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Ser varón en tiempos feministas. María Gabriela Córdoba
Читать онлайн.Название Ser varón en tiempos feministas
Год выпуска 0
isbn 9789875387621
Автор произведения María Gabriela Córdoba
Жанр Документальная литература
Серия Conjunciones
Издательство Bookwire
Pensar en clave de géneros significa reconocer y aceptar la paradoja. Para Winnicott (1972), “la paradoja es una figura de pensamiento cuya expresión encierra una contradicción, en tanto confronta dos elementos opuestos cuya tensión debe ser aceptada, mas no resuelta”. Este modelo paradójico cuestiona la existencia de una verdad racional única, absoluta e indiscutible, y propone un arco de tensión donde se soportan los contrarios, lo diferente, sin dogmatismos ni exclusiones. Cuando se tolera y respeta la paradoja, es decir, cuando se logra trastocar la lógica binaria que opone pares antagónicos para someterlos a su contradicción, sin intentar resolverla, el pensamiento logra un carácter dialéctico, dinámico, un movimiento que origina riqueza psíquica y permite entender la construcción de modos de subjetivación enmarcados en una realidad social e histórica.
1. En 1972, la socióloga británica feminista Ann Oakley publica una obra llamada Sexo, género y sociedad donde distingue sexo de género, con lo que surge el concepto de género en la teoría feminista.
2. Queer significa bizarro. El término era inicialmente utilizado como un adjetivo insultante para referirse a los homosexuales. Posteriormente fue reivindicado para afirmar y reunir todos los comportamientos distintos de los promulgados por la heterosexualidad normativa.
3. Australia (Connell; Tomsen y Donaldson); Francia (Badinter); Inglaterra (Seidler y Barrett), Estados Unidos (Kimmel), Japón (Roberson y Suzuki), España (Marqués; Bonino Méndez) y Latinoamérica (Viveros Vigoya, Olavarría, Valdés, Gutmann, Fuller, De Keijzer, Aguayo, Arilha, Ramírez, Figueroa Perea, Burin, Meler, Volnovich, Amorín, Ibarra Casals, Nascimento, entre otros).
Capítulo 2
La construcción social y subjetiva de la identidad de género
La cosmovisión moderna armó un modelo civilizatorio presentado como universal, donde la construcción de conocimiento se apoyó y sustentó en una dicotomía. Así, las particiones modernas operadas por la filosofía, la religión, las ciencias, la economía y la política entre sujeto/objeto, humanidad/naturaleza, cuerpo/mente, razón/mundo o teoría/práctica, dieron lugar a un pensamiento binario, constituido por dos categorías exclusivas y excluyentes, por pares antagónicos, una tipología intelectual de lo semejante y lo diferente, oposición primordial base de nuestro pensamiento: no se puede pensar nada sin pensar en su opuesto (Heritier-Augé, 1996; Bourdieu, 2000). Esto aparece como una modalidad constitutiva de sentido, ya que es gracias a la percepción de esas diferencias que el mundo “adquiere forma” ante nosotros y para nosotros. El género no escapó a esta construcción conceptual dicotómica, aunque sí puso de relieve las diferencias y especificidades socioculturales de los procesos implicados en la organización de “categorías sexuadas” que estructuraron la existencia social de los sujetos según relaciones desiguales de poder.
El sistema sexo/género
El mundo social está regulado por diversos sistemas, entre los que se destaca el “sistema sexo-género”, definido por Gayle Rubin como “conjunto de disposiciones por las cuales el material biológico bruto del sexo y la procreación es moldeado por la intervención humana y social, y satisfecho según convenciones sociales” (1975, p.14). Este constructo teórico contribuyó a que se pudiese inteligir el modo en que las regulaciones culturales construyen modos de vincularidad y de subjetivación, en tanto intervienen en las relaciones significantes de poder, en la división sexual del trabajo, en el funcionamiento de las estructuras de parentesco y en el establecimiento de una ordenación jerárquica de los géneros, que perdura en el tiempo. (1)
El sistema sexo-género se constituye como un modo esencial en que la realidad social se organiza, se divide simbólicamente y se vive experimentalmente, en tanto “red mediante la cual el self desarrolla una identidad incardinada, una determinada forma de estar en el propio cuerpo y de vivir el cuerpo” (Benhabib, 1992, p. 39). El self, el sí mismo, desarrolla una identidad vinculada de manera permanente a algo que ya está organizado previamente, y “deviene Yo al tomar de la comunidad humana de la que es parte, un modo de experimentar la identidad corporal, psíquica, social y simbólicamente” (Benhabib, 1992, p. 45). Lo organizado previamente tiene que ver con lo sociohistórico-cultural: la cultura ha acuñado representaciones, mandatos, normas y símbolos que, al ser internalizados por los sujetos, troquelan definiciones simbólicas acerca del ser y del deber ser, respecto a la adecuación al género, a la raza, y a la clase. Todo ello se da en el marco de una relación dialéctica entre sujeto y sociedad.
La construcción social de la realidad
La sociedad debe ser considerada desde una perspectiva dual, en donde hay una facticidad objetiva que actúa sobre el individuo, pero a la vez existe una realidad subjetiva que se externaliza, modificando lo social (Berger y Luckmann, 1966). El proceso dialéctico existente entre la sociedad y el hombre permite entender a la sociedad como una realidad objetiva (2), es decir, exteriorizada –emancipada de los actores que la producen, experimentada como algo distinto a un producto humano– y objetivada; pero a la vez es también una realidad subjetiva: la sociedad es internalizada por el hombre. Por ello, el ser humano atraviesa un proceso de desarrollo, donde se interrelaciona con un orden sociocultural específico y deviene “ser social” al hacer propias las experiencias externalizadas por otros y objetivadas mediante el lenguaje a través de su pasaje por diversas instituciones. En consecuencia, el niño debe internalizar y asumir el mundo en el que ya viven otros, lo que se realiza mediante el proceso de socialización, que supone una socialización primaria (que es la primera por la que el individuo atraviesa en la niñez y mediante la cual se convierte en miembro de la sociedad) y una socialización secundaria (que se refiere a cualquier proceso posterior que induce al individuo ya socializado a nuevos sectores de su sociedad).
La socialización primaria supone algo más que un aprendizaje puramente cognoscitivo, ya que se efectúa en circunstancias de enorme carga emocional. Todo individuo nace en una estructura social objetiva donde encuentra a los otros significantes, personas encargadas de su socialización, y que generalmente son los padres. Estas figuras le son impuestas: el niño no interviene en su elección y se identifica con ellos sin deliberación alguna. Estos otros significantes son los encargados de presentar la sociedad como una realidad objetiva, pero a la que “filtran” según la particular posición que ocupan dentro de la estructura social y también en virtud de su idiosincrasia, o sea, del particular carácter y de las particulares creencias de cada uno. El niño internaliza el mundo que le muestran sus otros significantes como el único que existe y que se puede concebir.
Asimismo, se produce en su conciencia una progresiva abstracción que implica generalizar las actitudes individuales de los miembros de la sociedad e internalizarlas, para conformar así un otro generalizado en su conciencia. Esto estructura una identidad con nueva coherencia; el individuo se encuentra en posesión subjetiva de un yo o un sí mismo (self) e incorpora diversos roles y actitudes reinantes en su cultura, dando lugar a que esos aspectos internos persistan en permanente y simultánea comunicación con la realidad objetiva y con los otros. Por lo tanto, el “sí mismo” es una organización subjetiva que se configura en relación con los demás, en interacción. Lo individual como propio, pero siempre en referencia a la estructura común del grupo social.
Cuando un individuo ingresa a nuevos sectores del mundo objetivo de su sociedad, debe aprender los papeles específicos que allí se juegan, con sus particulares códigos lingüísticos y comportamientos de rutina. Las instituciones poseen tanto un cuerpo de conocimientos de receta (que define los roles específicos que se han de desempeñar allí) como pautas específicas de comportamiento apropiadas, que orientan las conductas de las personas en tanto se refieren a lo que hay que saber para llevar a cabo los propósitos pragmáticos del presente y del futuro (Berger y Luckmann, 1966). De este modo,