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bien! Dado que ella ha abandonado Paris y que vos estáis seguro de ello, D’Artagnan, nada me detiene aquí y yo estoy dispuesto a seguiros. Decís que vamos a…

      -A casa de Athos por el momento, y, si queréis venir, os invito a daros prisa, porque hemos perdido ya demasiado tiempo. A propósito, avisad a Bazin.

      -¿Bazin viene con nosotros? - preguntó Aramis.

      -Quizá. En cualquier caso, está bien que por ahora nos siga a casa de Athos.

      Aramis llamó a Bazin, y tras haberle ordenado ir a reunirse con él a casa de Athos, tomando su capa, su espada y sus tres pistolas, y abriendo inútilmente tres o cuatro cajones para ver si encontraba en ellos alguna pistola extraviada, dijo:

      -Partamos, pues.

      Luego, cuando estuvo bien seguro de que aquella búsqueda era superflua, siguió a D’Artagnan, preguntándose cómo era que el joven cadete de los guardias había sabido quién era la mujer a la que él había dado hospitalidad y conociese mejor que él lo que había sido de ella.

      Al salir, Aramis puso su mano sobre el brazo de D’Artagnan y, mirándole fijamente, dijo:

      -¿Vos no habéis hablado de esa mujer a nadie?

      -A nadie en el mundo.

      -¿Ni siquiera a Athos y a Porthos?

      -No les he soplado ni la menor palabra.

      -En buena hora.

      Y tranquilo respecto a este importante punto, Aramis continuó su camino con D’Artagnan, y pronto los dos juntos llegaron a casa de Athos.

      Lo encontraron con su permiso en una mano y la carta del señor de Tréville en la otra.

      -¿Podéis explicarme lo que significa este permiso y esta carta que acabo de recibir? - dijo Athos asombrado.

      «Mi querido Athos: Puesto que vuestra salud lo exige de modo indispensable, quiero que descanséis quince días. Id, pues, a tomar las aguas de Forges o cualquiera otra que os convenga, y restableceros pronto. Vuestro afectísimo Tréville.»

      -Pues bien, ese permiso y esa carta significan que hay que seguirme, Athos.

      -¿A las aguas de Forges?

      -Allí o a otra parte. -¿Para servicio del rey?

      -Del rey o de la reina. ¿No somos servidores de Sus Majestades?

      En aquel momento entró Porthos.

      -¡Pardiez! - dijo-. Vaya cosa más extraña. ¿Desde cuándo entre los mosqueteros se concede a la gente permisos sin que los pidan?

      -Desde que tienen amigos que los piden para ellos - dijo D’Artagnan.

      -¡Ah, ah! - dijo Porthos-. Parece que hay novedades.

      -Sí, nos vamos - dijo Aramis.

      -¿Adónde? - preguntó Porthos.

      -A fe que no sé nada - dijo Athos ; pregúntaselo a D’Artagnan.

      -A Londres, señores - dijo D’Artagnan.

      -¡A Londres! - exclamó Porthos-. ¿Y qué vamos a hacer nosotros en Londres?

      -Eso es lo que no puedo deciros, señores, y tenéis que fiaros de mí.

      -Pero para ir a Londres - añadió Porthos-, se necesita dinero, y yo no lo tengo.

      -Ni yo - dijo Aramis.

      -Ni yo - dijo Athos.

      -Yo lo tengo - prosiguió D’Artagnan sacando su tesoro de su bolso y depositándolo sobre la mesa-. En esa bolsa hay trescientas pistolas; tomemos cada uno setenta y cinco; es más de lo que se necesita para ir a Londres y volver. Además, estad tranquilos, no todos llegaremos a Londres.

      -Y eso ¿por qué?

      -Porque según todas las probabilidades, habrá alguno de nosotros que se quede en el camino.

      -¿Es acaso una campaña lo que emprendemos?

      -Y de las más peligrosas, os lo advierto.

      -¡Vaya! Pero dado que corremos el riesgo de hacernos matar - dijo Porthos-, me gustaría saber por qué al menos.

      -Lo sabrás más adelante - dijo Athos.

      -Sin embargo - dijo Aramis-, yo soy de la opinión de Porthos.

      -¿Suele el rey rendiros cuenta? No, os dice buenamente: Señores se pelea en Gascuña o en Flandes, id a batiros; y vos vais. ¿Por qué? No os preocupáis siquiera.

      -D’Artagnan tiene razón - dijo Athos-, aquí están nuestros tres permisos que proceden del señor de Tréville, y ahí hay trescientas pistolas que vienen de no sé dónde. Vamos a hacernos matar allí donde se nos dice que vayamos. ¿Vale la vida la pena de hacer tantas preguntas? D’Artagnan, yo estoy dispuesto a seguirte.

      -Y yo también - dijo Porthos.

      -Y yo también - dijo Aramis-. Además, no me molesta dejar París. Necesito distracciones.

      -¡Pues bien, tendréis distracciones, señores, estad tranquilos! - dijo D’Artagnan.

      -Y ahora, ¿cuándo partimos? - dijo Athos.

      -Inmediatamente - respondió D’Artagnan ; no hay un minuto que perder.

      -¡Eh, Grimaud, Planchet, Mosquetón, Bazin! - gritaron los cuatro jóvenes llamando a sus lacayos-. Dad grasa a nuestras botas y traed los caballos de palacio.

      En efecto, cada mosquetero dejaba en el palacio general, como en un cuartel, su caballo y el de su criado.

      Planchet, Grimaud, Mosquetón y Bazin partieron a todo correr.

      -Ahora, establezcamos el plan de campaña - dijo Porthos-. ¿Dónde vamos primero?

      -A Calais - dijo D’Artagnan ; es la línea más recta para llegar a Londres.

      -¡Bien! - dijo Porthos-. Mi opinión es ésta.

      -Habla.

      -Cuatro hombres que viajan juntos serían sospechosos; D’Artagnan nos dará a cada uno sus instrucciones, yo partiré delante por la ruta de Boulogne para aclarar el camino; Athos partirá dos horas después por la de Amiens; Aramis nos seguirá por la de Noyon; en cuanto a D’Artagnan, partirá por la que quiera, con los vestidos de Planchet, mientras Planchet nos seguirá vestido de D’Artagnan y con el uniforme de los guardias.

      -Señores - dijo Athos-, mi opinión es que no conviene meter para nada lacayos en un asunto semejante; un secreto puede ser traicionado por azar por gentileshombres, pero es casi siempre vendido por lacayos.

      -El plan de Porthos me parece impracticable - dijo D’Artagnan-, porque yo mismo ignoro qué instrucciones puedo daros. Yo soy portador de una carta, eso es todo. No la sé y por tanto no puedo hacer tres copias de esa carta, puesto que está sellada; en mi opinión, hay que viajar en compañía. Esa carta está aquí, en mi bolsillo - y mostró el bolsillo en que estaba la carta-. Si muero, uno de vosotros la cogerá y continuaréis la ruta; si éste muere, le tocará a otro, y así sucesivamente; con tal que uno solo llegue, se habrá hecho lo que había que hacer.

      -¡Bravo, D’Artagnan! Tu opinión es la mía - dijo Athos-. Además, hay que ser consecuente: voy a tomar las aguas, vosotros me acompañáis; en lugar de Forges, voy a tomar baños de mar: soy libre. Si se nos quiere detener, muestro la carta del señor de Tréville, y vosotros mostráis vuestros permisos; si se nos ataca, nosotros nos defenderemos; si se nos juzga, defenderemos erre que erre que no teníamos otra intención que meternos cierto número de veces en el mar; darían buena cuenta de cuatro hombres aislados, mientras que cuatro hombres juntos son una tropa. Armaremos a los cuatro lacayos de pistolas y mosquetones; si se envía un ejército contra nosotros, libraremos batalla, y el superviviente, como ha dicho D’Artagnan, llevará la carta.

      -Bien dicho - exclamó Aramis ; no hablas con frecuencia, Athos, pero cuando

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