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quien me sentía cómodo charlando. Llegamos a tener pláticas tan profundas que nos hicimos grandes amigos. Pero cuando Ariadne abandonó la adolescencia, se convirtió en una de las mujeres más sensuales y hermosas que conocí, nuestras charlas intimistas se contaminaron por deseos corporales difíciles de contener. Mis instintos masculinos me consumían por ella, y aunque ella estaba enamorada de mí, de manera inexplicable (así de extraños e insondables son los caminos del cerebro humano), mi espíritu no la amaba como mujer. Teníamos una relación atrayente y repelente a la vez, como los cables de alto voltaje que, aislados, se complementan, pero que ante la más mínima fisura en su cubierta se queman y hacen explosión. Muchas veces pude embarcarme con ella en una aventura en la que, al menos, las ansias físicas de los dos se vieran satisfechas. Pero nunca quise. La respetaba de forma tajante, como se respeta a una hermana o a una madre. Era tanto mi cariño amistoso hacia ella que puse barreras para no vulnerar nuestra relación. Ella interpretó eso como desprecio y nuestra relación se dañó de todas formas.

      Dejamos de vernos por largo tiempo. Supe que tuvo varios noviazgos infructuosos. También supe que en una junta de exalumnos encontró a mi amigo Salvador, con quien comenzó a salir. Se hicieron novios. Tal vez Salvador le recordaba algo de mí, o tal vez ella halló en él lo que yo nunca le quise dar.

      La última vez que vi a Ariadne y a Salvador fue en su boda. Me invitaron, creo que por compromiso. Yo estaba recién casado con una mujer maravillosa que ha sido mi compañera desde entonces. Aunque asistí a la boda de mis dos entrañables amigos de la juventud, no me pidieron que participara en la celebración. Ni mi esposa ni yo fuimos requeridos como padrinos, ya no se diga de arras, lazo o anillos, pero ni siquiera de cojines, arroz o recuerditos. Fui testigo de su casamiento y presencié la ceremonia con lágrimas en los ojos, conmovido de verdad, deseándoles que fueran felices como en los cuentos.

      Nunca volví a saber de Salvador y Ariadne. No los busqué jamás ni ellos a mí. Comprendía que había algo en mi persona que les incomodaba. Con toda seguridad, Ariadne le confesó a su esposo el amor que me tuvo; ese amor obsesivo compulsivo, casi tan enfermizo y anormal como el que yo le tuve a su compañera Sheccid. Y por eso quizá Salvador prefirió cortar nuestra amistad. Yo hubiera hecho lo mismo. Ariadne era una diosa, una mujer hermosísima e inteligente; y cualquier hombre que se hubiese casado con ella se sabría tan afortunado, que habría hecho lo posible por impedir que su esposa tuviera ojos para alguien más; ni siquiera de forma retrospectiva. Ese debió ser el final de la historia, de no ser por la llegada de esa extraña carta.

      Querido José Carlos:

      Mi abuelo falleció por el virus sars-cov2. Era un artista plástico excepcional. Sus pinturas y esculturas han dado la vuelta al planeta. A pesar de ser una persona pública famosa, tuvo un sepelio desierto y una cremación rápida, como si el mundo entero quisiera deshacerse cuanto antes de su cuerpo.

      No pudimos estar con él en sus últimos momentos, no pudimos abrazarlo ni darle el consuelo, ni el amor, ni el apoyo espiritual que merecía, y que él siempre nos dio.

      Este virus es así. Con algunos convive pacíficamente y a otros les arranca no solo la vida, sino la dignidad de la muerte.

      Ahora, en la casa de mi abuelo vivimos solo tres personas: mi padre, mi hermano menor y yo. La finca es enorme y cada uno está procesando el duelo de forma aislada. Eso hace que el sitio se sienta todavía más grande y frío.

      Ayer entré a la habitación de mi papá a llevarle su cena. Lo encontré debajo del escritorio. ¡Estaba hecho un ovillo con la cabeza pegada al suelo, metido en el hueco para las piernas! Me asusté. Le pregunté qué le pasaba y me di cuenta de que estaba llorando; no quiso hablar, ni moverse. Se encontraba sin energías… Nunca lo había visto desmoronarse así. Ni siquiera cuando murieron mi madre y mi hermano mayor. En aquella ocasión también a mi papá lo perseguía la culpa de no haber estado ahí; decía que él pudo haber evitado el accidente. Pero a pesar del remordimiento, logró recuperar la fuerza y levantarse.

      Ahora es distinto. Peor. De nuevo la culpa lo ahoga como si tuviese una losa de concreto encima, aunque esta vez, a su entender, él fue quien causó el accidente. No para de decir: “Yo traje el virus a la casa y contagié a mi propio padre”.

      Dejé su cena sobre la mesa y salí del cuarto mareada, confundida. Contagiada de un agotamiento físico y emocional que me llevó a los linderos del desmayo.

      Fui a buscar a mi hermano menor y me di cuenta de que no estaba. Tal vez había escapado de nuevo para emborracharse o drogarse. Entonces me desplomé en el sillón de la sala, sin poder llorar, pero ahogada por una profunda congoja. Apenas tuve fuerzas para tomar mi computadora y te busqué en internet.

      He leído varias veces tu libro en el que hablas de Sheccid y Ariadne. Sé de memoria cada detalle. Crecí enamorada del personaje principal, pero también enojada con él, porque se dejó despreciar por Sheccid y nunca le hizo caso a Ariadne (quien de verdad lo amaba). Aunque la historia sucedió hace más de cuarenta años, la forma como planteas el amor ideal entre los jóvenes sigue vigente. Tú has sido mi guía y mi inspiración durante mucho tiempo. Al igual que Ariadne, te amé en secreto y al igual que Ariadne, aprendí a olvidarte. Ahora, no sé por qué, me acordé de ti. Estoy viviendo una situación de extremo dolor.

      Entré a tu grupo de redes que llamas club “creadores de días grandiosos”. Había una reunión por Zoom. Me uní y me quedé quieta, escuchando, nutriéndome con lo que le decías a tus amigos y con lo que ellos te decían a ti. Me gustó el ejercicio de apoyarse mutuamente y de enfocarse en el día a día para lograr salir de la crisis.

      Soñé con la fábula de aquel hombre que estaba a punto de morir y encontraba una bolsa de piedras en la orilla del río. El concepto de aprovechar cada día al máximo, porque eso es lo único en lo que tenemos control, me retumbó durante el sueño. En esta casa, mi padre, mi hermano y yo estamos tirando, como esas piedras al río, nuestros días a la basura, uno a uno, desde que murió mi abuelo.

      Hoy en la mañana fui a ver a mi papá y lo hallé dormido. Lo invité a salir del cuarto. No quiso. Giró sobre su cuerpo y se tapó con las cobijas. Le dije:

      —Tienes que reponerte, papá; cada día importa y estás desperdiciando tus días.

      Me contestó con voz muy baja:

      —Ya nada tiene sentido. Perdí mi trabajo y perdí a mi familia.

      Me quedé fría al escuchar esas palabras. ¿Y yo qué soy para él? ¿Su mascota? ¿Su sirvienta? ¿Un fantasma? ¿Y mi hermano menor no cuenta? Le di la oportunidad de corregir y le pregunté:

      —¿No nos consideras tu familia? ¿Ni a mí ni a Chava? Hasta donde sé, todavía te quedan dos hijos, que, por cierto, se sienten muy solos y te necesitan.

      Pero no contestó.

      ¿Por qué un hombre como él, que siempre fue ejemplo de trabajo y fuerza, ahora está tan disminuido? Parece un muñeco mecánico al que le quitaron las baterías.

      José Carlos. Te escribo esta carta para pedirte un favor enorme. Sé que tal vez te parezca descabellado. Sin embargo, estoy desesperada y no te lo pediría si no fuera importante. Quiero que vengas a la casa, que hables con mi padre, que platiques con mi hermano y conmigo. Mi papá te conoce. Te conoce muy bien; y tú a él. Se llama Salvador. Estudiaron juntos la secundaria y el bachillerato. ¿Lo recuerdas? Salvador,

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