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Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
Читать онлайн.Название Colección de Alejandro Dumas
Год выпуска 0
isbn 9788026835875
Автор произведения Alejandro Dumas
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
-No lo creo; sin embargo, creo que corre algún gran peligro del que sólo Vuestra Gracia puede sacarla.
-¿Yo? - exclamó Buckingham-. ¡Bueno, me sentiría muy feliz de servirla para alguna cosa! ¡Hablad! ¡Hablad!
-Tomad esta carta - dijo D’Artagnan.
-¡Esta carta! ¿De quién viene esta carta?
-De Su Majestad, según pienso.
-¡De Su Majestad! - dijo Buckingham palideciendo hasta tal punto que D’Artagnan creyó que iba a marearse.
Y rompió el sello.
-¿Qué es este desgarrón? - dijo mostrando a D’Artagnan un lugar en el que se hallaba atravesada de parte a parte.
-¡Ah, ah! - dijo D’Artagnan-. No había visto eso; es la espada del conde de Wardes la que ha hecho ese hermoso agujero al agujerearme el pecho.
-¿Estáis herido? - preguntó Buckingham rompiendo el sello.
-¡Oh! ¡No es nada! - dijo D’Artagnan-. Un rasguño.
-¡Justo cielo! ¡Qué he leído! - exclamó el duque-. Patrice, quédate aquí, o mejor, reúnete con el rey donde esté, y di a Su Majestad que le suplico humildemente excusarme, pero un asunto de la más alta importancia me llama a Londres. Venid, señor, venid.
Y los dos juntos volvieron a tomar al galope el camino de la capital.
Capítulo 21 La condesa de Winter
Durante el camino, el duque se hizo poner al corriente por D’Artagnan no de cuanto había pasado, sino de lo que D’Artagnan sabía. Al unir lo que había oído salir de la boca del joven a sus recuerdos propios, pudo, pues, hacerse una idea bastante exacta de una situación, de cuya gravedad, por lo demás, la carta de la reina, por corta y poco explícita que fuese, le daba la medida. Pero lo que le extrañaba sobre todo es que el cardenal, interesado como estaba en que aquel joven no pusiera el pie en Inglaterra, no hubiera logrado detenerlo en ruta.
Fue entonces, y ante la manifestación de esta sorpresa, cuando D’Artagnan le contó las precauciones tomadas, y cómo gracias a la abnegación de sus tres amigos, que había diseminado todo ensangrentados en el camino, había llegado a librarse, salvo la estocada que había atravesado el billete de la reina y que había devuelto al señor de Wardes en tan terrible moneda. Al escuchar este relato hecho con la mayor simplicidad, el duque miraba de vez en cuando al joven con aire asombrado, como si no hubiera podido comprender que tanta prudencia, coraje y abnegación hubieran venido a un rostro que no indicaba todavía los veinte años.
Los caballos iban como el viento y en algunos minutos estuvieron a las puertas de Londres. D’Artagnan había creído que al llegar a la ciudad el duque aminoraría la marcha del suyo, pero no fue así: continuó su camino a todo correr, inquietándose poco de si derribaba a quienes se hallaban en su camino. En efecto, al atravesar la ciudad, ocurrieron dos o tres accidentes de este género; pero Buckingham no volvió siquiera la cabeza para mirar qué había sido de aquellos a los que había volteado. D’Artagnan le seguía en medio de gritos que se parecían mucho a maldiciones.
Al entrar en el patio del palacio, Buckingham saltó de su caballo y, sin preocuparse por lo que le ocurriría, lanzó la brida sobre el cuello y se abalanzó hacia la escalinata. D’Artagnan hizo otro tanto, con alguna inquietud más sin embargo, por aquellos nobles animales cuyo mérito había podido apreciar; pero tuvo el consuelo de ver que tres o cuatro criados se habían lanzado de las cocinas y las cuadras y se apoderaban al punto de sus monturas.
El duque caminaba tan rápidamente que D’Artagnan apenas podía seguirlo. Atravesó sucesivamente varios salones de una elegancia de la que los mayores señores de Francia no tenían siquiera idea, y llegó por fin a un dormitorio que era a la vez un milagro de gusto y de riqueza. En la alcoba de esta habitación había una puerta, oculta en la tapicería, que el duque abrió con una llavecita de oro que llevaba colgada de su cuello por una cadena del mismo metal. Por discreción, D’Artagnan se había quedado atrás; pero en el momento en que Buckingham franqueaba el umbral de aquella puerta, se volvió, y viendo la indecisión del joven:
-Venid - le dijo-, y si tenéis la dicha de ser admitido en presencia de Su Majestad, decidle lo que habéis visto.
Alentado por esta invitación, D’Artagnan siguió al duque, que cerró la puerta tras él.
Los dos se encontraron entonces en una pequeña capilla tapizada toda ella de seda de Persia y brocada de oro, ardientemente iluminada por un gran número de bujías. Encima de una especie de altar, y debajo de un dosel de terciopelo azul coronado de plumas btancas y rojas, había un retrato de tamaño natural representando a Ana de Austria, tan perfectamente parecido que D’Artagnan lanzó un grito de sorpresa: se hubiera creído que la reina iba a hablar.
Sobre el altar, y debajo del retrato, estaba el cofre que guardaba los herretes de diamantes.
El duque se acercó al altar, se arrodilló como hubiera podido hacerlo un sacerdote ante Cristo; luego abrió el cofre.
-Mirad - le dijo sacando del cofre un grueso nudo de cinta azul todo resplandeciente de diamantes-. Mirad, aquí están estos preciosos herretes con los que había hecho juramento de ser enterrado. La reina me los había dado, la reina me los pide; que en todo se haga su voluntad, como la de Dios.
Luego se puso a besar unos tras otros aquellos herretes de los que tenía que separarse. De pronto, lanzó un grito terrible.
-¿Qué pasa? - preguntó D’Artagnan con inquietud-. ¿Y qué os ocurre, milord?
-Todo está perdido - exclamó Buckingham, volviéndose pálido como un muerto ; dos de estos herretes faltan, no hay más que diez.
-Milord, ¿los ha perdido o cree que se los han robado?
-Me los han robado - repuso el duque-. Y es el cardenal quien ha dado el golpe. Mirad, las cintas que los sostenían han sido cortadas con tijeras.
-Si milord pudiera sospechar quién ha cometido el robo… Quizá esa persona los tenga aún en sus manos.
-¡Esperad, esperad! - exclamó el duque-. La única vez que me he puesto estos herretes fue en el baile del rey, hace ocho días, en Windsor. La condesa de Winter, con quien estaba enfadado, se me acercó durante ese baile. Aquella reconciliación era una venganza de mujer celosa. Desde ese día no la he vuelto a ver. Esa mujer es un agente del cardenal.
-¡Pero los tiene entonces en todo el mundo! - exclamó D’Artagnan.
-¡Oh, sí sí! - dijo Buckingham, apretando los dientes de cólera-. Sí, es un luchador terrible. Pero, no obstante, ¿cuándo ha de tener lugar ese baile?
-El próximo lunes.
-¡El próximo lunes! Todavía cinco días; es más tiempo del que necesitamos. ¡Patrice! - exclamó el duque, abriendo la puerta de la capilla-. ¡Patrice!
Su ayuda de cámara de confianza apareció.
-¡Mi joyero y mi secretario!
El ayuda de cámara salió con una presteza y un mutismo que probaban el hábito que había contraído de obedecer ciegamente y sin réplica.
Pero aunque fuera el joyero llamado en primer lugar, fue el secretario quien apareció antes. Era muy simple, vivía en palacio. Encontró a Buckingham sentado ante una mesa en su dormitorio y escribiendo algunas órdenes de su propio puño.
-Señor Jackson - le dijo-, vais a daros un paseo hasta casa del lord canciller y decirle que le encargo la ejecución de estas órdenes. Deseo que sean promulgadas al instante.
-Pero, monseñor, si el lord canciller me interroga por los motivos