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defecto. Acabo de cambiar de móvil y todavía no lo he personalizado. Es mi amiga Sara.

      —Hola, guapa —me dice—. ¿Ya estás en la ciudad? ¿Quedamos a tomar un café? Hace mucho que no nos vemos. Tengo que contarte un cotilleo que te va a encantar.

      Sara siempre ha sido así. Habla y no deja meter baza. Es amiga mía desde los tiempos del último curso del colegio, cuando su familia se trasladó desde el pueblo a vivir a casa de su abuela, en mi barrio.

      —Llegué ayer y me fui directamente al hotel.

      —¿Te has ido a dormir a un hotel teniendo casa y amigas que te podemos hospedar? ¡Qué disparate!

      —Necesitaba estar sola antes de emprender la tarea. Esto es muy duro.

      —Claro que es duro. Dímelo a mí, que he tenido que vaciar tres casas: padre, madre y marido. Por eso mismo, estarías mejor conmigo. Esta tarde te vienes a dormir a mi casa. Los chicos se alegrarán de verte. Eres una especie de hada madrina para ellos, sobre todo para Daniela.

      —Los veré en otro momento, Sara. Hoy me voy a quedar aquí todo el día, y por la noche me iré al hotel. Se me remueven muchas cosas, muchos recuerdos. Prefiero no hablar con nadie.

      —De eso nada. Iré a buscarte cuando salga de trabajar. A las dos me tienes ahí, charlamos, comemos y luego vuelves a tu tarea. Y por la noche puedes elegir: o duermes en una solitaria y triste habitación de hotel, o te quedas en mi casa.

      Miro el reloj. Ya es casi la una de la tarde. He madrugado mucho para que me cunda la mañana, y no he vaciado nada más que dos cajones y una mínima parte del armario de papá.

      —No sé si voy a ser capaz, Sara —le digo—. Hay tantos recuerdos… Cada objeto me lleva a momentos en los que yo también viví aquí. Vaciar esta casa es como vaciarme a mí misma.

      —Vamos, vamos, no te pongas melodramática. A todos nos toca hacerlo. Y a los que no les toca es porque se han muerto antes, así que no te quejes tanto. Te recojo a las dos. Espérame en la puerta, que ya sabes que nunca hay sitio para aparcar.

      Tiene razón Sara: nunca hay sitio para aparcar en mi calle. Tampoco lo había cuando estudiábamos ya en la universidad y ella me venía a recoger para ir juntas a la facultad con su 850 azul de cuatro puertas. Habían vuelto a vivir en el pueblo, que estaba a las afueras y en el que trabajaba los veranos. Con lo que ahorraba se había comprado un coche pequeño de tercera o cuarta mano. Lucía siempre limpísimo y el color hacía juego con sus ojos. O al menos eso me parecía a mí entonces. Su padre las había dejado con una mano delante y otra detrás y se había ido con una señora muy rubia a las islas Canarias.

      Sara. Sara. Sarita. Ella cantaba mejor que nadie. Tenía el pelo largo y liso y vestía blusones anchos y bordados, como Cecilia, la cantante que más nos gustaba en aquellos años, más incluso que Camilo Sesto y que Cat Stevens.

      Vuelvo al dormitorio, saco los cajones que me quedan de las mesillas y los vacío en la bolsa negra sin mirar siquiera su contenido. Saco del armario viejas y nuevas toallas, viejos y nuevos paños de cocina, viejos y nuevos zapatos. Arranco las ropas con furia del que ha sido su hogar durante años. De pequeña me preguntaba a veces si las cosas seguían estando dentro de los armarios y de los cajones cuando los cerrábamos, cuando nadie los veía. Las bragas ordenadas, los calcetines emparejados, ¿seguían allí cuando a su alrededor no había nada más que silencio y oscuridad? Pensaba que eran como los muertos dentro de los ataúdes, que se quedan un tiempo dentro para ir haciéndose más y más pequeños hasta que desaparecen casi por completo. Pero no. No era así con los habitantes de los armarios: todos y cada uno de los calcetines de papá siguen en el sitio donde él los dejó. Y sus corbatas, y sus calzoncillos. Hay algo de sacrílego en tocar los calzoncillos de un padre, aunque sea para meterlos en una bolsa negra, en el agujero negro de la nada. Tal vez sea esa la razón: tirar sus cosas es desprenderse de sus últimos vestigios. De sus últimos suspiros.

      Miro de nuevo el reloj. Son las dos menos cinco. Ya debería estar abajo. Voy al cuarto de baño, me siento en la misma taza en la que tantas y tantas veces me senté para hacer mis necesidades y también para llorar en silencio. Tiro de la cadena. Me miro en el espejo mientras me lavo las manos, y vuelvo a preguntarme dónde está la chica que vivió en esta casa más de veinte años.

      Bajo las escaleras tan deprisa que no llamo a la vecina para decirle que me voy. Me oye y abre la puerta. Oigo su voz cuando estoy en el rellano del primer piso.

      —¿Te vas sin despedirte?

      —Vuelvo después de comer. Me ha llamado una amiga y voy a comer con ella. Voy corriendo, que no puede aparcar.

      —Que te diviertas.

      23

      Cuando llego abajo, hay un coche detrás del de Sarita que está pitando. Hago un gesto de disculpa con las manos, pero el tipo sigue pitando.

      —¡Qué borde ese tío! —Es el saludo de mi amiga.

      —Tendrá prisa —le contesto.

      —Luego nos besamos y abrazamos como se debe. Ahora mejor que nos alejemos de ese energúmeno. Algunos no se han dado cuenta todavía de que ya hace años que estamos en un país civilizado. Venga, date prisa, que te estás mojando.

      Me quedo callada. Ella siempre ha tenido más sentido patriótico que yo.

      —Ya han sacado al tirano del valle —me dice.

      —He visto algo en el móvil —le contesto.

      —Yo lo he estado viendo en directo en la televisión.

      —¿Pero no estabas trabajando?

      —Lo he visto en la pantalla del ordenador del curro. Estábamos todos igual. Muy emocionados. Algunos hasta lloraban.

      —¿De pena o de alegría? —le pregunto.

      —De todo habrá habido. Pero nadie ha dicho ni una palabra.

      —Eso sí que es raro.

      —No creas. Todavía hay cosas de las que no se habla en mi oficina. No se te olvide que trabajo en un organismo público lleno de uniformes. En mi trabajo hay que callar sobre determinados asuntos.

      —O sea, que estamos como cuando éramos pequeñas, y nos decían que había temas de los que no se hablaba porque las paredes oían.

      —Querida, algunas paredes siguen deseando oír. Así que en mi trabajo nadie sabe de qué pie cojeo. O sea, que nadie sabe a qué partido voto, ni si hoy estaba contenta o no.

      —Pues vaya.

      —Así es la vida, amiga mía. En fin. Te voy a llevar a un restaurante nuevo que te va a gustar. Es un vegetariano.

      —Buena idea. Cada vez como menos carne.

      —¿Esa frase es recta o indirecta?

      —¿Qué quieres decir?

      —Que si te refieres a carne de vaca o de humano.

      Me echo a reír. Casi se me había olvidado que Sara pensaba en el sexo constantemente. En su interpretación lingüística, toda frase tenía una razón sexual. Toda mirada iba con segundas intenciones. Según ella, cada acto humano estaba motivado por un deseo desenfrenado hacia el otro. O hacia la otra. Freud habría podido utilizarla de ejemplo para justificar la mayoría de sus teorías.

      —Me refiero a la carne que se come —le aclaro.

      —Toda la carne se come —me contesta mientras echa el freno de mano. Ha encontrado un sitio para estacionar justo al lado de nuestra vieja facultad.

      —Ya me entiendes. Menos carne y más verdura. Esa es mi filosofía últimamente. Paso demasiadas horas sentada. Hago poco ejercicio, así es que intento comer lo más sano que puedo.

      —Pues entonces he acertado al elegir este restaurante. Te va a encantar. Y ahora sí,

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