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volvió después de dejar a las Francesas. Sus tocados eran más discretos y modestos que los de las del Sagrado Corazón, aunque ambos de alas blancas, anchas y que apenas cabían por las puertas. Las Paulas vestían de azul y la trataban muy bien porque era sumisa, cantaba en la iglesia y bordaba divinamente. Eso sí, cuando no se sabía la lección de Historia Sagrada, o de Ciencias Naturales, le daban un bofetón que le dejaba marcados los dedos de sor Presentación, de sor Severiana, de sor Raquel o de sor Alicia, que eran las monjas dedicadas a la educación de las niñas. A mi madre no le gustaba estudiar, así que se distraía con facilidad y, sobre todo, se ponía muy nerviosa cuando tenía que salir y decir la lección en voz alta. Así que de vez en cuando llegaba el temido bofetón de sor Presentación, de sor Severiana, de sor Alicia o el de sor Raquel, que era el peor de todos porque era la que tenía las manos más grandes.

      El miedo y la ansiedad acompañaron a mi madre durante toda su vida. Pero también las enseñanzas de moral católica que le habían inculcado las monjas, y en las que pretendía que yo también me educara. Ella no se daba cuenta de que le habían aniquilado el derecho a pensar, a desear, a darse cuenta de que había más realidades que la suya. Para mi madre, lo que se salía de la norma dictada por las monjas era inmoral, merecía los peores suplicios y quedaba encerrado en el cajón del ostracismo más oscuro.

      Mi madre también era hija única, pero tenía lo que entonces llamaban una «hermana de leche». Mi abuela había amamantado a la hija de una vecina. La niña creció y se convirtió en una joven preciosa a la que su madre viuda mandó a estudiar ballet. Tenían poco dinero y la belleza de la adolescente las debió de sacar de algún que otro apuro. El caso es que tuvo una hija de soltera, y luego otra. Para mi madre, aquello era de tal inmoralidad que dejó de tratarla. Perder la virginidad antes del matrimonio era peor que lanzar una bomba atómica o que delatar a un vecino para quedarse con sus tierras. Las monjas le habían inculcado que ser virgen era el mayor de los tesoros, y que una mujer que se dejaba hacer antes de casarse era una puta, una perdida, una pecadora, alguien con quien no había que hablar.

      Y es que para las monjas, los hombres eran seres puestos en el mundo por el demonio para tentar a las jóvenes inocentes. Había que mantenerse alejadas de ellos. Y si una mujer quería casarse, debía mantener a su prometido lo suficientemente alejado como para que no la tocara más allá de las puntas de los dedos.

      Mi madre había escuchado las palabras de las monjas y las había introducido en su imaginario sin filtrar, sin preguntarse siquiera si tenían razón, si siempre había sido así, si todo el mundo pensaba lo mismo que ellas, si todos los hombres eran tan monstruosos como los pintaban aquellas mujeres.

      Recuerdo que cuando yo era adolescente, y comenzaba a interesarme por los chicos, mi madre me contaba un hecho que me ponía los pelos de punta: a una lejana pariente suya, el novio le había pedido que se acostara con él justo la víspera de la boda. Ella, muy digna, le había dicho que no, que si había esperado hasta entonces, bien podía esperar un día más. El novio se había mostrado satisfecho porque la novia había pasado la prueba a la que la había sometido: tenía las maletas preparadas para marcharse y dejarla plantada en la iglesia si le decía que sí y sucumbía a sus requerimientos. Eso lo contaba mi madre como conducta ejemplar.

      —Los hombres siempre prueban —decía—. Y hay que saber resistirse.

      —¿Y ella se casó con él después de eso?

      —Pues claro. Y bien orgullosa —reconocía mi madre y continuaba con otra frase lapidaria que le gustaba repetir—. Si tu padre me hubiera dejado en la puerta de la iglesia, me habría quedado tan tranquila, porque no me había tocado en los siete años que estuvimos festejando.

      Y, claro, yo me quedaba atónita, e imaginaba la cara de satisfacción de mi madre, vestida con su blanco, inmaculado, puro y decente vestido de novia, pensando que era más importante su virginidad que una vida junto a mi padre, que para mí era el héroe más grande que había dado el universo mundo.

      Pero para mí lo más tremendo no era que el tipo hubiera probado a la novia. Lo peor de todo es que se habían casado al día siguiente y ella no lo había mandado a hacer puñetas, que era lo que él se merecía por cabrón.

      8

      La melodía del teléfono me devuelve al presente. No recuerdo dónde he dejado el bolso. La música me lleva hasta el aparador de la entrada, bajo el gran espejo con marco de madera dorada. Miro la pantalla. El rostro inmóvil de mi hijo me sonríe a todo color. Toco el icono de descolgar.

      —Hola, Roberto. ¿Pasa algo?

      Siempre que me llama alguien de la familia, creo que pasa algo malo que va a requerir mi tiempo y mi atención.

      —No pasa nada, mamá. Solo quería saber cómo estás.

      —Estoy bien. He venido a casa de los abuelos. A recoger. Llegué ayer por la tarde en el tren.

      —¿Estás sola?

      —Sí.

      —¿Y papá?

      —Papá está de viaje.

      —Ya.

      —Ambos tenéis la capacidad de dejarme sola en los momentos en los que más os necesito.

      —Eso suena a reproche.

      —Lo es.

      Me arrepiento inmediatamente de haber dicho esas dos palabras tan breves, pero tan llenas de significado. No debería reprocharle nada a mi hijo. No me debe nada. No me pidió que lo trajera a este mundo.

      —Pues vaya. Siento no estar ahí, mamá —me dice.

      —No te preocupes, Roberto, hijo. No quería decir lo que he dicho.

      —Ya. Habría estado bien que papá estuviera ahí contigo.

      —No pasa nada. Puedo hacerlo yo sola. Me llevaré unas cuantas cosas. Tiraré muchas y regalaré algunas otras. En menos de una semana termino con la faena. Tú y tu padre estaríais de más aquí. Así que no te preocupes. ¿Cómo va todo por ahí?

      «Ahí» es la ciudad de Génova, en Italia, donde mi hijo está cursando su año de Erasmus en la Facultad de Bellas Artes.

      —Bien, mamá. Tutto bene.

      Me río al escuchar su pronunciación de la lengua italiana, incapaz todavía de decir las consonantes dobles como se debe. Pienso que ya no aprenderá y que es tan torpe para las lenguas como su padre.

      —Estupendo. Pásalo bien.

      —Sí, mamá. Y tú no sufras demasiado en esa casa.

      —A la orden. Va bene. Un beso —le digo, y cuelgo.

      Dejo el móvil sobre el mármol del aparador de la entrada. Un mueble de madera color caoba, pretencioso y horrendo, que sustituyó a la consola de forja que formaba parte del conjunto que había estado en la familia desde que se casaron mis padres hasta que mi madre decidió cambiarlo por un mobiliario más moderno. Afortunadamente no regaló todas las piezas: quedaron la percha y una sillita que conseguí salvar y llevarme a mi casa. Porque mi madre regalaba todo. Y lo hacía sin preguntar. Regaló el espejo y la consola de la entrada, pero también la lámpara de techo de mi abuela, y el quinqué de mi mesilla, y mi primer coche…

      Veo que hay agujeros de carcoma en el mueble. Un signo más del paso del tiempo. Imagino los gusanos que entran y salen del aparador alimentándose solamente de la madera. Pienso en su vida triste. Si al menos estuvieran comiendo un mueble hermoso, de madera noble, de algún árbol cortado en algún bosque tropical… Pero no, lo que comen es un aglomerado indigesto de celulosas barnizadas con alguna sustancia que es imposible que sea agradable al paladar de ningún ser vivo. Me pregunto si esos insectos tendrán paladar y serán capaces de distinguir los sabores de los diferentes tipos de madera, ¿habrá sumilleres entre las carcomas? No tengo respuesta, pero imagino que son bichos demasiado simples como para tener tanta sensibilidad cerebral.

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