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a tu ventana ... Primavera

      viene —su veste blanca

      flota en el aire de la plaza muerta—;

      viene a encender las rosas

      rojas de tus rosales... Quiero verla ...

      XI

      de la tarde. ¡Las colinas

      doradas, los verdes pinos,

      las polvorientas encinas!...

      ¿Adonde el camino irá?

      Yo voy cantando, viajero

      a lo largo del sendero...

      —La tarde cayendo está—,

      “En el corazón tenía

      la espina de una pasión;

      logré arrancármela un día:

      ya no siento el corazón.”

      Y todo el campo un momento

      se queda, mudo y sombrío,

      meditando. Suena el viento

      en los álamos del río.

      La tarde más se obscurece;

      y el camino que serpea

      y débilmente blanquea,

      se enturbia y desaparece.

      Mi cantar vuelve a plañir:

      “Aguda espina dorada,

      quién te pudiera sentir

      en el corazón clavada.”

      XII

      tu pura veste blanca ...

      No te verán mis ojos

      ¡mi corazón te aguarda!

      El viento me ha traído

      tu nombre en la mañana;

      el eco de tus pasos

      repite la montaña ...

      No te verán, mis ojos;

      ¡mi corazón te aguarda!

      En las sombrías torres

      repican las campanas...

      No te verán mis ojos;

      ¡mi corazón te aguarda!

      Los golpes del martillo

      dicen la negra caja;

      y el sitio de la fosa,

      los golpes de la azada...

      No te verán mis ojos;

      ¡mi corazón te aguarda!

      XIII

      caminaba el sol de estío,

      y era, entre nubes de fuego, una trompeta gigante,

      tras de los álamos verdes de las márgenes del río.

      Dentro de un olmo sonaba la sempiterna tijera

      de la cigarra cantora, el monorritmo jovial,

      entre metal y madera,

      que es la canción estival.

      En una huerta sombría

      giraban los cangilones de la noria soñolienta.

      Bajo las ramas obscuras el son del agua se oía.

      Era una tarde de julio, luminosa y polvorienta.

      Yo iba haciendo mi camino,

      absorto en el solitario crepúsculo campesino.

      Y pensaba: “¡Hermosa tarde, nota de la lira inmensa

      toda desdén y armonía;

      hermosa tarde, tú curas la pobre melancolía

      de este rincón vanidoso, obscuro rincón que piensa!”

      Pasaba el agua rizada bajo los ojos del puente.

      Lejos la ciudad dormía,

      como cubierta de un mago fanal de oro transparente.

      Bajo los arcos de piedra el agua clara corría.

      Los últimos arreboles coronaban las colinas

      manchadas de olivos grises y de negruzcas encinas.

      Yo caminaba cansado,

      sintiendo la vieja angustia que hace el corazón pesado.

      El agua en sombra pasaba tan melancólicamente,

      bajo los arcos del puente,

      como si al pasar dijera :

      “Apenas desamarrada

      la pobre barca, viajero, del árbol de la ribera,

      se canta: no somos nada.

      Donde acaba el pobre río la inmensa mar nos espera.”

      Bajo los ojos del puente pasaba el agua sombría.

      (Yo pensaba: ¡el alma mía!)

      Y me detuve un momento,

      en la tarde, a meditar...

      ¿Qué es esta gota en el viento

      que grita al mar: soy el mar?

      Vibraba el aire asordado

      por los élitros cantores que hacen el campo sonoro,

      cual si estuviera sembrado

      de campanitas de oro.

      En el azul fulguraba

      un lucero diamantino.

      Cálido viento soplaba,

      alborotando el camino.

      Yo, en la tarde polvorienta,

      hacia la ciudad volvía.

      Sonaban los cangilones de la noria soñolienta.

      Bajo las ramas obscuras caer el agua se oía.

      XIV

      Yo meditaba absorto, devanando

      los hilos del hastío y la tristeza,

      cuando llegó a mi oído,

      por la ventana de mi estancia, abierta

      a una caliente noche de verano,

      el plañir de una copla soñolienta,

      quebrada por los trémolos sombríos

      de las músicas magas de mi tierra.

      ... Y era el Amor, como una roja llama.

      —Nerviosa mano en la vibrante cuerda

      ponía un largo suspirar de oro,

      que se trocaba en surtidor de estrellas—.

      ... Y era la Muerte, al hombro la cuchilla,

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