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mi infancia, una de las cosas que más me importaba era que mi madre estuviera feliz. Por nada del mundo quería hacerla llorar. Ver las lágrimas de mi madre era la peor de las experiencias, sobre todo si la culpa la tenía yo. Esto ocurría sobre todo cuando papá me llevaba a visitar a escondidas a sus propios padres, a los que mi madre no podía ni ver por cosas que debieron de pasar antes de que yo naciera. Íbamos algún domingo por la mañana, le decíamos que habíamos estado viendo alguna exposición, y en cambio visitábamos a los abuelos. Yo después debía tener mucho cuidado de no meter la pata para que mi madre no se enterara, discutiera con mi padre y se echara a llorar. Las veces que se enteró, me hizo sentir tan culpable como cuando las monjas nos decían que éramos tan malas, tan malas, que por nuestra culpa se acabaría el mundo y se caerían las estrellas del cielo y nos aplastarían a nosotras y a nuestras madres cuando fuéramos al colegio. Así que mi culpa siempre estaba ligada a mi madre, bien fuera por el asunto de las estrellas caídas por mis pecados, bien por haber visitado a los abuelos a los que ella no quería ver ni en pintura.

      Un día, mientras hacía los deberes de sexto de EGB que estaba cursando, el telediario anunció que el presidente del Gobierno había sido asesinado por ETA en Madrid. Su coche había volado por los aires a causa de una bomba que habían colocado en la calle, y había ido a parar a la terraza de un inmueble vecino. Mostraban las imágenes del coche y las fotos de los tres muertos: el presidente Carrero Blanco, su escolta y su chófer. Y decían que se iban a decretar varios días de luto nacional, y que cerrarían las escuelas y los institutos.

      —Alabado sea Dios —dijo mi abuela—. Ya os digo que aquí va a venir otro 36. Esos terroristas la van a joder, como hicieron los anarquistas con la República.

      —Hala, mamá, no exageres —contestó mi madre.

      —Pues vaya —dije yo—. Nos quedaremos sin obra de teatro.

      Llevábamos días y días ensayando la obra de Navidad en el colegio, que aunque no era de monjas, era religioso. El Auto de los Reyes Magos medieval adaptado para que pudiéramos participar la mayoría de las niñas de la clase. Yo era un pastorcillo, y mi madre y mi abuela habían estado trabajando para confeccionarme el traje. Habían comprado tela especial para hacerme un chaleco que imitaba a la piel de un cordero. Y hasta me habían cortado más el pelo para parecer un chico. Y si se decretaba el luto oficial, y no había colegio, tampoco habría teatro. Y eso que la directora había alquilado una sala de cine para representar la obra.

      —Mañana no irás al colegio —sentenció mi madre.

      —¿Y eso por qué? Tengo que ir.

      —Han dicho que hay luto y que no habrá clases. Nos quedaremos todas en casa. Pueden pasar cosas en la calle.

      —¿Y papá?

      —A él no le pasará nada, que trabaja con la policía.

      —Precisamente por eso, mamá. Si han matado al presidente del Gobierno, pueden matar a papá. Tengo miedo.

      —No te preocupes. No le pasará nada. A ver lo que dice cuando venga del trabajo. Allí sabrán bien lo que ha pasado.

      Mi padre era chapista en el Parque Móvil Ministerial, donde arreglaban los coches oficiales y los de la policía. Un coche como los que él solía arreglar había sufrido el atentado. Un conductor del mismo organismo había muerto con el almirante y con su escolta. ¿Y si los terroristas atentaban donde trabajaba mi padre? ¿Y si lo mataban? Aquel fue el primer momento en que sentí miedo por lo que pasaba a mi alrededor. Las caras de mi madre y de mi abuela tampoco ayudaban a tranquilizarme. Me fui a mi habitación y me eché a llorar. Por mi padre y por la obra de teatro que no podríamos hacer. Era 20 de diciembre, y solo quedaban de clase los dos días en los que íbamos a tener fiesta. Y como era una obra de Navidad, no tendría ningún sentido representarla después. Me había costado mucho trabajo aprenderme las frases que tenía que decir el pastorcillo, y ya nunca las podría recitar.

      Aquella también fue la primera frustración importante que viví en los días en los que salí definitivamente de la infancia, incluso de la pubertad. Hasta entonces, el mundo exterior habitaba en los miedos de mi familia y en los telediarios en blanco y negro. Desde ese instante, el mundo empezaba a formar parte también de mi propia vida.

      En mi cuarto hacía frío, así que dejé de llorar para regresar al comedor y al calor de la estufa de petróleo.

      13

      Entro de nuevo en el dormitorio de mis padres con una caja archivador donde tengo intención de meter, sin mirarlos, todos sus documentos, sus papeles, sus fotos, y las cartas que encuentre en sus mesillas de noche. Empiezo la tarea. No quiero leer las cartas escritas con la caligrafía de mi madre, no voy a hacerlo. Desde que murió, cada vez que me encuentro con su letra inglesa, tan bien trazada y cuidada, me pongo a llorar.

      Me encuentro varios pasaportes anudados con una cinta roja. Ahí están los últimos, los penúltimos, los anteriores, y el primero. El primer pasaporte familiar, el que correspondía a mi padre y a mi madre conjuntamente. Lo sacaron para nuestro primer viaje al extranjero. Mi primer viaje en general. Yo tenía dos años y medio y fuimos a casa de mi madrina en Italia. Por aquel entonces, las mujeres casadas no podían tener pasaporte, no fuera a ser que dejaran al marido, se marcharan del país y no volvieran. Así que la foto y los datos de mi madre formaban parte del pasaporte de mi padre, donde también estaba incluida yo. Veo sus rostros en blanco y negro mirando a la cámara con miedo y con ilusión.

      Con ilusión porque iban a salir del país por primera vez.

      Con miedo porque iban a salir del país por primera vez.

      Corría el año 1964 y casi nadie cruzaba la frontera a no ser que fuera a la vendimia a Francia, o a trabajar en Alemania, en Bélgica, en Suiza o en el país vecino. Apenas se salía del país de turismo, y eso por dos razones. La primera era que la gran mayoría de los trabajadores como mi padre no tenían dinero suficiente para viajar. En casa ahorrábamos porque papá tenía dos trabajos, vivíamos en casa de la abuela y no éramos gastadores. La otra razón era que mucha gente creía al pie de la letra lo que se estudiaba en los colegios, que era lo mismo que escuchábamos en el telediario y en el NO-DO hasta la saciedad, y que mi madre repetía una y otra vez.

      —Como en España no se vive en ningún sitio.

      La autarquía obligada de la España de posguerra provocaba que los gobernantes aseguraran que éramos la envidia del resto del mundo y que por eso nos habían dejado solos, y que con lo nuestro teníamos bastante. Según esa teoría que tanto arraigó, en España se comía mejor que en ningún sitio, teníamos el más amable de los climas, éramos la reserva espiritual católica del mundo… Y así se nos decía que éramos los mejores en todos y cada uno de los aspectos de la vida y de la historia. No nos contaban que éramos los más pobres de esta parte de Europa, y casi los únicos en la parte occidental del continente que no podíamos elegir a nuestros próceres. Tampoco nos contaban que las películas que llegaban de América estaban castradas por la férrea censura que prohibía todo lo que oliera a sexo y a crítica social o política. Ni nos decían que el resto del mundo nos miraba con desprecio por ser pobres y por seguir manteniendo una dictadura. Nos habían dejado solos. Los pactos de no intervención por parte de los aliados durante y después de la guerra nos habían aislado más que los Pirineos.

      Mi abuela sabía que en España no vivíamos mejor. Cuando era joven había pasado varios veranos en San Sebastián, de doncella de una familia con posibles, y había ido con su señora alguna que otra vez a San Juan de Luz antes de la guerra, y ya entonces la habían deslumbrado los casinos, los coches y hasta las casetas de baño que jalonaban la playa, donde las señoras se bañaban con menos ropa que a este lado de la frontera.

      Mi padre leía viejos libros que había conservado su padre, y miraba los que traían a escondidas de Alemania y de Francia algunos de sus amigos emigrados. Un par de veces trajo a casa libros extranjeros que le prestaban sus compañeros en alguna de las pocas ocasiones que volvían a la ciudad, donde habían dejado a sus mujeres y a sus hijos. Papá no sabía ni francés ni alemán,

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