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camisas, no se sabe si inventadas en Cuba, República Dominicana o Filipinas, presuntamente ideales para llevar la fruta, le permitían al Procónsul disfrazar un poco su panza de tres cuerpos. La curva de su felicidad, como él mismo la llamaba, se dividía ceremoniosamente en tres partes: del tórax al abdomen, del abdomen al ombligo y del ombligo hasta la ingle cubriendo un espacio por demás tan volátil como la nitroglicerina, e igual de explosiva, que amenazaba con desparramarse sobre el contertulio.

      Por eso la guayabera tenía, en la constitución física del Procónsul, un propósito arquitectónico o estructural: poner barreras a la libre circulación de las masas. Pero también le permitía guardar en sus bolsas las cosas más variables, pero esencialmente una sola: botellas.

      El Procónsul había luchado toda su vida contra las tres enfermedades costarrisibles: la pequeñez, el olvido y el alcoholismo. Y había combatido las dos primeras, y sobre todo la segunda, contrayendo la tercera. Casi sin darse cuenta, al final del colegio, se convirtió en alcohólico. Toda su infancia odió el alcoholismo temerario de su padre, uno de los mejores relojeros de San José. Pero cuando el viejo los dejó se convirtió al alcoholismo, dicen que por revancha o por miedo, aunque lo negara sistemáticamente, escudándose en sus palabras preferidas:

      —Al chancho con lo que lo crían.

      Sin embargo, solo tomaba ron, y de cualquier clase. Su ron favorito era el Chattam Bay Oro que hacía especialmente para él la Fábrica Nacional de Licores. El mismo bromeaba con eso:

      —Si no fuera por mí ya hubiera cerrado la destilería nacional.

      El famoso alambique patrio había sido inventado 150 años atrás por el presidente Mora, el de la guerra contra los gringos. Con su gesto fundador pareció cifrar desde las primeras décadas de vida republicana el destino nacional de rivalizar con la Unión Soviética en el primer lugar del ranking mundial de ingestión alcohólica: “A mucha honra”, diría el Procónsul si me estuviera escuchando.

      Pero a diferencia de Boris Yeltsin el Rojo –pero no por comunista, claro–, nuestro mono tropical era capaz de dejar de beber durante semanas y hasta meses. Durante la larga campaña electoral solo consintió en beber vino. A veces se bebía cajas enteras, es cierto, pero no se emborrachó jamás, porque “ningún borracho se come su propia mierda”, diría.

      El Procónsul estaba ahí, frente a mí, abrazándome, absorto en su propio imaginario etílico, totalmente alejado de mi insufrible dolor, cuando el automóvil presidencial en el que viajábamos, que no era una limusina, como me había parecido al principio, sino solo un automóvil japonés negro, elegante y caro, se ubicó exactamente en la entrada del celebérrimo bar El Piave, a unas pocas cuadras de la Cruz Roja.

      El Ministro de Educación, que estaba en el asiento delantero, me abrió la puerta y me dijo discretamente:

      —Don Lucho quiere invitarlo a tomarse un traguito con él.

      Pero el Procónsul, siempre tan propenso a la espectacularidad, empezó a examinarse las bolsas de la guayabera y del pantalón. Yo lo tomé como parte de sus alucinaciones azules y me preparé para empezar a divisar en media calle una de esas manadas de fideles castros azules que, con frecuencia, imaginaba su feroz anticomunismo, y que llenaban con paciencia sus sueños y sus pesadillas ebrias. Pero no era eso. No, no era eso, sino que lo habían bolseado.

      En el multitudinario entierro, en el que había abrazado, manoseado, besado y toqueteado a todos los deudos, alguien, “un honrado hijueputa”, en las propias palabras del Procónsul, lo había bolseado, metido la mano en la bolsa y despojado de su billetera.

      —¡Estos hijueputas! ¡Qué porquería! –dijo arrastrando las erres por el más innominable fango paleodental, en el clásico acento costarrisible de arrastrar las erres.

      —A la puta, es que no puede ser. Me cago en Buda y en toda su descendencia. Me cago en todos los querubines, ángeles y arcángeles celestiales. Me cago en Cristo y en el Anticristo. La puta que te parió. Esos malnacidos. Mirá, no. No, no puede ser. Son unos pillos de siete generaciones –exhaló sin aliento.

      —¿Por qué a mí si yo soy honrado, Dios mío? –gimoteó lastimeramente–. ¿Por qué me has abandonado? –suspiró haciendo el pormenorizado repaso de sus tarjetas de crédito, fotos de secretarias conquistadas o por conquistar, teléfonos y citas amorosas en el futuro inminente. Pero en ese instante cambió su expresión y empezó a reír.

      —Vale que estaba vacía, maes. Ni una peseta.

      Y deslizó su dedo gordo entre el índice y el dedo medio en su gesto más característico, vociferando:

      —¡Mirala! ¡Mirala! –y soltó a reír su barriga apocalíptica.

      IV

       El Procónsul de Pacaca

      —Ahora sí, hijueputa, corré –le había dicho el policía metiéndole un chuzo en el culo y sacudiendo una ráfaga de ametralladora en el aire. El hombre salió corriendo y se perdió entre las sombras. Un rato antes yo le había dicho al Procónsul:

      —Pero, ¿qué es lo que vamos a hacer?

      —¡Vamos a cazar playos, mae! –me había contestado con una sonrisa libidinosa. Y había acelerado hasta el máximo el motor de la Toyotona oficial en la que íbamos nosotros, un par de ministros y una escolta de policías.

      Yo estaba demasiado borracho como para pensar y me maté de risa. El Procónsul lo tomó como una afirmación de mi parte y dio inicio a lo que él mismo llamó la Operación Culiolo, tal y como él prefería llamar a los playos, a los maricas, a los maricones, “a la escoria, a la bazofia”, como también los llamaba.

      Habíamos estado peregrinando de bar en bar hasta quedar mortalmente heridos, pero el Procónsul tenía un aguante difícil de emular, así que discretamente yo había empezado a rendir mis vasos de inevitable whisky. Fuimos directamente al legendario Piave, donde el Procónsul se dejó caer él mismo de la cuadrilla oficial y entró a una barra plagada de alcohólicos y borrachos estragados.

      —Maes, esos hijueputas me robaron todo y no tengo ni un cinco. ¿Quién me invita? Porque aquí no aceptan tarjeta de crédito –dijo con una risotada de burla y la población disfrutó de la fiesta que se iniciaba.

      Por la barra asomó la cabeza un hombre pequeño y calvo, Rickie, que fue a saludar con gran estruendo al mejor de sus clientes. El Procónsul casi lo ahoga entre sus carnes al darle uno de sus abrazos epopéyicos, cetáceos. Rickie, el dueño, echó a patadas a un par de borrachos junto a nosotros y nos dio sus asientos. Inmediatamente el Procónsul hizo un ademán y del tropel de automóviles oficiales que rodeaban en ese momento El Piave surgieron dos hombres que no había visto hasta entonces y que limpiaron muy cuidadosamente la formica de la barra. El Procónsul era un hombre muy pulcro.

      Además dispusieron una docena de pequeños vasos, como diminutos barriles, que en el argó etílico se llaman cascos, a lo largo del mostrador.

      —Lo demás es tuyo –le dijo el Procónsul a Rickie, acostumbrado a sus burocráticos rituales. El final de la ceremonia llegó cuando otro de los hombres del Presidente roció sobre la barra una medida de un desinfectante de olor insoportable –"el olor es lo que mata", aullaba el Procónsul– y color verde.

      —El de hoy es con sabor a pino, Presidente –comentó el fulano oficiosa, servilmente.

      —Ya, ya, jalá, jalá –gritó el Procónsul, quien tomó uno de los vasos, lo llenó hasta el borde con el contenido de una botellita que sacó de uno de los interminables bolsillos secretos de su guayabera y vociferó:

      —Mae, este es mi secreto.

      —¿Qué?

      —Aceite, aceite puro. Con eso no hay guaro que resista.

      A mí me dio por vomitar, pero no lo hice. Seguí su ejemplo pero abriendo una de las tres botellas de Chattam Bay que nos había puesto Rickie. El Procónsul se bebía sorbo a sorbo su medicina paladeándola y degustándola sin conmiseración ni

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