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que había crecido mucho y que estaba «muy desarrollada para mi edad», frase que oí mil veces durante mi pubertad, entré con mis padres en la sala, abarrotada de adultos y de jóvenes mayores que yo. Estaba a punto de cumplir los trece años, y aquella era mi primera película de mayores. Hasta entonces, Tarzán en todas sus variedades, y Sor Citroën, Marcelino pan y vino y Fray Escoba habían sido las cintas que había visto en el cine, la mayor parte de las veces con otras niñas del colegio. Entonces, había que tener mucho cuidado en las salas de cine: si tenías la mala suerte de que se sentara a tu lado uno de aquellos hombres que iban a lo que iban, estabas perdida. Tenías que abandonar tu sitio, decirle al acomodador que no te encontrabas bien y que querías un sitio en una esquina, aguantar su sonrisa condescendiente con el tipejo que había intentado meterte mano en las tetas o en la entrepierna, dejar que tu corazón volviera a acompasarse, e intentar ver la película olvidándote del incidente. Y, por supuesto, no contárselo a tus padres bajo ningún concepto: si lo hacías no te dejarían volver jamás al cine con tus amigas.

      —Vaya mierda —pienso en voz alta, mientras recuerdo una vez en la que un tipo puso su mano sobre mi pierna. Se lo dije a mi amiga y ambas nos levantamos y nos marchamos del cine sin decir nada—. Qué asco.

      Me acerco a la nariz la entrada de Jesucristo Superstar. Todavía me parece que huele al ambientador del cine. Fuerte, intenso, rancio como el terciopelo rojo de las butacas. Cada vez que veo una silla tapizada en ese color me viene a la memoria el aroma cerrado y febril de aquellos años en los que todo olía a armario clausurado, atrancado por fuera y por dentro.

      Me veo aquel día sentada entre mi padre y mi madre para mayor seguridad. Enseguida la pantalla y la sala se llenan de música. El desierto. Un autobús. Un grupo de hippies que se bajan de él. En una colina, un negro empieza a cantar «My mind is clearer now». Hay que ver las imágenes y al mismo tiempo leer los subtítulos. Es la primera vez que vemos una película así. Todas las demás habían sido dobladas, conveniente y falsamente dobladas en muchas ocasiones. Me recuerdo tan concentrada como nunca antes había estado. Al rato, una mujer de rasgos asiáticos lava los pies a un hippy rubio y de ojos azules que interpreta a Cristo. Me fascinan todos los personajes. El negro, la china y el americano. La historia la conocemos, así que me concentro en reconocer algunas de las palabras que cantan, en disfrutar de la música y en esperar a ver si el rubio y la oriental se besan, que es lo que estoy deseando ver: en el pobre concepto que tenía yo entonces del cine, una película sin beso no era una película. Pero no, esa vez no llegó. De lo contrario, la censura habría cortado la escena, y la Iglesia habría montado en una cólera aniquiladora.

      —No he entendido el final —les dije a mis padres—. Parece que han dejado al pobre Jesucristo en la cruz, mientras que los demás se van.

      —No, no. Uno de los que sube al autobús cuando terminan es él. Es como si un grupo de actores hubiera estado representando la obra. Es algo así como «teatro dentro del teatro» —me explicó mi padre.

      —Un lío —exclamó mamá—. Yo prefiero que las películas sean claras, que no me hagan pensar. No me gustan las películas que me hacen pensar. Además de pagar por ellas, te hacen trabajar.

      16

      A mí sí que me gustó la película. Mucho. Muchísimo. Tanto que me pedí para mi cumpleaños el disco. Un disco que ponía una y otra vez en el tocadiscos. Me aprendí de memoria todas y cada una de las canciones, aunque aún no había estudiado inglés. Como estaba la traducción en la cubierta, iba leyendo y entendiendo lo que podía. Así que podría decirse que aprendí inglés con Jesucristo, con María Magdalena y sobre todo con Judas, que era mi favorito. Y supongo que también el del autor del musical.

      Por eso no entendía la polémica que se había armado en revistas, periódicos, tertulias, e incluso en el colegio. Especialmente en la clase de Religión.

      —Supongo que ya habréis ido a ver esa película moderna sobre la pasión de Nuestro Señor —nos dijo un día en clase don Rafael, el profesor de religión que era, además, cura.

      La habíamos visto ya casi todas las chicas de la clase.

      —Y ¿qué pensáis? Hay quienes consideran que es una herejía, otros dicen que es racista, otros que es una visión moderna de Cristo.

      —Yo creo que es eso último que ha dicho, don Rafael —contesté yo.

      —¿No te parece que es una herejía sugerir que Cristo tenía relaciones con la pecadora?

      —Pues yo no vi que tuviera más relación que la de amistad con María Magdalena —apostillé. ¡Con las ganas que me había quedado yo del beso que nunca se dan!

      —No hay que fijarse más que en las miradas que intercambian.

      —En él solo hay mirada de piedad, de compasión, de cariño. Nada más.

      —¿Y en ella? —insistía el cura, siempre vestido de negro, con el alzacuellos blanco y las hombreras brillantes y llenas de caspa.

      —Ella está enamorada de él, pero eso no es ningún pecado. —«I don´t know how to love him», decía ella en su canción más importante.

      —Las escrituras no dicen que la ramera esté enamorada de Jesús. Eso es una herejía.

      —No es una herejía —me atreví— amar a alguien que es digno de ser amado. Además, ella no está casada con nadie, ¿por qué no va a querer a un hombre como él?

      Don Rafael se quedó callado, al igual que lo estaban mis compañeras, que asistían impávidas a la discusión que estábamos teniendo el profesor y yo. La verdad era que estaban asombradas porque no se esperaban de mí, que era prudente, estudiosa y un tanto mojigata, que fuera capaz de discutir casi de teología con el reverendo.

      —¿Y qué me decís del racismo que hay a lo largo de toda la película? —intentó don Rafael cambiar de tema.

      —¿Racismo? —Todas nos mirábamos sin entender.

      —Judas es representado por un actor de color —dijo el profesor.

      —¿Y qué? —pregunté yo.

      —¿Cómo que «y qué»? ¿Acaso no es un agravio a toda la raza negra que Judas sea negro? Es un caso de racismo flagrante.

      —¿Racismo? —insistí—. Yo no veo racismo por ningún lado.

      —A lo mejor es que eres una racista.

      —¿Yo, racista yo? —Eso me ofendió sobremanera. Tenía amigos mulatos porque una amiga de mi madre se había casado con un militar americano negro como el tizón.

      —Si te parece bien que Judas sea negro es que eres racista. Es como decir que los negros son traidores y malvados.

      —Lo que me parece racista —dije en el tono más directo y a la vez respetuoso que encontré— es plantearlo. Si usted pensara de verdad que los negros son iguales que los blancos, no plantearía que el hecho de haber elegido un negro para el papel de Judas es un acto de racismo. Yo no me lo planteo. Es negro, ¿y qué más da? Es un hombre. María Magdalena es oriental. ¿Y qué? Es una mujer. Y Cristo es rubio y de ojos azules. ¿Y qué? Es otro hombre, y no creo que hubiera muchos palestinos de pelo y de ojos claros. ¿Nadie se ha planteado eso? El actor es ario, como le gustaban a Hitler. ¿Es por eso la película un alegato nazi? Pues no.

      Don Rafael se quedó callado y se sentó. Se colocó las gafas y nos dijo que estudiáramos un rato. Mi compañera de pupitre me dio un codazo y me guiñó un ojo. Eso quería decir que aprobaba mis palabras, lo que para mí era más importante que si en ese momento me hubieran dicho que tenía poderes especiales para salir volando por la ventana.

      —Mañana tendremos examen —anunció don Rafael.

      —Pero si tenemos ya dos para mañana —replicó una de las chicas que se sentaban en la última fila.

      —Pues así tendréis tres, como tres son las personas de la Santísima

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