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- dijo D’Artagnan-, y espero que me perdonéis por haberos molestado cuando sepáis el importante asunto de que se trata.

      -Decid entonces, os escucho.

      -No se trata de nada menos - dijo D’Artagnan bajando la voz - que del honor y quizá de la vida de la reina.

      -¿Qué decís? - preguntó el señor de Tréville mirando en torno suyo si estaban completamente solos y volviendo a poner su mirada interrogadora en D’Artagnan.

      -Digo, señor, que el azar me ha hecho dueño de un secreto…

      -Que yo espero que guardaréis, joven, por encima de vuestra vida.

      -Pero que debo confiaros a vos, señor, porque sólo vos podéis ayudarme en la misión que acabo de recibir de Su Majestad.

      -¿Ese secreto es vuestro?

      -No, señor, es de la reina.

      -¿Estáis autorizado por Su Majestad para confiármelo?

      -No, señor, porque, al contrario, se me ha recomendado el más profundo misterio.

      -¿Por qué entonces ibais a traicionarlo por mí?

      -Porque ya os digo que sin vos no puedo nada y porque tengo miedo de que me neguéis la gracia que vengo a pediros si no sabéis con qué objeto os lo pido.

      - Guardad vuestro secreto, joven, y decidme lo que deseáis.

      -Deseo que obtengáis para mí, del señor des Essarts, un permiso de quince días.

      -¿Cuándo?

      -Esta misma noche.

      -¿Abandonáis Paris?

      -Voy con una misión.

      -¿Podéis decirme adónde?

      -A Londres.

      -¿Está alguien interesado en que no lleguéis a vuestra meta?

      -El cardenal, según creo, daría todo el oro del mundo por impedirme alcanzarlo.

      -¿Y vais solo?

      -Voy solo.

      -En ese caso, no pasaréis de Bondy. Os lo digo yo, palabra de Tréville.

      -¿Por qué?

      -Porque os asesinarán.

      -Moriré cumpliendo con mi deber.

      -Pero vuestra misión no será cumplida.

      -Es cierto - dijo D’Artagnan.

      -Creedme - continuó Tréville-, en las empresas de este género hay que ser cuatro para que llegue uno.

      -¡Ah!, tenéis razón, señor! – dijo D’Artagnan-. Vos conocéis a Athos, Porthos y Aramis y vos sabéis si puedo disponer de ellos.

      -¿Sin confiarles el secreto que yo no he querido saber?

      -Nos hemos jurado, de una vez por todas, confianza ciega y abnegación a toda prueba; además, podéis decirles que tenéis toda vuestra confianza en mí, y ellos no serán más incrédulos que vos.

      -Puedo enviarles a cada uno un permiso de quince días, eso es todo: a Athos, a quien su herida hace siempre sufrir, para ir a tomar las aguas de Forges; a Porthos y a Aramis para que acompañen a su amigo, a quien no quieren abandonar en una situación tan dolorosa. El envío de su permiso será la prueba de que autorizo su viaje.

      -Gracias, señor, sois cien veces bueno.

      -Id a buscarlos ahora mismo, y que se haga todo esta noche. ¡Ah!, y lo primero escribid vuestra petición al señor Des Essarts. Quizá tengáis algún espía a vuestros talones, y vuestra visita, que en tal caso ya es conocida del cardenal, será legitimada de este modo.

      D’Artagnan formuló aquella solicitud, y el señor de Tréville, al recibirla en sus manos, aseguró que antes de las dos de la mañana los cuatro permisos estarían en los domicilios respectivos de los viajeros.

      -Tened la bondad de enviar el mío a casa de Athos - dijo D’Artagnan-. Temo que de volver a mi casa tenga algún mal encuentro.

      -Estad tranquilo. ¡Adiós, y buen viaje! A propósito - dijo el señor de Tréville llamándole.

      D’Artagnan volvió sobre sus pasos.

      -¿Tenéis dinero?

      D’Artagnan hizo sonar la bolsa que tenía en su bolsillo.

      -¿Bastante? - preguntó el señor de Tréville.

      -Trescientas pistolas.

      -Está bien, con eso se va al fin del mundo; id pues.

      D’Artagnan saludó al señor de Tréville, que le tendió la mano; D’Artagnan la estrechó con un respeto mezclado de gratitud. Desde que había llegado a Paris, no había tenido más que motivos de elogio para aquel hombre excelente a quien siempre había encontrado digno, leal y grande.

      Su primera visita fue para Aramis; no había vuelto a casa de su amigo desde la famosa noche en que había seguido a la señora Bonacieux. Hay más: apenas había visto al joven mosquetero, y cada vez que lo había vuelto a ver, había creído observar una profunda tristeza en su rostro.

      Aquella noche, Aramis velaba, sombrío y soñador; D’Artagnan le hizo algunas preguntas sobre aquella melancolía profunda; Aramis se excusó alegando un comentario del capítulo dieciocho de San Agustín que tenía que escribir en latín para la semana siguiente, y que le preocupaba mucho.

      Cuando los dos amigos hablaban desde hacía algunos instantes, un servidor del señor de Tréville entró llevando un sobre sellado.

      -¿Qué es eso? - preguntó Aramis.

      -El permiso que el señor ha pedido - respondió el lacayo.

      -Yo no he pedido ningún permiso.

      -Callaos y tomadlo - dijo D’Artagnan-. Y vos, amigo mío, tomad esta media pistola por la molestia; le diréis al señor de Tréville que el señor Aramis se lo agradece sinceramente. Idos.

      El lacayo saludó hasta el suelo y salió.

      -¿Qué significa esto? - preguntó Aramis.

      -Coged lo que os hace falta para un viaje de quince días y seguidme.

      -Pero no puedo dejar Paris en este momento sin saber…

      Aramis se etuvo.

      -Lo que ha pasado con ella, ¿no es eso? - continuó D’Artagnan.

      -¿Quién? - prosiguió Aramis.

      -La mujer que estaba aquí, la mujer del pañuelo bordado.

      -¿Quién os ha dicho que aquí había una mujer? - replicó Aramis tornándose pálido como la muerte.

      -Yo la vi.

      -¿Y sabéis quién es?

      -Creo sospecharlo al menos.

      -Escuchad - dijo Aramis-, puesto que sabéis tantas cosas, ¿sabéis qué ha sido de esa mujer?

      -Presumo que ha vuelto a Tours.

      -¿A Tours? Sí, eso puede ser, la conocéis. Pero ¿cómo ha vuelto a Tours sin decirme nada?

      -Porque temió ser detenida.

      -¿Cómo no me ha escrito?

      -Porque temió comprometeros.

      -¡D’Artagnan, me devolvéis la vida! - exclamó Aramis-. Me creía despreciado, traicionado. ¡Estaba tan contento de volverla a ver! Yo no podía creer que arriesgase su libertad por mí, y sin embargo, ¿por qué causa habrá vuelto a Paris?

      -Por la causa que hoy nos hace ir a Inglaterra.

      -¿Y cuál es esa causa? - preguntó Aramis.

      -La sabréis un día, Aramis; por el momento, yo imitaré la discreción

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