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heroísmo de la guerra santa, se blandían como los baluartes últimos de aquel sueño histórico, a lo largo de la ambivalente poética y ensayística de los representantes más renombrados del nacionalcatolicismo español: Ganivet, Unamuno, Maeztu…

      Tras los sublimes signos de conquistas sin nombre y sin ley daba comienzo la moderna historia americana sobre una realidad miserable y una identidad negativa: el indio vencido y avasallado; el indio convertido bajo un nuevo y heterónomo principio de sujeción y subjetivación. Su definición teológica como esclavo del demonio tiñó con su colorismo barroco las primerísimas tareas de la conquista militar.

      La guerra es el castigo impuesto a quienes perseveraran en el orden de la naturaleza y de las formas de vida de una comunidad histórica. La servidumbre es elevada por esta teología política como proceso de expiación de esta dependencia de una eticidad de la costumbre que desde San Pablo se confundía con el pecado. La destrucción de culturas, dioses y símbolos se elevaba a principio de libertad y redención del nuevo humano que resurgía de sus cenizas. Estos son los momentos lógicamente consistentes del proceso colonizador.

      Pero no solo se tenía que reducir al indio a la condición de homúnculo o de demonio, y a las más miserables condiciones de supervivencia en las mitas y encomiendas. Era preciso, además, que la imposición de esta existencia humillada se elevara a principio moral positivo. Era lógicamente necesario que el terror y el temor de la guerra y la esclavitud genocidas fueran reconocidos por su víctima como principio constituyente de su conciencia y como la condición absoluta de su existencia. Tal era el sentido político y moral del nihilismo misionero.

      Conciencia negativa, reconocimiento invertido de sus formas de vida como lo sucio y lo oscuro, como pecado y culpa; introyección de una deuda originaria por la que se selló un pacto de dependencia indefinida con la identidad absoluta del colonizador, una deuda irremisible que se ha reproducido durante siglos y siglos bajo sus secularizadas metáforas económicas y políticas; y su consecuencia final, una moral de la sumisión y el vasallaje, elevadas a principio trascendente de libertad, y la conciencia servil que compelía al indio a una organización militar del trabajo etnocida como castigo y expiación: esos han sido los caminos misioneros para alcanzar el reino de la pureza interior y la libertad infinita, más tarde secularizados en un orden mundial levantado sobre el principio del progreso y el ideario de la razón instrumental.

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