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la señora Bonacieux, con viva emoción-, en mi nombre, os lo suplico. Pero escuchemos, me parece que hablan de mí.

      D’Artagnan se acercó a la ventana y prestó oído.

      El señor Bonacieux había abierto su puerta, y al ver la habitación vacía, había vuelto junto al hombre de la capa al que había dejado solo un instante.

      -Se ha marchado - dijo-. Habrá vuelto al Louvre.

      -¿Estáis seguro - respondió el extranjero - de que no ha sospechado de las intenciones con que habéis salido?

      -No respondió Bonacieux con suficiencia-. Es una mujer demasiado superficial.

      -El cadete de los guardias, ¿está en su casa?

      -No lo creo; como veis, su postigo está cerrado y no se ve brillar ninguna luz a través de las rendijas.

      -Es igual, habría que asegurarse.

      -¿Cómo?

      -Yendo a llamar a su puerta.

      -Preguntaré a su criado.

      -Id.

      Bonacieux regresó a su casa, pasó por la misma puerta que acababa de dar paso a los dos fugitivos, subió hasta el rellano de D’Artagnan y llamó.

      Nadie respondió. Porthos, para dárselas de importante, había tomado prestado aquella tarde a Planchet. En cuanto a D’Artagnan, tenía mucho cuidado con dar la menor señal de existencia.

      En el momento en que el dedo de Bonacieux resonó sobre la puerta, los dos jóvenes sintieron saltar sus corazones.

      -No hay nadie en su casa - dijo Bonacieux.

      -No importa, volvamos a la vuestra, estaremos más seguros que en el umbral de una puerta.

      -¡Ay, Dios mío! - murmuró la señora Bonacieux-. No vamos a oír nada.

      -Al contrario - dijo D’Artagnan - les oiremos mejor. D’Artagnan levantó las tres o cuatro baldosas que hacían de su habitación otra oreja de Dionisio, extendió un tapiz en el suelo, se puso de rodillas a hizo señas a la señora Bonacieux de inclinarse, como él hacía, hacia la abertura. - ¿Estáis seguro de que no hay nadie? - dijo el desconcido.

      -Respondo de ello - dijo Bonacieux.

      -¿Y pensáis que vuestra mujer… ?

      -Ha vuelto al Louvre.

      -¿Sin hablar con nadie más que con vos?

      -Estoy seguro.

      -Es un punto importante, ¿comprendéis?

      -Entonces, ¿la noticia que os he llevado tiene un valor… ?

      -Muy grande, mi querido Bonacieux, no os lo oculto.

      -Entonces, ¿el cardenal estará contento conmigo?

      -No lo dudo.

      -¡El gran cardenal!

      -¿Estáis seguro de que en su conversación con vos vuestra mujer no ha pronunciado nombres propios?

      -No lo creo.

      -¿No ha nombrado ni a la señora de Chevreuse, ni al señor de Buckingham,ni a la señora de Vernel?

      -No, ella me ha dicho sólo que queria enviarme a Londres para servir a los intereses de una persona ilustre.

      -¡Traidor! - murmuró la señora Bonacieux.

      -¡Silencio! - dijo D Artagnan cogiéndole una mano que ella le abandonó sin pensar.

      -No importa - continuó el hombre de la capa-. Sois un necio por no haber fingido aceptar el encargo, ahora tendríais la carta; el Estado al que se amenaza estaría a salvo, y vos…

      -¿Y yo?

      -Pues bien, vos , el cardenal os daría títulos de nobleza…

      -¿Os lo ha dicho?

      -Sí, yo sé que quería daros esa sorpresa.

      -Estad tranquilo - prosiguió Bonacieux-. Mi mujer me adora, todavía hay tiempo.

      -¡Imbécil! - murmuró la señora Bonacieux.

      -¡Silencio! - dijo D’Artagnan, apretándole más fuerte la mano.

      -¿Cómo que aún hay tiempo? - prosiguió el hombre de la capa.

      -Vuelvo al Louvre, pregunto por la señora Bonacieux, le digo que lo he pensado, que me hago cargo del asunto, obtengo la carts y corro adonde el cardenal.

      -¡Bien! Id deprisa; yo volveré pronto para saber el resultado de vuestra gestión.

      El desconocido salió.

      -¡Infame! - dijo la señora Bonacieux, dirigiendo todavía este epíteto a su marido.

      -¡Silencio! - repitió D’Artagnan apretándole la mano más fuertemente aún.

      Un aullido terrible interrumpió entonces las reflexiones de D’Artagnan y de la señora Bonacieux. Era su marido, que se había percatado de la desaparición de su bolsa y que maldecía al ladrón.

      -¡Oh, Dios mío! - exclamó la señora Bonacieux-. Va a alborotar a todo el barrio.

      Bonacieux chilló mucho tiempo; pero como semejantes gritos, dada su frecuencia, no atraían a nadie en la calle des Fossoyeurs y, como por otra parte la casa del mercero tenía desde hacía algún tiempo mala fama al ver que nadie acudía salió gritando, y se oyó su voz que se alejaba en dirección de la calle du Bac.

      -Y ahora que se ha marchado, os toca alejaros a vos - dijo la señora Bonacieux-. Valor, pero sobre todo prudencia, y pensad que os debéis a la reina.

      -¡A ella y a vos! - exclamó D’Artagnan-. Estad tranquila, bella Constance volveré digno de su reconocimiento; pero ¿volveré tan digno de vuestro amor?

      La joven no respondió más que con el vivo rubor que coloreó sus mejillas. Algunos instantes después, D’Artagnan salía a su vez, envuelto, él también, en una gran capa que alzaba caballerosamente la vaina de una larga espada.

      La señora Bonacieux le siguió con los ojos, con esa larga mirada de amor con que la mujer acompaña al hombre del que se siente amar; pero cuando hubo desaparecido por la esquina de la calle, cayó de rodillas y, uniendo las manos, exclamó:

      -¡Oh, Dios mío! ¡Proteged a la reina, protegedme a mí!

      Capítulo 19 Plan de campaña

      Índice

      D’Artagnan se dirigió directamente a casa del señor de Tréville. Había pensado que, en pocos minutos, el cardenal sería advertido por aquel maldito desconocido que parecía ser su agente, y pensaba con razón que no había un instante que perder.

      El corazón del joven desbordaba de alegría. Ante él se presentaba una ocasión en la que había a la vez gloria que adquirir y dinero que ganar, y como primer aliento acababa de acercarle a una mujer a la que adoraba. Este azar, de golpe, hacía por él más que lo que hubiera osado pedir a la Providencia.

      El señor de Tréville estaba en su salón con su corte habitual de gentileshombres. D’Artagnan, a quien se conocía como familiar de la casa, fue derecho a su gabinete y le avisó de que le esperaba para una cosa importante.

      D’Artagnan estaba allí hacía apenas cinco minutos cuando el señor de Tréville entró. A la primera ojeada y ante la alegría que se pintó sobre su rostro, el digno capitán comprendió que efectivamente pasaba algo nuevo.

      Durante todo el camino, D’Artagnan se había preguntado si se confiaría al señor de Tréville o si solamente le pediría concederle carta blanca para un asunto secreto. Pero el señor de Tréville había sido siempre tan perfecto para él, era tan adicto al rey y a la reina, odiaba

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