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no fue un simple juego de representaciones, ni la obra sagaz del genio comunicador de la Iglesia romana. Fue fundamentalmente un acto de negación, de no-reconocimiento teológico, ético y militar de la existencia americana; y un eficaz instrumento de destrucción total.

      Sí, es cierto que el descubrimiento colombino significó un punto culminante de este logos cristiano. Pero ello no significa el triunfo de la verdad universal ni la triunfante instauración del discurso de todos los discursos. Señala, más bien, los comienzos y los fundamentos de la configuración de un orden occidental global y de una civilización universal que llamamos y celebramos como moderna. Pero señala también el comienzo de una edad de devastaciones de culturas, lenguas, dioses a escala planetaria. Un proceso que no podemos dar todavía por finalizado en nuestra edad presidida por los grandes genocidios de Auschwitz y Hiroshima como los factores decisivos de la configuración del orden político mundial vigente.

      Desde el punto de vista de la historia imperial de las monarquías cristianas europeas la conquista de América significa la culminación de la Reconquista, última expresión de la teología política de las cruzadas contra el islam, y esgrime su mismo ideario de guerra santa y salvacionista, y sus mismos valores heroicos y militares. La destrucción de las culturas árabes y la expulsión y persecución de la cultura judía de la península ibérica constituyen la antesala de aquella proyección civilizadora hacia ultramar y, por tanto, de la destrucción de las culturas americanas, como muy bien entendieron en el contexto del Renacimiento europeo Yehudá Ben Israel e Inca Garcilaso. Son estos radicales cortes, fisuras y discontinuidades históricos, y es su representación ficcional en el mesianismo o la cristología misionera del siglo XVI los que definen la constitución profunda de aquella culminante razón moderna y su proyección imperial como civilización cristiana universal.

      La respuesta de los filósofos nahuas a los frailes cristianos muestra claramente que la asunción de la violencia conquistadora bajo la forma interiorizada de la culpa, la servidumbre y la conversión no era ni unívoca, ni perfecta. «Decían nuestros progenitores que ellos, los dioses, son por quien se vive […] ellos nos dan nuestro sustento, nuestro alimento […] en verdad ellos nos dieron su norma de vida […] los que vinieron a ser, a vivir en la tierra, no hablaban así», replicaban a la doctrina franciscana que reservaba exclusiva y tajantemente el nombre de teteo, la palabra nahua que designaba los males para los dioses originales de América.

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