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Tuvo lugar la primera exhibición del cineclub en el anfiteatro Simone Weil. Vimos un documental de Gérald Caillat, con guión de Pierre Legendre, sobre la Escuela Nacional de Administración, Miroir d’une nation : L’Ecole Nationale d’Administration. La cámara sigue la carrera de la cohorte Cyrano de Bergerac (cada una de ellas lleva el nombre de un poeta o artista de Francia), desde el momento de las pruebas de ingreso, la selección de un centenar de “elegidos”, su paso por las aulas, sus pasantías en prefecturas de provincia o en instituciones como el Consejo de Estado y, por fin, la reunión larga y difícil en que, según los promedios obtenidos, cada cual elige la vacante donde iniciar su currículum. Que si a alguien se le pasa por la cabeza modificar el sitio elegido en desmedro de quienes siguen en el orden de méritos, la rechifla y las protestas son en voz alta. El traidor termina abochornado y vuelve a su primera elección. Las imágenes muestran muy bien el proceso riguroso (a menudo despiadado) de educación de una élite que acunó a los funcionarios más calificados del país, sus hombres de empresa, sus políticos (Hollande es un graduado de la ENA). El guión, entre tanto, tiene su propio vuelo: Legendre demuestra hasta qué punto esa escuela ha sido una herramienta nuclear del Estado nación y, en tal sentido, heredó la misión de los proyectos inconclusos de la monarquía (extraordinario, el haberme topado con una reedición de la teoría de Tocqueville sobre el Antiguo Régimen y la Revolución). Claro que Legendre también revela cómo la crisis de las funciones y las prácticas del Estado nación, provocada por el influjo dominante del modelo de la empresa y la gestión capitalistas, tiene por supuesto su correlato con las incertidumbres que invaden a los estudiantes, graduados y otros cuerpos académicos de la ENA. Hay mucha melancolía en ese discurso, una suerte de canto fúnebre a las grandezas perdidas del Estado francés. ¿Cómo se gobierna Francia?, es la pregunta del punto de partida. ¿Cómo se hará en la Francia después de Francia? (sic), esto es, en el país a la vuelta de la esquina donde se haya diluido o bien haya estallado la nación francesa como tal, la primera de la historia. Mis colegas criticaron la disparidad de mensajes entre lo visible y el discurso. No creo que allí resida la contradicción, sino más bien en la inexistencia aparente de un vínculo entre casi la totalidad del film y la excepcionalidad de la primera escena: la Guardia Republicana saluda el ingreso del presidente de la Asamblea Nacional a la sala de sesiones (¡Delphine Gardey, cuántos recuerdos!); a su llegada, el recinto aún se encuentra vacío. Se me ocurre que, en verdad, esta primera alusión al lugar donde los representantes del pueblo transmiten su bullicio, sus movimientos y deseos, pacíficos pero también violentos e incontenibles, vale decir, el lugar donde se actúa el principio democrático, nada tiene que ver con cuanto se exhibe, a lo largo de una hora y cuarto, de la ENA, una organización que podría servir así a un Estado despótico cuanto a uno liberal y democrático (confieso que la Escuela parece ser más funcional a uno del primer tipo que a otro del segundo). Sentí tener el derecho de decir que la mayor parte de la película nada tenía que ver con cualquier principio liberal-democrático concebible, sí, en cambio, con la idea de una burocracia esclarecida y de escaso interés hacia el pueblo (atención, es el mensaje del film, guárdeme Dios de decir que tales relaciones no existen en la República Francesa real). Samuel Jubé, el director del Instituto, es un antropólogo especialista en el devenir del desarrollo de los sistemas contables en la época moderna. Unas horas antes de la proyección de Espejo..., tuve una conversación privada con él. Me contó entonces cómo cree que la ausencia de un sistema monetario internacional, sin referencias ni patrones garantizados desde 1971, cuando Richard Nixon abolió la convertibilidad del dólar en oro, ha profundizado paulatinamente la anomia y la hipertrofia financieras, de modo que toda la economía resulta cada día más imprevisible, al mismo tiempo que sus vaivenes se tornan paroxísticos y dominantes en la vida cotidiana. Las empresas que navegan en medio de ese caos y logran sobrevivir determinan los modelos de administración, tanto de lo público cuanto de lo privado, siempre a los tumbos y bastante improvisados. Las prácticas y los gráficos contables serían, a la manera de una nueva teoría hamiltoniana, las representaciones que mejor permiten medir y diagnosticar algo de semejante disparate. Tras ver el film, concluí que las preocupaciones científicas o conceptuales de Jubé apuntan a señalar, quizá desde una perspectiva diferente a la de Legendre, los mismos estallidos que este descubre en una de las instituciones por antonomasia del Estado nación, la ENA.

      Por cuanto hoy ha sido un martes, nos tocó la cena comunitaria. Entonces tuve mis pequeñas iluminaciones de Vincennes de la jornada, pues compartí la mesa con Elisabeth Toublanc (la simpática jefa de servicios generales del IEA, incluida la alimentación, por supuesto), y los profesores Gad Freudenthal (del CNRS) y Samuel Alfayo Nyanchoga (de la Universidad Católica de África del Este, en Kenia). Gad nació en Jerusalén en 1944, pero tiene nacionalidad exclusivamente francesa después de haber renunciado a la israelí, que le correspondía por lugar de nacimiento y por ser judío. Disconforme con la política antipalestina de su país, consiguió deshacerse de su identidad nacional automática. Admiré enseguida su gesto y la tenacidad que tuvo para conseguir tamaño imposible. No obstante, Gad se dedica de lleno al estudio del judaísmo medieval, su pensamiento religioso y filosófico, sus inclinaciones hacia la tolerancia y el rechazo de cualquier fundamentalismo. Puesto que no puedo impedir la comparación permanente entre mis vivencias de Nantes y de Berlín, ¿qué hice sino preguntar al profesor Freudenthal acerca de sus opiniones sobre las tesis de mi querido Daniel Boyarin? No ardió Troya, pero estuvo a punto. La gentileza pudo más que cualquier indignación en el corazón de Gad, quien rechazó con elegancia la postura de Boyarin sobre una diáspora casi feliz y no traumática entre los judíos del Mediterráneo del siglo XII al XIV. Trajo a colación la postura inequívoca de Maimónides en tal sentido, quien había visto en la dispersión del pueblo judío los efectos de un castigo divino, sin atenuantes. Gad entiende que Boyarin es demasiado posmoderno, demasiado californiano en cuanto a sus argumentos algo peregrinos y caprichosos (los adjetivos corrieron por cuenta de mi nueva acquaintance, claro está). Tras la ducha de agua fría que recibió mi memoria berlinesa, pedí a Samuel Nyanchoga que me explicase los objetivos de su investigación sobre los efectos todavía palpables de la esclavitud en la costa índica de Kenia. Un horizonte desconocido, impensado, se abrió delante de mí en diez minutos. Tengo todavía una excitación tal que, después de recibir las noticias sobre el infarto de Roberto Livingston, temo terminar yo también en algo parecido. Samuel ha puesto el foco en grupos dispersos, sin una etnicidad clara ni lenguaje o religión comunes, descendientes de los esclavos de plantaciones en el sudeste de Kenia. Los propietarios, miembros de una élite de origen árabe, se aprovisionaban de esa mano de obra infame en el mercado de Zanzíbar, bajo la égida de un sultán. En 1890, Zanzíbar aceptó la abolición de la esclavitud pero, en varios sitios de la costa keniana, la trata siguió sin mayores trabas hasta 1907. De modo semejante, la esclavitud doméstica no fue suprimida legalmente hasta... 1937. La procedencia de los seres humanos traficados por Zanzíbar era muy variada: Tanzania, Uganda, Malawi, Congo. Ninguna construcción identitaria podría haberse apoyado sobre la base de los orígenes de estas poblaciones. Lo cierto es que sus miembros carecen de reconocimiento alguno por parte de la administración de Kenia, son indocumentados, no pueden hacer efectivos sus derechos al trabajo o al beneficio de los servicios sociales de salud y educación provistos por el Estado nacional. Con el auxilio de antropólogos e historiadores, como mi colega Nyanchoga, esas gentes intentan recorrer un camino de asociación, a pesar de encontrarse geográficamente separados, y basan sus esfuerzos en unas pocas coincidencias culturales, que van desde las técnicas agrícolas aplicadas en sus pequeñas propiedades rurales de donde extraen cocos, clavo de olor y otras especias, hasta la vestimenta, el canto, la música con instrumentos y, más que nada, una narrativa oral que todos ellos cultivan para recordar el pasado de dolor y oprobio que les impuso la esclavitud. Eso mismo los ha llevado a confluir en la recuperación histórica de sus asentamientos y ciudades –Frere Town, Rabai, Gasi, Mwele, Vanga– así como a preocuparse por la investigación arqueológica de los sitios de su desgracia, por ejemplo, las cuevas de Fikirini donde se conservan las cadenas y las anillas metálicas de los cautivos. Comer y beber, mientras escuchaba la historia de los sin nombre en la costa sudoriental de Kenia, se me antojó blasfemo a pesar del hambre que tenía. Pensé que mejor era interrumpir la cena y llegué a pensar que el cocinero francés de Berlín era mejor profesional que el seguramente francés de Nantes (improbable que el de aquí fuese alemán). La finalidad de los devaneos era atenuar los efectos del puñetazo de realidad contemporánea que

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