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sueña.

      Acecha en la obscura estancia la dueña.

      —Señora, si acaso otra sombra emboscada

      teméis, en la sombra, fiad en mi espada...

      Mi espada se ha visto a la luna brillar.

      ¿Acaso os parece mi gesto anacrónico?

      El vuestro es, señora, sobrado lacónico.

      ¿Acaso os asombra mi sombra embozada,

      de espada tendida y toca plumada?...

      ¿Seréis la cautiva del moro Gazul?

      Dijéraislo, y pronto mi amor os diría

      el son de mi guzla y la algarabía

      más dulce que oyera ventana moruna

      Mi guzla os dijera la noche de luna,

      la noche de cándida luna de abril.

      Dijera la clara cantiga de plata

      del patio moruno, y la serenata

      que lleva el aroma de floridas preces

      a los miradores y a los ajimeces,

      los salmos de un blanco fantasma lunar.

      Dijera las danzas de trenzas lascivas,

      las muelles cadencias de ensueños, las vivas

      centellas de lánguidos rostros velados,

      los tibios perfumes, los huertos cerrados;

      dijera el aroma letal del harén.

      Yo guardo, señora, en viejo salterio

      también una copla de blanco misterio,

      la copla más suave, más dulce y más sabia

      que evoca las claras estrellas de Arabia

      y aromas de un moro jardín andaluz.

      Silencio... En la noche la paz de la luna

      alumbra la blanca ventana moruna.

      Silencio... Es el musgo que brota, y la hiedra

      que lenta desgarra la tapia de piedra...

      El llanto que vierte la luna de abril.

      —Si sois una sombra de la primavera

      blanca entre jazmines, o antigua quimera

      soñada en las trovas de dulces cantores,

      yo soy una sombra de viejos cantares,

      y el signo de un álgebra vieja de amores.

      Los gayos, lascivos decires mejores,

      los árabes albos nocturnos soñares,

      las coplas mundanas, los salmos talares,

      poned en mis labios;

      yo soy una sombra también del amor.

      Ya muerta la luna, mi sueño volvía

      por la retorcida, moruna calleja.

      El sol en Oriente reía

      su risa más vieja.

      LIII

      VISTOS EN UNA TIENDA DE PLANTAS Y FLORES

      Naranjo en maceta, ¡qué triste es tu suerte!

      Medrosas tiritan tus hojas menguadas.

      Naranjo en la corte, ¡qué pena de verte

      con tus naranjitas secas y arrugadas!

      Pobre limonero de fruto amarillo

      cual pomo pulido de pálida cera,

      ¡qué pena mirarte, mísero arbolito

      criado en mezquino tonel de madera!

      De los claros bosques de la Andalucía,

      ¿quién os trajo a esta castellana tierra

      que barren los vientos de la adusta sierra,

      hijos de los campos de la tierra mía?

      ¡Gloria de los huertos, árbol limonero,

      que enciendes los frutos de pálido oro,

      y alumbras del negro cipresal austero

      las quietas plegarias erguidas en coro;

      y fresco naranjo del patio querido,

      del campo risueño y el huerto soñado,

      siempre en mi recuerdo maduro o florido

      de frondas y aromas y frutos cargado!

      LIV

      Está la plaza sombría;

      muere el día.

      Suenan lejos las campanas.

      De balcones y ventanas

      se iluminan las vidrieras,

      con reflejos mortecinos,

      como huesos blanquecinos

      y borrosas calaveras.

      En toda la tarde brilla

      una luz de pesadilla.

      Está el sol en el ocaso.

      Suena el eco de mi paso.

      —¿Eres tú? Ya te esperaba...

      —No eres tú a quien yo buscaba.

      LV

      Pasan las horas de hastío

      por la estancia familiar,

      el amplio cuarto sombrío

      donde yo empecé a soñar.

      Del reloj arrinconado,

      que en la penumbra clarea,

      el tictac acompasado

      odiosamente golpea.

      Dice la monotonía

      del agua clara al caer:

      un día es como otro día;

      hoy es lo mismo que ayer.

      Cae la tarde. El viento agita

      el parque mustio y dorado...

      ¡Qué largamente ha llorado

      toda la fronda marchita!

      LVI

      dentro de mi cuarto. Era

      triste la noche. La luna,

      reluciente calavera,

      ya del cenit declinado,

      iba del ciprés del huerto

      fríamente iluminado

      el alto ramaje yerto.

      Por la entreabierta ventana

      llegaban a mis oídos

      metálicos

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