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de que aquello llegaría a mi hígado más tarde o más temprano. Tal vez nunca había tenido suficientes huevos ni ganas como para morirme, morirme de veras, y por eso me gustaba tomar. Tomar para desaparecer. Tomar para volverme invisible.

      Sostuve por un instante el vaso lleno de ron y me lo bebí de un sorbo. Repetí dos veces más la operación, hasta que logré alejarme lo suficiente de mí mismo, y pedí coca-cola, hielo y vasos grandes, pero el Procónsul, que hasta entonces estaba muy ocupado con sus propios tragos, destiló:

      —¡A la puta! Vos seguro que en Managua te acostumbraste a esa mierda del Flor de Caña, que hay que tomarlo con coca. Aquí, conmigo, ¡el roncito te lo tomás solo! ¡Qué porquería!

      Pero yo no le hice caso y me lo serví lo más fuerte que pude. A mi lado, se había ido formando una larga fila de alcohólicos contumaces que extendían una mano harapienta frente al Procónsul. Muy ceremoniosamente, y con el imperturbable casco lleno en la mano, el Procónsul les extendía un colón, probablemente porque era lo único que tenía en sus escasos bolsillos, y luego les rociaba un poquito de guaro sobre la cabeza:

      —Mae, es el bautizo del alcohol –dijo guiñándome un ojo sanguinolento.

      La fila iba creciendo y acrecentándose sobre la acera de granito del Piave, como eran las viejas aceras de la ciudad, y algunos de los bolos se rebelaban e intentaban arrebatarle la botella entera al Procónsul. Pero él no lo permitía y contestaba el ataque golpeándolos secamente en la cabeza:

      —Jalá, hijueputa. Los ticos son unos malagradecidos –decía cambiando de un modo brusco su expresión pícara por un violento fruncir de su cara. Era el tic que le daba cuando entraba en cólera.

      Pero el alcohol, más que exacerbarla, atemperaba su naturaleza y evitaba aquellas explosiones de ira incontenible que lo hicieron famoso en el colegio y en la universidad, que me hicieron detestarlo hasta que nos hicimos amigos cuando yo era reportero y él era viceministro del Interior. ¿Por qué un hombre de extrema derecha le había dado armas a Nicaragua? Relaciones estratégicas. No sé, pero en todo caso lo había hecho y a pesar de todos mis resquemores al respecto nos hicimos amigos. O más o menos amigos.

      Cuando ganó la Revolución rompió inmediatamente con el sandinismo y se dedicó a combatirlo hasta que, ya desde la Presidencia de la República, hizo todo lo posible por consolidar el éxito electoral de Doña Viole.

      Viéndolo ahí, endeble, decadente, tambaleante y débil, frágil, desechable, absolutamente borracho, era difícil creer que ese hombre controlaba un país. Una banana republic, es cierto, pero república al fin.

      Desde que tuvo uso de razón y huyó del alcoholismo de su padre, cayendo ciegamente en él, para repetir el infierno paternoy no rehuir a su destino, o simplemente para sobrevivir y echar pa’lante, ya no lo sabré jamás, ese hombre había hecho de la política su razón de vida: como un meteoro envuelto en llamas había pasado por todos los estadios de la vida pública del partido.

      Según la biografía oficial: Embanderador, a los 10 años; guía electoral, a los 12; joven en la Juventud, a los 16; líder de la Juventud, a los 16 y medio; regidor, a los 20; diputado, a los 24; joven visionario, a los 25; miembro de la asamblea nacional, a los 25; ejecutivo del directorio político, a los 28; director de transportes para las elecciones, a los 28; asistente personal del fundador del partido, a los 28; ideólogo minoritario, a los 28; asesor privado del Presidente de la República, a los 28; ojos y oídos del supremo líder, a los 30; ideólogo mayoritario, a los 30; el mandamás, a los 30; el hombre fuerte, a los 30; el heredero, a los 32; el hombre que traza la línea del partido, a los 32; secretario general, a los 32; el líder natural, a los 32; director político de la campaña, a los 34; director general de la campaña, unos meses después; viceministro (Interior y Policía) y luego ministro (Relaciones Exteriores), a los 35; precandidato sin apoyo de la maquinaria, a los 35; precandidato con apoyo de la maquinaria, un año después; candidato, a los 37; favorito para ganar las elecciones, a los 37 y medio; presidente electo, a los 38; presidente elegido para la gloria –es decir, hablo del futuro–, a los 42.

      A los 45 o 50 probablemente sería presidente del partido y después se dedicaría a recobrar el sueño de su juventud: “hacer plata, mucha plata”. La NED –léase, la generosidad de los gringos–, la coyuntura política y la crisis centroamericana le habían dado algo con qué empezar “un capital”. El Procónsul lo soñaba todo, soñaba su improbable futuro tal y como hasta entonces había hecho realidad todos sus sueños, dentro de la radiactividad alcohólica que gobernaba su cerebro.

      Después supe que era un invicto coquero y que jalaba coca como ninguno y que algunos de sus accesos de mesmérica locura no se debían tanto al vulgar ron sino al espídico polvo blanco. Pero la cocaína la reservaba a La Segua, la favorita, entre todas sus concubinas.

      “Este carajo era el presidente de mi país, de mi país que no es el mío”, pensé en igual grado de congestión etílica, pero me detuve a la salida del pensamiento y no pronuncié palabra.

      En realidad es imposible conocer a un hombre desde la familiaridad: el político en calzoncillos será irremediablemente siempre eso. Antes que cualquier otra cosa veremos los malditos calzoncillos llenos de mierda, su olor rancio de antenoche, sus ojeras legañosas, su alcoholismo, su estúpida humanidad miserable, su inexactitud humana cagándose en la vida de los compatriotas que lo eligieron: no para que fuera uno de ellos, primus inter pares, sino para que fuera mucho más que ellos. Para que fuera un buen padre y un buen hijo y sacara al país de la crisis, porque cada cuatro años, conforme tocaba el turno de las elecciones y la sucesión presidencial, había una nueva. Vivimos en crisis.

      La crisis institucional. La crisis arancelaria. La crisis fiscal. La crisis industrial. La crisis social. La crisis parlamentaria. La crisis alimentaria. La crisis ideológica. La crisis constitucional. La crisis gubernamental. La crisis general. La crisis crisis.

      El Procónsul había llegado hasta la Casa Presidencial, que ya no era una simple torreta de madera del siglo pasado, situada a un costado del Parque Nacional, desde la cual se dominaba la ciudad, a inventar una nueva crisis: sino a inventarla, al menos a darle un nombre. La crisis permanente, como la revolución permanente del Che Guevara. “El Che, un hombre a quien amo secretamente”, como había dicho alguna vez Morales Santos.

      Pero el Procónsul era tan solo nuestra imagen reflejada en un vaso de ron. Era lo mejor de nosotros y lo peor: todo junto, todo revuelto, mezclado hasta la imposible recomposición de sus partes originales.

      Un botellazo en el suelo me hizo volver a mí. El Procónsul estaba rompiendo contra la barra del bar las botellas.

      —A veces se pone así –me dijo conmovido el ministro de Educación. El Procónsul me miró y quiso brindar conmigo:

      —Mae, ¿qué te habías hecho? –me dijo en un rapto de júbilo.

      —Un besito –y me besó húmedamente en la frente. Junto a nosotros se había ido acumulando no solo una fila de borrachos, sino también de pordioseros, lavacarros y robacarros, vendedores de lotería, limpiabotas, mujeres con chiquitos recién nacidos en los brazos, rencos, cojos, ciegos, sordomudos, hombres y mujeres en sillas de ruedas y con muletas, lisiados y niños descalzos que reclamaban un poco de atención del Procónsul.

      —Mejor nos vamos –me dijo suavemente el ministro de Educación, agarrándome del brazo.

      —Los quiero. Los quiero a todos –gritaba a voz en cuello el Procónsul. La gente lo vitoreaba y lo abrazaba.

      La caravana se puso en marcha y yo no supe cómo llegué hasta su lado de nuevo. Estábamos de nuevo en un asiento de atrás cuando el Procónsul adquirió una coloración pálida en su tez, comenzó a sudar intensamente y se desvaneció de pronto.

      —No se preocupe, es el ciclo –me dijo el ministro que asomó su cabeza desde la parte delantera del automóvil.

      El chofer continuaba imperturbable manejando hacia el centro de San José y nos colamos por el arteriosclerótico y enmarañado tejido de calles y avenidas que trazan y destrazan el indescifrable casco urbano.

      —¿Dónde?

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