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a La Hacienda.

      1

      Un estruendo desconocido me despertó. Aturdida, me incorporé en la cama, con un fuerte dolor de cabeza. Me llevé la mano y descubrí que una venda envolvía mi frente. Y, en ese momento, caí en la cuenta de que no sabía dónde estaba.

      Miré a mi alrededor. Los faroles despedían un fuerte olor a queroseno y cubrían la estancia con una lúgubre sensación. En el suelo, varios colchones sucios y desprolijos contenían a un par de perros que se lamían sus partes. En otros, había personas que dormían; vagabundos que no pude identificar si eran hombres o mujeres de lo acurrucados que estaban.

      Una extraña vibración me hizo mirar a mi derecha, hacia la ventana. Con dificultad, me puse de pie y me acerqué a ella. Distinguí que estábamos en uno de los pisos más altos de un edificio; desde aquí apenas se veían las calles. Solo la luna, que aparecía cada tanto entre las nubes, dejaba ver algo más. Y, luego, los escuché. A lo lejos, el sonido repetitivo de las ametralladoras.

      No podía recordar dónde estaba. ¿Acaso me habían dado la tarea de informar sobre la guerra en algún país extranjero? Si era así, no podía recordar cuál. Ni mucho menos desde cuándo trabajaba a tiempo completo como periodista. Hacía un año que me había recibido, pero las cosas tomaron otro camino menos esperado. ¿Cuál era?

      Me apreté el puente de la nariz en un intento por formar mi memoria y solo logré intensificar el dolor. Miré en el cielo las infinitas estrellas y, en el horizonte, a pocos metros de mi edificio, el Obelisco. Cuando lo vi, amagué un paso hacia atrás y luego apoyé la mano en la ventana. ¿Era real lo que veía? Eso significaba una sola cosa: estaba en Buenos Aires.

      Traté de convencerme a mí misma de que tenía que ser un error. Giré en busca de algo que me permitiera aseverar mi ubicación. No quise despertar a las personas que dormían, sentí temor al pensar que serían desconocidos que, incluso, no hablarían mi mismo idioma. Nerviosa, deambulé por la estancia. Escritorios sucios y destruidos se apilaban en un rincón, papeles viejos y amarillos alfombraban el suelo y un olor a muerte que lo invadía todo.

      Sentí un escalofrío. Quería salir de aquí y correr hacia… hacia cualquier lugar que me brindara mayor seguridad. A mi derecha, un fogonazo iluminó la ciudad y luego oí un estruendo. Una bola de fuego se alzó a la distancia y los vidrios temblaron; di unos cuantos pasos hacia atrás por temor a que estallaran.

      La escasa luz, que duró un instante, me permitió ver mi reflejo en los ventanales. Mi cabello revuelto apenas se distinguía al estar cubierto por la venda. Tenía la cara sucia, igual que mi ropa: un jean negro que ya pasaba a ser gris de lo gastado que estaba y una remera blanca manchada con barro y sangre.

      ¿Era mía?

      Cerré los ojos y respiré con calma un par de veces. Necesitaba tranquilizarme, ordenar mis pensamientos. En ese segundo, dudé de muchas cosas, incluso, de mi nombre que era algo que aún permanecía allí.

      —¡Laura! Ya despertaste —gritó un hombre robusto. La barba desprolija y sucia de varias semanas apenas le dejaba ver la boca. Se acercó a mí con grandes zancadas y yo di medio paso hacia atrás—. ¡Pero qué golpe te diste en la cabeza! Al menos, parece que está sanando bastante rápido. ¿Estás mejor?

      ¿Cómo se suponía que debía responderle a un desconocido? Al menos, él lo era para mí. Por su parte, parecía conocerme de toda la vida.

      Levanté los hombros e incliné la cabeza simulando despreocupación:

      —Supongo que bien —dije para salir del paso.

      —Sí, cualquiera estaría igual que vos. —Parecía tranquilo, aun así, no dejaba de mirar mi frente. En varias oportunidades, amagó a tocarme; pero se contuvo—. Bueno, ya que estás despierta, podés hablar con el perro. Acordate de que el concejo quiere que lo interrogues vos.

      —¿Dónde está? —Decidí que lo mejor sería seguirle la corriente a ese sujeto y ver dónde me llevaba; tal vez, de ese modo, podría salir de aquí.

      —En las jaulas, con el resto. ¡Bah! A él lo tenemos separado, ya sabés por qué. ¿Querés que te acompañe?

      —Sí, por favor. —No lo dudé. Necesitaba saber de qué iba todo esto.

      Salimos al pasillo y me aterré al encontrarme con tanta gente. Todos tenían el mismo aspecto descuidado que mi guía, pero a diferencia de él, ellos se encontraban lastimados. A muchos los atendían allí mismo; heridas superficiales eran vendadas con harapos nada limpios, y otras que no paraban de sangrar, dejaban un charco carmín en las cerámicas beige.

      Bajamos tres pisos por las escaleras. En cada pasillo, se repetía la misma imagen de sufrimiento.

      2

      El cuarto estaba despejado. Cuando entramos a la sala, los escritorios tenían otra finalidad. Eran utilizados para apoyar papeles, lámparas y algunas laptops que funcionaban gracias al generador que despedía olor a nafta desde un rincón. Los hombres alrededor de los escritorios hablaban alto por el ruido de la máquina, pero aun así, no pude oír nada cuando pasamos delante de ellos.

      Nadie nos miró.

      Sin embargo, lo que más me llamó la atención fueron las armas. Sin recordar tener tanto conocimiento sobre ellas, comprendí lo que significaban. Distinguí ametralladoras, revólveres, granadas y cuchillos. Cajas repletas. Todo un arsenal. Incluso el hombre que me acompañaba llevaba dos revólveres en la cintura y un cuchillo en la pierna. Cada persona iba del mismo modo. Excepto yo.

      Llegamos a lo que presumí que sería la parte de atrás de ese piso. Dos hombres se erguían a los lados de la puerta, cada uno con una ametralladora.

      —Tiene que hablar con el perro —les dijo y me señaló. Los hombres asintieron y nos dejaron pasar.

      Entramos a un lugar que era aún más lúgubre que las salas anteriores. Allí, los faroles suministraban la poca claridad que nos permitía ver. Era evidente que el generador era un privilegio para unos pocos. Mi guía se acercó con cautela a una jaula y lo seguí con atención. Tomó una barra de hierro que estaba apoyada contra la pared y golpeó los barrotes con fuerza. Adentro, el hombre que se encontraba sentado en el suelo levantó la cabeza, que la tenía entre las piernas, con tranquilidad y clavó su mirada en mí. Había algo familiar en esos ojos.

      —Espero que puedas sacarle algo más, este hijo de puta nos está haciendo parir. —Mi compañero amagó a sentarse en la única silla de plástico que había en el lugar.

      —Prefiero que estemos solos, si no te importa —me apuré a decir antes de que se acomodará demasiado.

      Su cara de sorpresa dejó en claro que no se lo esperaba. No me importó si realmente se había enojado o si le parecía mala idea. Sentía una conexión con el hombre que estaba dentro de la jaula y quería saber por qué. Y si él podía explicarme el resto, aún mejor.

      —Tené cuidado —dijo mi guía y se puso de pie con desconfianza—. Aunque no lo dejemos convertirse en lobizón, todavía puede matarte con las manos.

      Pronto, desapareció tras la puerta sin dejar de mirar hacia atrás. Permanecí en mi lugar pese a sus palabras. Porque, si bien me resultaron confusas, sabía muy dentro de mí, que yo era parte de eso.

      El prisionero en la jaula me observó con curiosidad, con atención. Tomé la silla y me senté delante de él sin saber qué decir. Prestó atención a la venda en mi cabeza y por instinto me llevé la mano a ella.

      —¿Qué te pasó? —me preguntó con un tono cargado de confianza.

      —No sé. —Suspiré.

      —No recordás nada —dijo y frunció el entrecejo—. Tiene que ser cuando el helicóptero se estrelló.

      —Sí, tiene que ser eso —dije con ironía.

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