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      —¿Cómo se supone que lo hagamos? No somos animales nocturnos —retruqué con rapidez.

      —La gente puede ser tonta, al principio, cuando no sabe a lo que se enfrenta —con pasos firmes y tranquilos, se acercó a mí—; pero una vez que se calma la conmoción inicial, empieza a crear, a sobrevivir.

      —Si es que alguien consiguió llegar a esa etapa. —Me aparté de su lado sin disimulo—. Parece que no hay muchos de ellos allá abajo.

      —Creemos que un alto porcentaje de la humanidad aún resiste —dijo y puso las manos en los bolsillos.

      —Suena más a especulación que a certeza —arremetí.

      —No es algo que nos interese averiguar con urgencia. —Suspiró—. Preferimos abocarnos a una cuestión en particular que hay que resolver antes.

      —¿Qué pasó allá afuera? ¿Por qué los engendros acabaron con el mundo? —lo desafié.

      —Exactamente, tal cual lo plantea, señorita Rosso.

      Que conociera mi apellido no me sorprendió en absoluto, pero sí que lo utilizara en ese momento.

      —Saben por qué —aventuré.

      —Me temo que no —dijo con una sonrisa y miró hacia las calles oscuras—. Los reportes que recibimos fueron confusos y para nada concluyentes. Muchos conspiradores murieron antes de acercarse a La Hacienda, siquiera antes de salir del sitio que investigaban. Los engendros aparecieron de manera inesperada, a plena luz del día.

      —Siempre creí que eran una especie en extinción, que podíamos controlarlos. Por eso aparecían esporádicamente.

      —Son como insectos —dijo y esbozó una sonrisa—. Los insectos revolotean por ahí, van y vienen. Aunque no los veas, existen y son billones. No hay manera de acabar con ellos. Las cucarachas sobreviven a una explosión nuclear e, incluso, si pierden la cabeza siguen moviéndose por un largo tiempo. Así son los engendros, hasta creo que superan a los insectos.

      »Sin embargo, se ocultaban porque nos tenían miedo, ese fue nuestro mayor logro. Se dejaban ver en raras ocasiones y, cuando lo hacían, nosotros nos deshacíamos de ellos. Tengo que admitir que era una falsa seguridad por nuestra parte, no solo acá, sino en el resto del mundo. Que ciegos que fuimos —murmuró—. Ahora corretean por ahí como si nada pudiera detenerlos.

      —De hecho, nada pudo hacerlo.

      Volvió a sonreír.

      —Veo que Juan te entrenó bien. —Su cambio rotundo de tema me confundió por completo.

      —No sé a qué viene eso ahora. Juan solo me enseñó algunas cosas mientras trabajamos juntos. Antes de que…

      —De que muriera, lo sé.

      —Nunca encontraron su cuerpo —me apuré a decir, como si eso pudiera cambiar en algo la realidad.

      —¿Y por eso crees que está vivo? —Me miró sin dejar de sonreír mostrando sus dientes totalmente blancos—. Por eso sé que te enseñó bien, te inculcó su entusiasmo por encontrarle sentido a cada cosa. Lo caracterizaba su ímpetu por resolverlo todo. No se daba por vencido con facilidad. Ni siquiera cuando estuvo a punto de morir antes de nacer.

      —Me sorprende que naciera en circunstancias normales. —Esteban me observó, confundido—. Hubo días en los que creí que Juan había nacido de un repollo radiactivo o algo por el estilo. A veces, parecía tener la capacidad de enfrentarse solo al mundo, como si tuviera superpoderes.

      De a poco, mi memoria liberaba pequeños fragmentos de lo que vivimos juntos.

      —A pocas semanas de nacer, su madre cayó enferma. —Había cierta melancolía en su rostro, apenas oculta por las sombras—. Aunque ella me lo aseguró en reiteradas oportunidades, estoy convencido de que alguno de los trabajos que realizó para La Hacienda la dejó exhausta, pero nunca lo admitió. ¡Sí, sí! Trabajó para nosotros, fue así como nos conocimos. Era la mejor de los conspiradores de su época. Una leyenda para todo aquel que ingresara.

      Calló de repente.

      —¿Qué sucedió? —lo obligué a continuar.

      Con lentitud, se sentó en uno de los sillones que estaban junto a las ventanas.

      —Terminó por convertirse en una leyenda. No hubo médico, fuera o dentro de La Hacienda, que pudiera ayudarla. Juan nació prematuro y su madre falleció al dar a luz. No me quedó más que su recuerdo.

      —Lamento escuchar eso, pero no creo que sea la persona correcta para oírlo.

      —Sí, lo entiendo. A lo que me refiero es que mi hijo siempre tuvo que esforzarse el doble para conseguir lo que pretendía. Siempre fue de ese modo y eso formó su carácter. —Escrutó la noche que avanzaba sobre nosotros, impávida.

      —Algo de eso pude ver cuando lo ayudé en su trabajo. —Lo recordé estricto en todo, alerta a cada momento—. Nunca hubo tiempo para relajarse.

      —Era un pecado para él. Por eso fue una revelación su forma de actuar contra La Hacienda. Cuando se fue detrás de los engendros por su propia cuenta…

      —¿La vez que me obligaron a usar a los seis hermanos? —Sonreí con sarcasmo.

      —Era necesario. Él habría estado de acuerdo. Su vida estaba marcada por los sacrificios. Uno tras otro y aprendió que, para lograr sus metas, debía esforzarse al máximo. —Se cruzó de brazos con tranquilidad, relajado en aquella conversación.

      —Usted tampoco hizo demasiado por demostrarle lo contrario, por lo que veo —sentencié sin miedo—. De lo contrario, ya lo hubiera mencionado.

      —No me juzgues. Hice lo que creí necesario.

      —Las decisiones siempre se argumentan sobre esa base. Algunos no tienen buenos resultados. Así que no le pediré perdón por juzgarlo, ¡claro que lo hago! Lamento si eso le incomoda, pero no creo que sea su caso. Aun así, estoy segura de que puede vivir con ello.

      Me miró en silencio. Pensé que llamaría al guardia por faltarle el respeto. Pero no tenía miedo de enfrentarme a sus matones.

      —Me gusta tu sinceridad —declaró por fin—. Fue una de las razones por las que te mantuvimos en La Hacienda.

      —¿De verdad? Estaba convencida de que era porque Juan dijo que era buena en el trabajo.

      —En realidad, dijo que tenías potencial y para nosotros eso fue suficiente. —Se puso de pie y fue hasta un escritorio limpio y prolijo. Hurgó entre los papeles que había encima y regresó con algo en las manos—. Es un mapa de la ciudad con los puntos donde convergen los engendros. Hay uno a varias cuadras de aquí.

      Me lo entregó.

      —¿Qué son? —Quise saber al mirar los puntos rojos que resaltaban en el papel—. ¿Brujos?

      —Lobizones, en su mayoría. Detectamos que crecen día a día. Algunos puntos se unieron entre ellos y generaron concentraciones mucho mayores.

      —Se preparan para atacar.

      —Es probable y, como te imaginarás, nosotros somos el blanco. Al menos, eso suponen nuestros especialistas.

      —¿Los mismos que detectaron el tsunami de engendros que se alzaron contra el mundo? —ironicé y lo miré directo a los ojos.

      —Hay un grupo que está dispuesto a hablar con nosotros —siguió hablando y eludió mi pregunta—, por eso te llamé. Queremos que negocies con ellos.

      —¿Negociar? —alcé la voz sin darme cuenta—. ¿Desde cuándo La Hacienda negocia con engendros?

      —Laura —cerró los ojos, suspiró y volvió a mirarme—, en otra ocasión no seríamos tan contemplativos con tu arrogancia y con tus continuos planteos; pero son tiempos difíciles y necesitamos a todo nuestro personal disponible para actuar.

      —Gracias

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