ТОП просматриваемых книг сайта:
Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
Читать онлайн.Название Colección de Alejandro Dumas
Год выпуска 0
isbn 9788026835875
Автор произведения Alejandro Dumas
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
-Planchet, amigo mío - interrumpió D’Artagnan-, eres realmente un hombre precioso.
-¿Comprendéis, señor? He pensado que siempre habría tiempo, si deseáis ver al señor de Cavois, de desmentirme diciendo que no os habíais marchado; sería yo en tal caso quien habría mentido, y como no soy gentilhombre, puedo mentir.
-Tranquilízate, Planchet, tu conservarás tu reputación de hombre verdadero: dentro de un cuarto de hora partimos.
-Es el consejo que iba a dar al señor; y, ¿adónde vamos, si se puede saber?
-¡Pardiez! Hacia el lado contrario del que tú has dicho que había ido. Además, ¿no tienes prisa por tener nuevas con Grimaud, de Mosquetón y de Bazin, como las tengo yo de saber qué ha pasado de Athos, Porthos y Aramis?
-Claro que sí, señor - dijo Planchet-, y yo partiré cuando queráis; el aire de la provincia nos va mejor, según creo, en este momento que el aire de Paris. Por eso, pues…
-Por eso, pues, hagamos nuestro petate, Planchet y partamos; yo iré delante, con las manos en los bolsillos para que nadie sospeche nada. Tú te reunirás conmigo en el palacio de los Guardias. A propósito, Planchet, creo que times razón respecto a nuestro huésped, y que decididamente es un horrible canalla.
-¡Ah!, creedme, señor, cuando os digo algo; yo soy fisonomista, y bueno.
D’Artagnan descendió el primero, como había convenido; luego, para no tener nada que reprocharse, se dirigió una vez más al domicilio de sus tres amigos: no se había recibido ninguna noticia de ellos; sólo una carta toda perfumada y de una escritura elegante y menuda había llegado para Aramis. D’Artagnan se hizo cargo de ella. Diez minutos después, Planchet se reunió en las cuadras del palacio de los Guardias. D’Artagnan, para no perder tiempo, ya había ensillado su caballo él mismo.
-Está bien - le dijo a Planchet cuando éste tuvo unido el maletín de grupa al equipo ; ahora ensilla los otros tres, y partamos.
-¿Creéis que iremos más deprisa con dos caballos cada uno? - preguntó Planchet con aire burlón.
-No, señor bromista - respondió D’Artagnan-, pero con nuestros cuatro caballos podremos volver a traer a nuestros tres amigos, si es que todavía los encontramos vivos.
-Lo cual será una gran suerte - respondió Planchet-, pero en fin, no hay que desesperar de la misericordia de Dios.
-Amén - dijo D’Artagnan, montando a horcajadas en su caballo.
Y los dos salieron del palacio de los Guardias, alejándose cada uno por una punta de la calle, debiendo el uno dejar Paris por la barrera de La Villette y el otro por la barrera de Montmartre, para reunirse más allá de Saint Denis, maniobra estratégica que ejecutada con igual puntualidad fue coronada por los más felices resultados. D’Artagnan y Planchet entraron juntos en Pierrefitte.
Planchet estaba más animado, todo hay que decirlo, por el día que por la noche.
Sin embargo, su prudencia natural no le abandonaba un solo instante; no había olvidado ninguno de los incidentes del primer viaje, y tenía por enemigos a todos los que encontraba en camino. Resultaba de ello que sin cesar tenía el sombrero en la mano, lo que le valía severas reprimendas de parte de D’Artagnan, quien temía que, debido a tal exceso de cortesía, se le tomase por un criado de un hombre de poco valer.
Sin embargo, sea que efectivamente los viandantes quedaran conmovidos por la urbanidad de Planchet, sea que aquella vez ninguno fue apostado en la ruta del joven, nuestros dos viajeros llegaron a Chantilly sin accidente alguno y se apearon ante el hostal del Grand Saint Martin, el mismo en el que se habían detenido durante su primer viaje.
El hostelero, al ver al joven seguido de su lacayo y de dos caballos de mano, se adelantó respetuosamente hasta el umbral de la puerta. Ahora bien, como ya había hecho once leguas, D’Artagnan juzgó a propósito detenerse, estuviera o no estuviera Porthos en el hostal. Además, quizá no fuera prudente informarse a la primera de lo que había sido del mosquetero. Resultó de estas reflexiones que D’Artagnan, sin pedir ninguna noticia de lo que había ocurrido, se apeó, encomendó los caballos a su lacayo, entró en una pequeña habitación destinada a recibir a quienes deseaban estar solos, y pidió a su hostelero una botella de su mejor vino y el mejor desayuno posible, petición que corroboró más aún la buena opinion que el alberguista se había hecho de su viajero a la primera ojeada.
Por eso D’Artagnan fue servido con una celeridad milagrosa.
El regimiento de los guardias se reclutaba entre los primeros gentilhombres del reino, y D’Artagnan, seguido de un lacayo y viajando con cuatro magníficos caballos, no podía, pese a la sencillez de su uniforme, dejar de causar sensación. El hostelero quiso servirle en persona; al ver lo cual, D’Artagnan hizo traer dos vasos y entabló la siguiente conversación:
-A fe mía, mi querido hostelero - dijo D’Artagnan llenando los dos vasos-, os he pedido vuestro mejor vino, y si me habéis engañado vais a ser castigado por donde pecasteis, dado que como detesto beber solo, vos vais a beber conmigo. Tomad, pues, ese vaso y bebamos. ¿Por qué brindaremos, para no herir ninguna suceptibilidad? ¡Bebamos por la prosperidad de vuestro establecimiento!
-Vuestra señoría me hace un honor - dijo el hostelero-, y le agradezco sinceramente su buen deseo.
-Pero no os engañéis - dijo D’Artagnan-, hay quizá más egoísmo de lo que pensáis en mi brindis: sólo en los establecimientos que prosperan le recibien bien a uno; en los hostales en decadencia todo va manga por hombro, y el viajero es víctima de los apuros de su huésped; pero yo que viajo mucho y sobre todo por esta ruta, quisiera ver a todos los alberguistas hacer fortuna.
-En efecto - dijo el hostelero-, me parece que no es la primera vez que tengo el honor de ver al señor.
-Bueno, he pasado diez veces quizá por Chantilly, y de las diez veces tres o cuatro por lo menos me he detenido en vuestra casa. Mirad, la última vez hará diez o doce días aproximadamente; yo acompañaba a unos amigos, mosqueteros, y la prueba es que uno de ellos se vio envuelto en una disputa con un extraño, con un desconocido, un hombre que le buscó no sé qué querella.
-¡Ah! ¡Sí, es cierto! - dijo el hostelero-. Y me acuerdo perfectamente. ¿No es del señor Porthos de quien Vuestra Señoría quiere hablarme?
-Ese es precisamente el nombre de mi compañero de viaje. ¡Dios mío! Querido huésped, decidme, ¿le ha ocurrido alguna desgracia?
-Pero Vuestra Señoría tuvo que darse cuenta de que no pudo continuar su viaje.
-En efecto, nos había prometido reunirse con nosotros, y no lo hemos vuelto a ver.
-El nos ha hecho el honor de quedarse aquí.
-Cómo? ¿Os ha hecho el honor de quedarse aquí?
-Sí, señor, en el hostal; incluso estamos muy inquietos.
-¿Y por qué?
-Por ciertos gastos que ha hecho.
-¡Bueno, los gastos que ha hecho él los pagará!
-¡Ay, señor, realmente me ponéis bálsamo en la sangre! Hemos hecho fuertes adelantos, y esta mañana incluso el cirujano nos declaraba que, si el señor Porthos no le pagaba, sería yo quien tendría que hacerse cargo de la cuenta, dado que era yo quien le había enviado a buscar.
-Pero, entonces, ¿Porthos está herido?
-No sabría decíroslo, señor.
-¿Cómo que no sabríais decírmelo? Sin embargo, vos deberíais estar mejor informado que nadie.
-Sí, pero en nuestra situación no decimos todo lo que sabemos, señor, sobre todo porque nos ha prevenido que nuestras orejas responderán por nuestra lengua.
-¡Y bien! ¿Puedo ver a Porthos?
-Desde luego, señor. Tomad la escalera, subid al primero y llamad en el número uno.