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sexuales, alejadas de las esencias genéricas.

      Inspirada en algunos desarrollos posmodernos y posestructuralistas, Judith Butler cuestiona esta idea de “sexo natural” organizado en dos posiciones opuestas y complementarias, y piensa al género como una estilizada repetición de actos, “como la forma rutinaria en que los gestos corporales, movimientos y estilos de diverso tipo constituyen la ilusión de un ser perdurable con un género” (Butler, 1990, p. 179). La autora considera que sostener la identidad como inamovible es solo un ideal normativo más y la entiende como algo mucho más maleable, que incorpora y expulsa aspectos de sí en función de los ideales que cada sujeto mantiene, en un proceso constante de construcción personal, dentro de los lineamientos vigentes en una cultura.

      Butler (2012) también aclara que el género es performativo como efecto de un régimen que regula y jerarquiza las diferencias de género de forma coercitiva, mediante reglas sociales, tabúes, prohibiciones y amenazas punitivas que se apoyan en la ficción reguladora de la heterosexualidad y en las representaciones sobre las mujeres y los hombres como realidades coherentes y antagónicas. Este régimen regulatorio actúa a través de la repetición ritualizada de las normas. Las categorías identitarias, entonces, son performativas: no describen la realidad de los sujetos que designan, sino que producen su subjetividad, con un doble efecto de restricción (proceso de sujeción por el cual nos convertimos en sujetos al someternos al poder) y de producción de posibilidades. Así, la necesidad de pertenecer a la sociedad implica tratar de reconocerse y de ser reconocido en sus categorías, que son resultado de los arreglos de poder que entreteje el campo social. Allí, mediante artilugios ideológicos, se supone la existencia de una continuidad, una conformidad y una coherencia entre sexo, género y deseo donde necesariamente no la hay. Al enfatizar la mutabilidad, la fluidez y la inconsistencia del género, Butler muestra la flexibilidad y variabilidad de las identidades de género y de los deseos y preferencias sexuales, lo que constituye su mayor contribución. Esto marca, incluso, que el género es construido en un proceso colectivo e histórico, lo que permitiría, en tanto construcción, la posibilidad de transformación.

      Los estudios de varones y masculinidades

      A partir de los años 90 surgieron los estudios de varones y masculinidades, cuyo objetivo principal era mostrar cómo la construcción cultural del género había impactado también en los varones. Este interés se asociaba con los cambios económico-sociales que afectaban la vida de grupos específicos de varones, así como con las transformaciones de los roles de género y los desajustes que estas produjeron. El análisis de la masculinidad incorporó dos cuestiones planteadas por los movimientos de mujeres y los lésbicos/queer: por una parte, el entender al género como un sistema de clasificación que gira en torno del poder y la desigualdad. Por otra, tomar el concepto de diversidad; esto dio lugar a entender que la masculinidad, en tanto se articula con la raza, la edad y la elección sexual, entre otras variables, no es una categoría homogénea, aunque existen elementos comunes a las diversas masculinidades, más allá de esas diferencias.

      Estos estudios reconocen la responsabilidad del hombre en el mantenimiento de la subordinación social de las mujeres y coinciden en considerar la masculinidad como una construcción social que opera a partir de procesos de diferenciación, exclusión y negación. Ser hombre es, ante todo, no ser bebé, mujer ni homosexual (Badinter, 1993), por lo que múltiples prácticas, ritos y escenarios sociales están previstos para que la construcción del varón se “descontamine” de esas posiciones sociales desvalorizadas.

      El modelo hegemónico masculino impone mandatos que señalan lo que se espera de los varones, y se constituye como el referente con el que se comparan los sujetos. Se define por conductas que toman distancia de lo emocional y de lo afectivo, que suponen control y ejercicio del poder, así como una demostración pública de hombría que incluye el relato del desempeño sexual, que se vive como una prueba de virilidad, conquista y rendimiento.

      La corriente latinoamericana orientada a entender a los hombres desde su propia situación y condición de género se valió de las contribuciones académicas del feminismo para analizar qué significa ser hombre y qué consecuencias acarrea serlo en este contexto. La obsesión de los varones por el dominio y la virilidad, la posesividad respecto de la mujer, la agresión y la jactancia ante otros hombres son elementos machistas presentes en los latinos (Fuller, 2012), lo que implica consecuencias negativas tanto para las relaciones padre-hijo como para los vínculos con “sus” mujeres. También se apela a la asimilación entre homosexualidad y feminidad, con el propósito de promover conductas dominantes por parte de los varones, amedrentados por la amenaza de la pérdida de la virilidad. Toda versión de masculinidad que no corresponda al ideal dominante sería equivalente a una manera precaria de ser varón e implicaría una posición subordinada frente a quienes ostentan la calidad de hombres plenos. Lo hegemónico y lo subordinado se constituyen mutuamente, pues para poder definirse como un varón “logrado” es necesario contrastarse contra quien no lo es. El acatamiento al modelo hegemónico produce tensiones, frustraciones y dolor en los hombres, porque en muchas ocasiones no corresponde a su realidad cotidiana ni a sus inquietudes e intereses.

      En Argentina, la interrelación de los estudios de género con el psicoanálisis ha sido muy fructífera, tanto en la indagación de la complejidad de la problemática de la feminidad como en la comprensión de las vicisitudes de la masculinidad. Diversos autores (Burin y Meler, 1998, 2000; Meler y Tajer, 2000; Meler, 2012; Tajer, 2009; Volnovich, 2010) coinciden en que las masculinidades están social e históricamente construidas y destacan la existencia de una masculinidad hegemónica, relacionada con la heterosexualidad normativizada, la hipervaloración del órgano genital masculino, actitudes de autosuficiencia, una represión de deseos pasivos y un posicionamiento social y subjetivo caracterizado por el dominio y el control.

      Las prescripciones sociales de género tienen una alta efectividad sobre los varones, pues promueven prácticas que deterioran su salud y comprometen su vida, en tanto las conductas temerarias, la violencia, la audacia y la represión del miedo son características que se consideran viriles. Si el varón se ajusta al ideal de masculinidad social, ello resulta egosintónico con su yo y no le genera preocupación, en tanto se trata de características que considera deseable poseer. Sin embargo, el costo puede ser la propia vida.

      Lo masculino aún se vincula a la autoridad, la razón y el poder dentro del universo simbólico y persiste como un aspecto básico y transversal de la cultura, lo que impide el ejercicio necesario de deconstrucción que todo fenómeno requiere para su mejor comprensión, entendiéndola al modo de Derrida (1997), esto es, como un proceso que implica crítica, análisis y revisión de los postulados disciplinares, a fin de detectar tanto sus lógicas como sus omisiones e invisibilidades.

      El género como categoría de análisis

      A partir de este recorrido, podemos sostener que los estudios de género, hoy, son interdisciplinarios y pretenden entender las subjetividades y sus interrelaciones como productos de un orden social (temporal y espacialmente determinado) en el que el género se articula en cada contexto con otras posiciones sociales como etnia, clase, edad, orientación sexual, etcétera.

      Al introducir un enfoque relacional (que supone que para la comprensión de los hombres es necesario

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