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se preguntara más de la cuenta.

      Hicimos el camino a casa en silencio. Mi madre, seguramente, iba buscando una posible respuesta que no encontró. Y yo iba pensando que por primera vez me había quedado sin estampa de la Virgen porque la monja había hecho una pregunta que yo no había sabido contestar. Estábamos empatadas.

      Cuando llegamos a casa, me fui directamente a mi cuarto. Oí que mi madre cuchicheaba algo con mi abuela. Probablemente le estaba hablando de mi pregunta. No entendí las palabras que intercambiaron porque hablaban en voz muy baja, como hacían siempre que no querían que yo, o las paredes, escucháramos su conversación. Mamá me había comprado una breva rellena de crema en la pastelería de la señora Nati, que estaba a medio camino entre la escuela y nuestra casa. No lo hacía todas las tardes, las brevas costaban dinero, pero sí de vez en cuando. Normalmente me la comía en la calle, antes de llegar al piso. Pero ese día masticaba tan despacio que la acabé en mi habitación, sentada en la silla que me había hecho mi padre para que pudiera hacer los deberes en el escritorio que había comprado para mí. Era un mueble articulado, con módulos que se podían subir y bajar a diversas alturas. La mesa para escribir estaba entonces a unos ochenta centímetros del suelo, y fue subiendo de posición conforme yo iba creciendo y sabiendo un poco más acerca de José Antonio, de la Falange y del abuelo en blanco y negro que salía mucho en la televisión.

      6

      Papá llegó a casa a las diez, como cada noche, después de trabajar por horas y en negro en el taller de enfrente. Se aseaba en el lavabo del taller para que no le viéramos las manos sucias de grasa. Luego en casa, se las volvía a lavar con unos polvos blancos con los que se las frotaba y frotaba hasta que no quedaba rastro de las seis horas en las que había estado dando martillazos a la chapa de algún coche accidentado. Nunca le vi las manos sucias a mi padre. Tenía la piel fina y las uñas siempre arregladas. Cualquiera que lo viera podía pensar que trabajaba en un banco o en una oficina, a pesar de que nunca ocultaba que era chapista, que arreglaba coches, por la mañana en el Parque Móvil Ministerial, y por la tarde en el taller de Soto, el mejor jefe que se podía tener: le pagaba bien, y además le daba un aguinaldo espectacular por Navidad.

      Esa noche mi madre le contó algo mientras cenaban porque, cuando entró papá en mi habitación para darme las buenas noches, se sentó en mi cama, me removió el pelo y me dijo:

      —Así que en el colegio os enseñan cosas de mayores.

      —¿Cosas de mayores? —pregunté.

      —Lo de la Falange y José Antonio son cosas de mayores.

      —Sor Josefina preguntó y yo no sabía la respuesta. —En el fondo, lo único que me preocupaba era que por primera vez no había sido la más lista de la clase.

      —No deberían hablaros de esas cosas. No —dijo, mientras movía la cabeza.

      Yo sabía que a mi padre no le gustaba el colegio, pero ante el empeño de mi madre, que había sido alumna feliz allí durante la mayoría de sus años escolares, sus ideas y sus deseos no tenían nada que hacer. Mamá se había empecinado en que la niña tenía que ir al mismo colegio que ella. Estaba convencida de que allí me enseñarían a ser una buena chica, además de a bordar, a coser todos los puntos, la vainica, la sencilla y la doble, el nido de abeja y todas esas cosas que nunca aprendí, pero en las que ella era muy hábil. Mi padre hubiera preferido que me educara en un colegio diferente. Pero, según mi madre, no había muchas opciones: la única escuela pública del barrio no tenía buena fama porque a ella iban los niños más pobres y no llevaban uniforme. El otro colegio era del obispado y a él iban muchos gitanos. Y el único laico y con buena fama era el que estaba en medio del Parque, y eso estaba demasiado lejos para hacer cuatro viajes al día. No obstante, la razón principal era que mi padre no quería discutir con mi madre. Si ella deseaba llevarme a su colegio de monjas, mi padre aceptaba sin más. Ponía mala cara, pero callaba. Hacía años que había aprendido que no le quedaba más remedio que aceptar y aguantar: en el trabajo, en casa y en la vida en general.

      —¿Por qué no deberían hablarnos de esas cosas? —le pregunté desde mi curiosidad infantil.

      —Porque estáis en la edad de jugar.

      —Pero al colegio vamos a aprender. Tú quieres que yo aprenda muchas cosas. Siempre me lo dices.

      —Todo a su tiempo. Todo a su tiempo.

      —¿Y por qué lo mataron a José Antonio? ¿Quién lo mató?

      Mi padre no tenía ninguna gana de contarme lo que le había pasado a aquel hombre, así que me dejó con las ganas de saber lo que aprendería años después.

      —Ahora toca dormir. Venga, que mañana hay que madrugar.

      —Yo no tanto como tú.

      Papá se levantaba a las seis cada mañana. A veces me despertaba cuando oía su despertador desde mi habitación. Conocía cada uno de sus sonidos: sus pasos por el pasillo, el motor de su afeitadora eléctrica, el borboteo de la cafetera italiana; de nuevo sus pasos por el pasillo, la puerta del piso que se abría y se cerraba con cuidado. Después de escuchar la rutina de mi padre, me volvía a dormir hasta que venía mamá para despertarme. Había que volver al colegio, a las lecciones de sor Josefina, que nos castigaba, no de rodillas y cara a la pared como era habitual en otros coles, sino a pasar el resto de la clase de pie y con la silla en la cabeza si nos portábamos mal, y que nos daba estampas de la Virgen María si nos sabíamos la lección como a ella le gustaba: de memoria y sin pensar demasiado.

      7

      De memoria y sin pensar demasiado. Así había sido la educación de las niñas durante décadas. Y así había sido la de mi madre, en aquel colegio y en otro al que fue becada durante un año. A ella no le habían enseñado a poner en tela de juicio nada de lo que había a su alrededor. Había nacido un año antes del alzamiento militar del 36, durante la guerra había sido un bebé y su infancia y adolescencia habían transcurrido durante los años más duros de la posguerra. Aquellos años en los que los perdedores no hablaban apenas de la contienda, y cuando lo hacían era en voz muy baja, por si acaso. Las paredes oían, claro que oían. Y las paredes se convertían fácilmente en paredones en los que se seguía fusilando a presos políticos.

      Así es que ella se había criado con el silencio y con el miedo como coordenadas en las que se iba tejiendo su vida. Y en el centro, a modo de vector que señalaba el camino, la religión y la moral católica que no dejaba que se descarriaran sus apacibles ovejas.

      Mamá había ido a dos colegios de monjas. Uno cerca de casa y otro en el centro. La becaron un año en el colegio de las Francesas del Sagrado Corazón. Recuerdo haber pasado junto al viejo edificio y verlo desde el tranvía cuando era pequeña. Lo demolieron en mi adolescencia para dejar paso a un bloque de pisos carísimos y a un centro comercial. Nunca lo vi por dentro, pero mamá tenía muchos recuerdos de aquel lugar. Tenía dos entradas, una para las niñas ricas y otra para las pobres, las que disfrutaban de una beca que les permitía estudiar sin pagar una peseta. Mi madre pertenecía al segundo grupo. Estudiaban en aulas separadas, comían en comedores separados y también jugaban en recreos separados. Las monjas no juntaban a sus niñas queridas con las becarias que podían contagiarles los piojos, la tiña e incluso la tuberculosis. Solo un día a la semana se producía contacto entre unas y otras, un rato, en el recreo. Además, como acto de sublime generosidad, cada niña pobre tenía una niña rica adscrita a modo de madrina, con la que podía hablar ese rato de recreo. Las niñas que disfrutaban de madrinas que vivían en la ciudad recibían regalos muy apetitosos: algo de comida, ropa vieja, jabón… Pero mi madre tuvo la mala suerte de que su rica fuera una interna, una chica de Logroño que no tenía nada que darle: acaso alguna estampa de la Virgen María, que mi madre guardaba en una caja de zapatos junto con recordatorios de primeras comuniones de otras niñas o de parientes. El caso es que las estampas de la Virgen se convirtieron en preciados tesoros para las niñas pobres de la posguerra durante al menos un par de generaciones. Casi tanto como lo fueron el azúcar o el chocolate.

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