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Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
Читать онлайн.Название Colección de Alejandro Dumas
Год выпуска 0
isbn 9788026835875
Автор произведения Alejandro Dumas
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
La víspera apenas si se habían visto en el puesto del suizo Germain, donde D’Artagnan la había hecho llamar. La prisa que tenía la joven por llevar a la reina la excelente noticia del feliz retorno de su mensajero hizo que los dos amantes apenas cambiaran algunas palabras. D’Artagnan siguió, pues, a la señora Bonacieux movido por un doble sentimiento: el amor y la curiosidad. Durante todo el camino, y a medida que los corredores se hacían más desiertos, D’Artagnan quería detener a la joven, cogerla, contemplarla, aunque no fuera más que un instante; pero vivaz como un pájaro, se deslizaba siempre entre sus manos, y cuando él quería hablar, su dedo puesto en su boca con un leve gesto imperativo lleno de encanto le recordaba que estaba bajo el imperio de una potencia a la que debía obedecer ciegamente, y que le prohibía incluso la más ligera queja; por fin, tras un minuto o dos de vueltas y revueltas, la señora Bonacieux abrió una puerta a introdujo al joven en un gabinete completamente oscuro. Allí le hizo una nueva señal de mutismo, y abriendo una segunda puerta oculta por una tapicería cuyas aberturas esparcieron de pronto viva luz, desapareció.
D’Artagnan permaneció un instante inmóvil y preguntándose dónde estaba, pero pronto un rayo de luz que penetraba por aquella habitación, el aire cálido y perfumado que llegaba hasta él, la conversación de dos o tres mujeres, en lenguaje a la vez respetuoso y elegante, la palabra Majestad muchas veces repetida, le indicaron claramente que estaba en un gabinete contiguo a la habitación de la reina.
El joven permaneció en la sombra y esperó.
La reina se mostraba alegre y feliz, lo cual parecía asombrar a las personas que la rodeaban y que tenían por el contrario la costumbre de verla casi siempre preocupada. La reina achacaba aquel sentimiento gozoso a la belleza de la fiesta, al placer que le había hecho experimentar el baile, y como no está permitido contradecir a una reina, sonría o llore, todos ponderaban la galantería de los señores regidores del Ayuntamiento de Paris.
Aunque D’Artagnan no conociese a la reina, distinguió su voz de las otras voces, en primer lugar por un ligero acento extranjero, luego por ese sentimiento de dominación, impreso naturalmente en todas las palabras soberanas. La oyó acercarse y alejarse de aquella puerta abierta, y dos o tres veces vio incluso la sombra de un cuerpo interceptar la luz.
Finalmente, de pronto, una mano y un brazo adorables de forma y de blancura pasaron a través de la tapicería; D’Artagnan comprendió que aquella era su recompensa: se postró de rodillas, cogió aquella mano y apoyó respetuosamente sus labios; luego aquella mano se retiró dejando en las suyas un objeto que reconoció como un anillo; al punto la puerta volvió a cerrarse y D’Artagnan se encontró de nuevo en la más completa oscuridad.
D’Artagnan puso el anillo en su dedo y esperó otra vez; era evidente que no todo había terminado aún. Después de la recompensa de su abnegación venía la recompensa de su amor. Además, el ballet había acabado, pero la noche apenas había comenzado: se cenaba a las tres y el reloj de Saint Jean hacía algún tiempo que había tocado ya las dos y tres cuartos.
En efecto, poco a poco el ruido de las voces disminuyó en la habitación vecina; se las oyó alejarse; luego, la puerta del gabinete donde estaba D’Artagnan se volvió a abrir y la señora Bonacieux se adelantó.
-¡Vos por fin! - exclamó D’Artagnan.
-¡Silencio! - dijo la joven, apoyando su mano sobre los labios del joven-. ¡Silencio! E idos por donde habéis venido.
-Pero ¿cuándo os volveré a ver? - exclamó D’Artagnan.
-Un billete que encontraréis al volver a vuestra casa lo dirá. ¡Marchaos, marchaos!
Y con estas palabras abrió la puerta del corredor y empujó a D’Artagnan fuera del gabinete.
D’Artagnan obedeció cómo un niño, sin resistencia y sin opción alguna, lo que prueba que estaba realmente muy enamorado.
Capítulo 23 La cita
D’Artagnan volvió a su casa a todo correr, y aunque eran más de las tres de la mañana y aunque tuvo que atravesar los peores barrios de Paris, no tuvo ningún mal encuentro. Ya se sabe que hay un dios que vela por los borrachos y los enamorados.
Encontró la puerta de su casa entreabierta, subió su escalera, y llamó suavemente y de una forma convenida entre él y su lacayo. Planchet, a quien dos horas antes había enviado del palacio del Ayuntamiento recomendándole que lo esperase, vino a abrirle la puerta.
-¿Alguien ha traído una carta para mî? - preguntó vivamente D’Artagnan.
-Nadie ha traído ninguna carta, señor - respondió Planchet ; pero hay una que ha venido totalmente sola.
-¿Qué quieres decir, imbécil?
-Quiero decir que al volver, aunque tenía la llave de vuestra casa en mi bolsillo y aunque esa llave no me haya abandonado, he encontrado una carta sobre el tapiz verde de la mesa, en vuestro dormitorio.
-¿Y dónde está esa carta?
-La he dejado donde estaba, señor. No es natural que las cartas entren así en casa de las gentes. Si la ventana estuviera abierta, o solamente entreabierta, no digo que no; pero no, todo estaba herméticamente cerrado. Señor, tened cuidado, porque a buen seguro hay alguna magia en ella.
Durante este tiempo, el joven se había lanzado a la habitación y abierto la carta; era de la señora Bonacieux y estaba concebida en estos términos:
«Hay vivos agradecimientos que haceros y que transmitiros.
Estad esta noche hacia las diez en Saint Cloud, frente al pabellón que se alza en la esquina de la casa del señor D’Estrées.
C. B.»
Al leer aquella carta, D’Artagnan sentía su corazón dilatarse y encogerse con ese dulce espasmo que tortura y acaricia el corazón de los amantes.
Era el primer billete que recibía, era la primera cita que se le concedía. Su corazón, henchido por la embriaguez de la alegría, se sentía presto a desfallecer sobre el umbral de aquel paraíso terrestre que se llamaba el amor.
-¡Y bien, señor! - dijo Planchet, que había visto a su amo enrojecer y palidecer sucesivamente-. ¿No es justo lo que he adivinado y que se trata de algún asunto desagradable?
-Te equivocas, Planchet - respondió D’Artagnan-, y la prueba es que ahí tienes un escudo para que bebas a mi salud.
-Agradezco al señor el escudo que me da, y le prometo seguir exactamente sus instrucciones; pero no es menos cierto que las cartas que entran así en las casas cerradas…
-Caen del cielo, amigo mío, caen del cielo.
-Entonces, ¿el señor está contento? - preguntó Planchet.
-¡Mi querido Planchet, soy el más feliz de los hombres!
-¿Puedo aprovechar la felicidad del señor para irme a acostar?
-Sí, vete.
-Que todas las bendiciones del cielo caigan sobre el señor, pero no es menos cierto que esa carta…
Y Planchet se retiró moviendo la cabeza con aire de duda que no había conseguido borrar enteramente la liberalidad de D’Artagnan.
Al quedarse solo, D’Artagnan leyó y releyó su billete, luego besó y volvió a besar veinte veces aquellas líneas trazadas por la mano de su bella amante. Finalmente se acostó, se durmió y tuvo sueños dorados.
A las siete de la mañana