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      -¡Ah, señor! - dijo Planchet al divisar a D’Artagnan-. ¡Qué contento estoy de verle!

      -¿Y eso por qué, Planchet? - preguntó el oven.

      -¿Confiáis en el señor Bonacieux, nuestro huésped?

      -¿Yo? Lo menos del mundo.

      -¡Oh, hacéis bien, señor!

      -Pero ¿a qué viene esa pregunta?

      -A que mientras hablabais con él, yo os observaba sin escucharos; señor, su rostro ha cambiado dos o tres veces de color.

      -¡Bah!

      -El señor no ha podido notarlo, preocupado como estaba por la carta que acababa de recibir; pero, por el contrario, yo, a quien la extraña forma en que esa carta había llegado a la casa había puesto en guardia no me he perdido ni un solo gesto de su fisonomía.

      -¿Y cómo la has encontrado?

      -Traidora señor.

      -¿De verdad?

      -Además, tan pronto como el señor le ha dejado y ha desaparecido por la esquina de la calle, el señor Bonacieux ha cogido su sombrero, ha cerrado su puerta y se ha puesto a correr en dirección contraria.

      -En efecto, tienes razón, Planchet, todo esto me parece muy sospechoso, y estáte tranquilo, no le pagaremos nuestro alquiler hasta que la cosa no haya sido categóricamente explicada.

      -El señor se burla, pero ya verá.

      -¿Qué quieres, Planchet? Lo que tenga que ocurrir está escrito.

      -¿El señor no renuncia entonces a su paseo de esta noche?

      -Al contrario, Planchet, cuanto más moleste al señor Bonacleux, tanto más iré a la cita que me ha dado esa carta que tanto lo inquieta.

      -Entonces, si la resolución del señor…

      -Inquebrantable, amigo mío; por tanto, a las nueves estate preparado aquí, en el palacio; yo vendré a recogerte.

      Planchet, viendo que no había ninguna esperanza de hacer renunciar a su amo a su proyecto, lanzó un profundo suspiro y se puso a almohazar al tercer caballo.

      En cuanto a D’Artagnan, como en el fondo era un muchacho lleno de prudencia, en lugar de volver a su casa, se fue a cenar con aquel cura gascón que, en los momentos de penuria de los cuatro amigos, les había dado un desayuno de chocolate.

      Capítulo 24 El pabellón

      Índice

      A las nueve, D’Artagnan estaba en el palacio de los Guardias; encontró a Planchet armado. El cuarto caballo había llegado.

      Planchet estaba armado con su mosquetón y una pistola.

      D’Artagnan tenía su espada y pasó dos pistolas a su cintura, luego los dos montaron cada uno en un caballo y se alejaron sin ruido. Hacía noche cerrada, y nadie los vio salir. Planchet se puso a continuación de su amo, y marchó a diez pasos tras él.

      D’Artagnan cruzó los muelles, salió por la puerta de la Conférence y siguió luego el camino, más hermoso entonces que hoy, que conduce a Saint Cloud.

      Mientras estuvieron en la ciudad, Planchet guardó respetuosamente la distancia que se había impuesto; pero cuando el camino comenzó a volverse más desierto y más oscuro, fue acercándose lentamente; de tal modo que cuando entraron en el bosque de Boulogne, se encontró andando codo a codo con su amo. En efecto, no debemos disimular que la oscilación de los corpulentos árboles y el reflejo de la luna en los sombríos matojos le causaban viva inquietud. D’Artagnan se dio cuenta de que algo extraordinario ocurría en su lacayo.

      -¡Y bien, señor Planchet! - le preguntó-. ¿Nos pasa algo?

      -¿No os parece, señor, que los bosques son como iglesias?

      -¿Y eso por qué, Planchet?

      -Porque tanto en éstas como en aquéllos nadie se atreve a hablar en voz alta.

      -¿Por qué no te atreves a hablar en voz alta, Planchet? ¿Porque tienes miedo?

      -Miedo a ser oído, sí, señor.

      -¡Miedo a ser oído! Nuestra conversación es sin embargo moral, mi querido Planchet, y nadie encontraría nada qué decir de ella.

      -¡Ay, señor! - repuso Planchet volviendo a su idea madre-. Ese señor Bonacieux tiene algo de sinuoso en sus cejas y de desagradable en el juego de sus labios.

      -¿Quién diablos te hace pensar en Bonacieux?

      -Señor, se piensa en lo que se puede y no en lo que se quiere.

      -Porque eres un cobarde, Planchet.

      -Señor, no confundamos la prudencia con la cobardía; la prudencia es una virtud.

      -Y tú eres virtuoso, ¿no es así, Planchet?

      -Señor, ¿no es aquello el cañón de un mosquete que brilla? ¿Y si bajáramos la cabeza?

      -En verdad - murmuró D’Artagnan, a quien las recomendaciones del señor de Tréville volvían a la memoria-, en verdad, este animal terminará por meterme miedo.

      Y puso su caballo al trote.

      Planchet siguió el movimiento de su amo, exactamente como si hubiera sido su sombra, y se encontró trotando tras él.

      -¿Es que vamos a caminar así toda la noche, señor? - preguntó.

      -No, Planchet, porque tú has llegado ya.

      -¿Cómo que he llegado? ¿Y el señor?

      -Yo voy a seguir todavía algunos pasos.

      -¿Y el señor me deja aquí solo?

      -¿Tienes miedo Planchet?

      -No, pero sólo hago observar al señor que la noche será muy fría, que los relentes dan reumatismos y que un lacayo que tiene reumatismos es un triste servidor, sobre todo para un amo alerta como el señor.

      -Bueno, si tienes frío, Planchet, entra en una de esas tabernas que ves allá abajo, y me esperas mañana a las seis delante de la puerta.

      -Señor, he comido y bebido respetuosamente el escudo que me disteis esta mañana, de suerte que no me queda ni un maldito centavo en caso de que tuviera frío.

      -Aquí tienes media pistola. Hasta mañana.

      D’Artagnan descendió de su caballo, arrojó la brida en el brazo de Planchet y se alejó rápidamente envolviéndose en su capa.

      -¡Dios, qué frío tengo! - exclamó Planchet cuando hubo perdido de vista a su amo y, apremiado como estaba por calentarse, se fue a todo correr a llamar a la puerta de una casa adornada con todos los atributos de una taberna de barrio.

      Sin embargo, D’Artagnan, que se había metido por un pequeño atajo, continuaba su camino y llegaba a Saint Cloud; pero en lugar de seguir la carretera principal, dio la vuelta por detrás del castillo, ganó una especie de calleja muy apartada y pronto se encontró frente al pabellón indicado. Estaba situado en un lugar completamente desierto. Un gran muro, en cuyo ángulo estaba aquel pabellón dominaba un lado de la calleja, y por el otro un seto defendía de los transeúntes un pequeño jardín en cuyo fondo se alzaba una pobre cabaña.

      Había llegado a la cita, y como no le habían dicho anunciar su presencia con ninguna señal, esperó.

      Ningún ruido se dejaba oír, se hubiera dicho que estaba a cien legUas de la capital. D’Artagnan se pegó al seto después de haber lanzado una ojeada detrás de sí. Por encima de aquel seto, aquel jardín y aquella cabaña, una niebla sombría envolvía en sus pliegues aquella inmensidad en que duerme París, vacía, abierta inmensidad donde brillaban algunos puntos luminosos, estrellas fúnebres

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