencias.

      La vida es una colección de días. Una vida extraordinaria es una colección de días extraordinarios. Una vida miserable es una colección de días miserables. ¿Queremos tener una vida extraordinaria? Pues comencemos creando una colección de días extraordinarios. ¿Cuál es la diferencia entre lo ordinario y lo extraordinario? ¡El extra!, ese algo más que no tiene lo ordinario.

      Somos creadores de grandes días. Por definición, el líder enfocado deja huella y trasciende porque se concentra en hacer de cada día un gran día. Hagamos que este día importe. No mañana ni pasado mañana. ¡Este preciso día! Porque es el único que tenemos, y el único que podemos moldear. Hagamos de nuestra vida una gran vida enfocándonos en hacer de cada día un gran día.

      Después de leer la carta de Amaia y repasar los conceptos que la motivaron a escribirme, puse atención en el número debajo de su nombre. Eran diez dígitos de un celular.

      No lo pensé dos veces. Le marqué.

      Escuché una voz de mujer joven, con timbre peculiar, más grave de lo normal, como si hubiese enronquecido de tanto llorar.

      —Hola —me identifiqué—. Soy José Carlos. El escritor.

      Guardó silencio. Después de varios segundos corroboró:

      —¿De veras eres tú?

      —Sí, Amaia. Acabo de leer tu carta. Es increíble todo lo que me dices. La última vez que vi a tus papás fue cuando se casaron.

      —Lo sé. No quise importunarte, pero de verdad necesito ayuda —aunque su voz era pausada y de dicción perfecta, dejaba entrever una clara mortificación—. Como te expliqué en la carta, mi papá está tan deprimido que no puede levantarse de la cama; parece, como te dije, un muñeco al que le han quitado las baterías. Vivimos en una especie de rancho, en una mansión campestre que siempre fue el sitio más alegre y lleno de paz, pero hoy está envuelto en una sombra de muerte. La energía negativa es tan evidente, que pienso que mi padre podría suicidarse en cualquier momento.

      —¿Dónde viven, Amaia? Dame tu dirección.

      Comenzó a dictar.

      —Espera —corrí por lápiz y papel. Anoté el domicilio; no me pareció conocido.

      —Y eso, ¿dónde está?

      —Es un fraccionamiento a las afueras de la ciudad. En el norte. Colinda con el bosque. Se llama Fincas de Sayavedra.

      —Mañana voy. A las diez, ¿te parece bien?

      —Sí. Perfecto.

      ¡Era la hija de Ariadne! Sentía como si mi propia amiga me estuviese pidiendo ayuda para su familia. Me dolía mucho que Ariadne ya no viviera, pero me asombraba la forma increíble en que este mundo redondo siempre nos regresa a los orígenes, y nos da la oportunidad de devolver el bien que recibimos.

      —Gracias, José Carlos —dijo la joven—. Nunca pensé que me contestarías el e-mail. Mucho menos que me llamarías.

      —Al contrario, Amaia. Gracias a ti por haberme buscado.

      —¿Sabes? Me gustaría mucho empaparme de lo que hablan en ese grupo de lectores con quienes te reúnes en línea. En mi casa hay una debilidad crónica. Quisiera aprender a tener más energía. Y transmitírselo

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