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      -Parece que sí.

      -¿Y sabéis vos qué ha sido de él?

      -No, no lo había visto hasta entonces y no lo hemos vuelto a ver después.

      -Muy bien; sé lo que quería saber. Ahora, ¿decís que la habitación de Porthos está en el primer piso, número uno?

      -Sí, señor, la habitación más hermosa del albergue, una habitación que ya habría tenido diez ocasiones de alquilar.

      -¡Bah! Tranquilizaos - dijo D’Artagnan riendo-. Porthos os pagará con el dinero de la duquesa Coquenard.

      -¡Oh, señor! Procuradora o duquesa si soltara los cordones de su bolsa, nada importaría; pero ha respondido taxativamente que estaba harta de las exigencias y de las infidelidades del señor Porthos, y que no le enviaría ni un denario.

      -¿Y vos habéis dado esa respuesta a vuestro huésped?

      -Nos hemos guardado mucho de ello: se habría dado cuenta de la forma en que habíamos hecho el encargo.

      -Es decir, que sigue esperando su dinero.

      -¡Oh, Dios mío, claro que sí! Ayer incluso escribió; pero esta vez ha sido su doméstico el que ha puesto la carta en la posta.

      -¿Y decís que la procuradora es vieja y fea?

      -Unos cincuenta años por lo menos, señor, no muy bella, según lo que ha dicho Pathaud.

      -En tal caso, estad tranquilo, se dejará enternecer; además Porthos no puede deberos gran cosa.

      -¡Cómo que no gran cosa! Una veintena de pistolas ya, sin contar el médico. No se priva de nada; se ve que está acostumbrado a vivir bien.

      -Bueno, si su amante le abandona, encontrará amigos, os lo aseguro. Por eso, mi querido hostelero, no tengáis ninguna inquietud, y continuad teniendo con él todos los cuidados que exige su estado.

      -El señor me ha prometido no hablar de la procuradora y no decir una palabra de la herida.

      -Está convenido; tenéis mi palabra.

      -¡Oh, es que me mataría!

      -No tengáis miedo; no es tan malo como parece.

      Al decir estas palabras, D’Artagnan subió la escalera, dejando a su huésped un poco más tranquilo respecto a dos cosas que parecían preocuparle: su deuda y su vida.

      En lo alto de la escalera, sobre la puerta más aparente del corredor, había trazado, con tinta negra, un número uno gigantesco; D’Artagnan llamó con un golpe y, tras la invitación a pasar adelante que le vino del interior, entró.

      Porthos estaba acostado y jugaba una partida de sacanete con Mosquetón para entretener la mano, mientras un asador cargado con perdices giraba ante el fuego y en cada rincón de una gran chimenea hervían sobre dos hornillos dos cacerolas de las que salía doble olor a estofado de conejo y a caldereta de pescado que alegraba el olfato. Además, lo alto de un secreter y el mármol de una cómoda estaban cubiertos de botellas vacías.

      A la vista de su amigo Porthos lanzó un gran grito de alegría y Mosquetón, levantándose respetuosamente, le cedió el sitio y fue a echar una ojeada a las cacerolas de las que parecía encargase particularmente.

      -¡Ah! Pardiez sois vos - dijo Porthos a D’Artagnan ; sed bienvenidos, y excusadme si no voy hasta vos. Pero - añadió mirando a D’Artagnan con cierta inquietud - vos sabéis lo que me ha pasado.

      -No.

      -¿El hostelero no os ha dicho nada?

      -Le he preguntado por vos y he subido inmediatamente.

      Porthos pareció respirar con mayor libertad.

      -¿Y qué os ha pasado, mi querido Porthos? - continuó D’Artagnan.

      -Lo que me ha pasado fue que al lanzarme a fondo sobre mi adversario, a quien ya había dado tres estocadas, y con el que quería acabar de una cuarta, mi pie fue a chocar con una piedra y me torcí una rodilla.

      -¿De verdad?

      -¡Palabra de honor! Afortunadamente para el tunante, porque no lo habría dejado sino muerto en el sitio, os lo garantizo.

      -¿Y qué fue de él?

      -¡Oh, no sé nada! Ya tenía bastante, y se marchó sin pedir lo que faltaba; pero a vos, mi querido D’Artagnan, ¿qué os ha pasado?

      -¿De modo, mi querido Porthos - continuó D’Artagnan-, que ese esguince os retiene en el lecho?

      -¡Ah, Dios mío, sí, eso es todo! Por lo demás, dentro de pocos días ya estaré en pie.

      -Entonces, ¿por qué no habéis hecho que os lleven a París? Debéis aburriros cruelmente aquí.

      -Era mi intención, pero, querido amigo, es preciso que os confiese una cosa.

      -Cuál?

      -Es que, como me aburría cruelmente, como vos decís, y tenía en mi bolsillo las sesenta y cinco pistolas que vos me habéis dado, para distraerme hice subir a mi cuarto a un gentilhombre que estaba de paso y al cual propuse jugar una partidita de dados. El aceptó y, por mi honor, mis sesenta y cinco pistolas pasaron de mi bolso al suyo, además de mi caballo, que encima se llevó por añadidura. Pero ¿y vos, mi querido D’Artagnan?

      -¿Qué queréis, mi querido Porthos? No se puede ser afortunado en todo - dijo D’Artagnan ; ya sabéis el proverbio: «Desgraciado en el juego, afortunado en amores.» Sois demasiado afortunado en amores para que el juego no se vengue; pero ¡qué os importan a vos los reveses de la fortuna! ¿No tenéis, maldito pillo que sois, no tenéis a vuestra duquesa, que no puede dejar de venir en vuestra ayuda?

      -Pues bien, mi querido D’Artagnan, para que veáis mi mala suerte - respondió Porthos con el aire más desenvuelto del mundo-, le escribí que me enviase cincuenta luises, de los que estaba absolutamente necesitado dada la posición en que me hallaba…

      -¿Y?

      -Y… no debe estar en sus tierras, porque no - me ha contestado.

      -¿De veras?

      -Sí. Ayer incluso le dirigí una segunda epístola, más apremiante aún que la primera. Pero estáis vos aquí, querido amigo, hablemos de vos. Os confieso que comenzaba a tener cierta inquietud por culpa vuestra.

      -Pero vuestro hostelero se ha comportado bien con vos, según parece, mi querido Porthos - dijo D’Artagnan señalando al enfermo las cacerolas llenas y las botellas vacías.

      -¡Así, así! - respondió Porthos-. Hace tres o cuatro días que el impertinente me ha subido su cuenta, y yo les he puesto en la puerta, a su cuenta y a él, de suerte que estoy aquí como una especie de vencedor, como una especie de conquistador. Por eso, como veis, temiendo a cada momento ser violentado en mi posición, estoy armado hasta los dientes.

      -Sin embargo - dijo riendo D’Artagnan-, me parece que de vez en cuando hacéis salidas.

      Y señalaba con el dedo las botellas y las cacerolas.

      -¡No yo, por desgracia! - dijo Porthos-. Este miserable esguince me retiene en el lecho; es Mosquetón quien bate el campo y trae víveres. Mosquetón, amigo mío - continuó Porthos-, ya veis que nos han llegado refuerzos, necesitaremos un suplemento de vituallas.

      -Mosquetón - dijo D’Artagnan-, tendréis que hacerme un favor.

      -¿Cuál, señor?

      -Dad vuestra receta a Planchet; yo también podría encontrarme sitiado, y no me molestaría que me hicieran gozar de las mismas ventajas con que vos gratificáis a vuestro amo.

      -¡Ay, Dios mío, señor! - dijo Mosquetón con aire modesto-. Nada más fácil. Se trata de ser diestro, eso es todo. He sido educado en el campo, y mi padre, en sus momentos de apuro, era algo furtivo.

      -Y el resto del tiempo, ¿qué hacía?

      -Señor,

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