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sin embargo, no te pareció raro. ¿Querés que te ponga al día?

      —Si no te molesta, por favor. —Bajé los hombros con resignación y él sonrió.

      Se puso de pie con parsimonia, como si hiciera gala de cuán grande era. Su estatura alta, su cuerpo atlético parecía brillar en la penumbra. Estaba semidesnudo, apenas llevaba unos jeans roídos, e iba descalzo; permaneció en su lugar.

      —Supongo que ni siquiera te acordás de mi nombre —Hizo una pausa y negué con la cabeza—. En cierta forma, soy tu amigo y de Juan.

      Se quedó en silencio y, antes de que desviara la mirada, vi tristeza en sus ojos.

      —Eso no tiene sentido. Primero, no sé quién es esa persona y, segundo, si somos amigos, ¿por qué estás en esa jaula?

      —Juan fue quien te entrenó y te preparó para vivir todo esto. Para este trabajo. No todos consideran a los engendros como amigos. Juan y vos fueron los únicos.

      —¿Qué le pasó?

      —Murió. Bueno, al menos su cuerpo. Porque ya le habían robado el alma.

      Un fuerte dolor de cabeza me hizo cerrar los ojos y traté de concentrarme. De a poco, todo cobró sentido.

      —El Hueñauca se la quitó debajo de la montaña. ¿Verdad? Tengo ciertos flashes, imágenes al azar. Yo estuve con él.

      La angustia me oprimió el pecho y él se dio cuenta. Se acercó a los barrotes y dijo:

      —Siempre estuviste con él, en todo momento. Hasta que cayó en la Salamanca.

      —Nunca recuperaron su cuerpo. Pero ¿qué pasó después? Eso se niega a aparecer en mi cabeza todavía. ¿Por qué hay una guerra allá afuera?

      —Es contra nosotros, Laura. No sabemos qué sucedió. De la noche a la mañana, los engendros tomaron el control del mundo. Ibas camino a La Hacienda cuando sucedió y te derribaron. No estoy seguro de que haya sido un accidente.

      —¡Silvestre! —dije con un entusiasmo sinsentido y él sonrió—. Dijiste que te atraparon por salvarme.

      —Estaba cerca del accidente y fui a buscarte. De hecho, te saqué del helicóptero. Ahí fue dónde La Hacienda me cazó y, ahora, acá estoy.

      —Perdoná.

      —Dejá de disculparte a cada rato.

      —Es que me da bronca no recordar nada. Ni siquiera sé por qué estamos en este lugar.

      —Asumo que pretenden encontrar nueva información sobre la caída del mundo. Soy la única conexión viable que tienen con los engendros.

      Me levanté y fui de un lado a otro en un intento de entender, de recordar los detalles que, por alguna razón esquiva, se rehusaban a aparecer.

      —Tengo estos… flashes —dije y me toqué la sien— de hechos que pasaron. No recuerdo de qué tiempo son. Me genera tanta confusión. Hablar con vos y que el resto esté del otro lado de la puerta a la espera… ¿de qué?, ¿que te mate?

      —Es probable. Les causé algunos problemas antes de terminar acá. —Silvestre se reacomodó en su lugar para estar más tranquilo—. Supongo que tener de amigo a Juan no fue de ayuda. Creo que lo empeoró. Todavía me cuesta creer que no esté con nosotros.

      —Yo tenía que ver a mi familia, es lo único que tengo en mi cabeza. Se suponía que festejaríamos mi cumpleaños —dije y me apoyé en la pared cercana a la celda.

      —De seguro están muertos, Laura. —Su frialdad me chocó de golpe. De pronto, se me antojó salir corriendo de ese lugar—. Los engendros se alzaron con el control de la noche a la mañana. Nadie estaba preparado para lo que ocurrió. El gobierno fue lento para actuar y la gente murió en las calles. Nosotros vimos esas muertes.

      Hizo silencio, tal vez, esperaba que dijera algo.

      —No. Ellos están bien. Somos una familia difícil. —Intenté sonreír—. Además, se suponía que los teníamos controlados, en La Hacienda me refiero. —Volví a mi lugar en la silla.

      —Fue una ola que lo arrasó todo. Más que eso. No dudaron. Sabían lo que estaban haciendo. Lamento no haber podido ayudarte. Dijiste que La Hacienda tendría respuestas.

      —Estoy convencida de que es así. Tengo que volver. —Me puse de pie para marcharme.

      —Laura, La Hacienda no existe. Cuando caíste, yo estaba ahí. Dudo que los demás cuarteles se mantengan en pie. Si no, no estaríamos en esto —dijo e hizo un gesto que abarcaba el lugar.

      —Esto está mal. Siempre lo quitan todo. Pensé que podía ser diferente. Los eventos se habían calmado.

      —No fue por mucho tiempo. Y no soy una buena fuente de información, me dejaron de lado desde que estuve con ustedes. Tenés que averiguar qué pasó, por qué la humanidad perdió la batalla. No solo por vos y por tu familia, sino por lo que luchó Juan.

      —¿Me ayudarías?

      Se levantó y se acercó a los barrotes.

      —Es lo que más quiero. Pero ¿cómo vas a sacarme de esto?

      —Algo se me va a ocurrir. Tal vez, Ramiro… —señalé hacia la puerta, de pronto, conocía el nombre de mi guía—, él puede tener una idea de cómo sacarte.

      —No confío mucho en estos tipos —Dio un paso hacia atrás, como si se protegiera.

      —Vas a tener que confiar en mí. Aunque no tenga la menor idea de por dónde empezar. Antes, los datos que necesitaba me los entregaba La Hacienda. Nunca empecé desde cero.

      —¡Se terminó el tiempo, tortolitos! —Ramiro nos interrumpió de golpe y entró en la sala aplaudiendo por algo que no comprendí—. Espero hayan resuelto sus problemas entre la paloma y la alimaña.

      —Por favor, no lo llamés así… —intenté decirle al cerrar los ojos.

      —Esteban te está esperando —se apuró a contestar.

      Reconocer ese nombre me paralizó, sabía quién era y conocía su historia. Después de mucho tiempo, hablaría de nuevo con el padre de Juan. La primera vez que lo hicimos, fue porque necesitaba que rastreara a su hijo y eso fue todo.

      Cuando Juan murió y me reclutaron para ser su reemplazo, otras personas me dieron la bienvenida en su nombre, nótese el sarcasmo. Esteban jamás te hablaba de forma directa, para eso tenía a sus secuaces y uno de ellos estaba frente a nosotros. Ramiro sonreía con descaro y se comportaba como si la vida de Silvestre dependiera únicamente de él. En ese momento, recordé cuán desagradable me resultaba.

      —¿Tiene que ser ahora? —pregunté con sequedad.

      —¿Hay otra cosa más importante que tengas que hacer? —arrastró las palabras y nos miró de forma burlona—. ¿No? Eso me pareció. Si tienen suerte, podrán seguir hablando más tarde. Reitero, si tienen suerte.

      —Eso va a depender de vos —dije y fui hasta la puerta.

      —¿Qué tengo que ver yo?

      —Pensé que era urgente —lo interrumpí. Suspiró y pasó por delante de mí. Antes de seguirlo, volteé hacia Silvestre—. Voy a volver por vos.

      3

      La habitación era sórdida, para nada acogedora. Me di cuenta de que cada piso había sido reservado para una tarea en particular, pero ese en concreto, el tercero de aquel edificio que aún no recordaba, solo era para él.

      Di unos cuantos pasos hasta que advertí que Ramiro se había quedado en la puerta con una sonrisa maliciosa.

      —Que te sea leve. —Su risa se apagó con el chasquido de la cerradura.

      Como estaba sola, me acerqué al ventanal

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