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Temporada de caza: renacimiento. Martín Zeballos
Читать онлайн.Название Temporada de caza: renacimiento
Год выпуска 0
isbn 9789878332260
Автор произведения Martín Zeballos
Жанр Языкознание
Серия Temporada de caza
Издательство Bookwire
El chico miró hacia los lados. Percibí que intentaba ubicarse y que forcejeaba para desatarse. Como no pudo a la primera, intentó con más fuerza a la segunda. Empezó a respirar con rapidez. Sus músculos buscaban cambiar. Supe que deseaba convertirse en lobo. Si lo hacía, los carniceros no serían suficientes para detenerlo.
Esteban volteó hacia la mesa y cargó el arma con dos cápsulas violetas mientras le advertía que no se molestara ya que era imposible que cambiara, al menos, por el momento. Luego le dijo, mientras miraba su reloj con una sonrisa, que le quedaban alrededor de dos minutos de gracia ya que habían sintetizado una vacuna para evitar que se convirtieran.
Afirmé que la usábamos al mirar con curiosa atención cada uno de sus movimientos. Esteban me dijo que solo eran para las víctimas de ataques, sin embargo, este que tenía era un derivado que impedía a «los perros» cambiar.
«Aunque tiene sus desventajas», advirtió y con parsimonia se puso detrás de Lucio.
Conjeturé que duraba un plazo limitado de tiempo y él me dijo que al menos era algo. Luego, continuó. Tomó la cabeza de Lucio y la inclinó hacia adelante mientras decía que la vacuna que tenía era avanzada y, aunque no era la solución, los ayudaba a salir del apuro. Con una sonrisa maliciosa, apoyó la pistola en la nuca del chico y disparó. No hubo ningún sonido ensordecedor, en su lugar, se oyó el aire comprimido empujar una de las cápsulas. Lucio levantó la cabeza y ahogó un grito a través de la mordaza en su boca. Alcancé a ver que una lágrima rodaba por su rostro. Tan solo una, como si de ese modo pudiera ocultar cualquier dolor y hacerse más fuerte.
Esteban lo tomó del mentón y lo obligó a que lo mirara mientras le exigía que le prestara atención y le decía que quería que calmara su temperamento de mierda. Dijo que, antes de que intentara convertirse, observara una cosa; luego añadió que los tres debíamos ver eso.
La pared a la derecha de Lucio y Silvestre se tornó traslúcida y del otro lado apareció una sala contigua con un hombre tirado en el piso. Esteban, parado detrás de Silvestre, mencionó que despertaría en cualquier instante. Nos pidió que no nos asustáramos por nada, que era un lugar blindado e insonorizado para evitar todo tipo de molestias.
Había algo en aquella situación que me puso nerviosa. Después, fui consciente que tendría que haberlo imaginado antes, al menos tener una ligera sospecha sobre todo lo que iba a suceder. Pero no lo advertí hasta que el hombre del otro lado despertó. Podía ver como gritaba, como abría la boca para intentar hacerse oír.
Pero nada llegó hasta nosotros.
El hombre desnudo comenzó a golpear el vidrio con fuerza. Vi cómo le sobresalían las venas de los brazos y del cuello. No hubo ninguna reacción desde nuestro lado. El hombre empezó a cambiar. Era un lobizón que se liberaba de su forma humana para convertirse en un perro gigantesco de pelaje negro. La transformación se inició por sus piernas y continuó por sus brazos. Cada miembro se hinchó hasta alcanzar proporciones descomunales. Se le curvó la espalda hacia adelante y los huesos se ensancharon para que aumentara de tamaño. En cuanto su cabeza buscó alargarse para formar el hocico, esta estalló en silencio y salpicó el cristal. Los sesos del hombre empezaron a chorrear hacia el piso.
Me sobresalté. Todos lo hicimos. Pero yo fui la única que dio un paso hacia atrás.
Esteban advirtió que eso era lo que quería que miráramos. Nos explicó que eso era lo que hacía este pequeño milagro que ahora tenían mis compañeros. Luego, tomó la cabeza de Silvestre, apoyó la pistola y disparó en su nuca.
Nadie dijo nada más después de ese momento, Lucio dejó de intentar escapar y, con los ojos desorbitados miró hacia el otro lado de la habitación, escuchó lo que Esteban decía.
2
Volví a la realidad cuando Lucio dejó de rascarse la base del cráneo en donde tenía un punto de color rosado: era la marca del implante.
Silvestre iba delante de mí, en alerta. Las calles oscuras de la ciudad casi muerta se nos abrían como gigantescas serpientes nocturnas a punto de devorarnos. Algunas, incluso, ni siquiera tenían el cartel con el nombre que las identificaban. ¿Acaso importaba? Eran detalles que el mundo no recordaría, mucho menos extrañaría.
No pude evitar pensar en que yo había visto esto. Durante el ritual con los seis hermanos, cuando Juan cayó, en el último instante tuve una visión sobre el fin del mundo. Siempre creí que solo había sido por la conexión que había entre los que estábamos allí, pero ahora no me sentía segura. Todo se había cumplido tal cual lo vi.
«¿Por qué yo y nadie más?», pensé. Lo peor era tener la certeza de que no había hecho nada por impedirlo.
Nos movíamos en silencio y zigzagueábamos entre los coches abandonados con prisa. Eran las trincheras perfectas para escondernos de la quietud que nos atormentaba y nos rodeaba. Nuestro propósito era hacer unas veinte cuadras.
«Casi del otro lado de la ciudad», pensé. Allí nos esperaría la jauría de perros que planeaba una tregua. Si eso era posible.
Los dos licántropos, que tenía como guardaespaldas, serían mis escudos si algo sucedía. Esa fue la orden que Esteban les impuso y que, por mi parte, no tenía intenciones de acatar. Los consideraba mis amigos, no herramientas. Veinte cuadras por delante implicaban hacerlas a pie. Nada de vehículos, llamarían demasiado la atención. Nos abastecieron con alimentos para el camino y me equiparon con granadas, con pistolas y con municiones como para combatir la Tercera Guerra Mundial. Un par de cuchillos y un machete completaban mi utilería. Si llevaba un andar lento, era por todo lo que debía cargar sola. Ellos dos tenían completamente prohibido tocar las armas.
«Como si no pudieran matar con las manos». Aunque La Hacienda suponía que al tener el deseo de hacerlo y como sus hormonas los llevarían a modificar sus cuerpos, el dispositivo los haría estallar al menor indicio de la metamorfosis.
Lucio parecía haber recrudecido su odio hacia mí, lo noté mirar hacia los lados, olfatear el aire y escuchar con atención. Quise creer que esa reacción era parte de su trabajo impuesto y no un intento por escapar o llamar al resto de su manada. Quería decirle que lo sentía, que podía contar conmigo, pero la cobardía de saberme una cazadora de su especie me lo impedía. Un conspirador no debía simpatizar con los engendros, ese era el lema que debíamos llevar en nuestra mente y por lo que habíamos jurado proteger a la humanidad. Nos enseñaban que, primero, éramos nosotros, nunca ellos. Los engendros eran la escoria del mundo, no merecían nuestro respeto. Nos habían inculcado mucha basura más al trabajar para La Hacienda. Juan nunca siguió al pie de la letra esas directrices. Yo pensaba hacer lo mismo.
—¿Sabías lo que nos iban a hacer? —Silvestre estaba de pie frente a mí. Choqué contra su pecho antes de darme cuenta.
—¿Qué? —Confundida, di un paso hacia atrás.
—¿Conocías el dispositivo que nos implantaron? —repitió la pregunta y caí en la cuenta de lo que se refería.
—No. Fue la primera vez que lo vi —le respondí con calma, pero con cierta vergüenza al reconocer que La Hacienda, no nos contaba todo lo que traía entre manos.
«Aunque no tendría que sorprenderme».
—Mmm… te voy a creer. —Bajó la mirada y se apoyó contra un auto.
—Claro. Gracias por el voto de confianza. —Hice lo posible para que mi sarcasmo se notara—. No necesito que me creas. Juan no necesitaba un creyente.
Silvestre me miró con tristeza.
—Es bueno ver cómo te aferrás a su persona todavía hoy. —Se frotó las manos y las puso en los bolsillos del pantalón—. Por más que no esté, seguís pensando en él como tu verdadero mentor.
—Compartimos