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atardecido del todo. Nos detuvimos, aún flotando en el mar de la intranquilidad, en una de las dos avenidas que rodean el Parque Central, y bajamos. Yo me quedé viendo tristemente la sombra gris de la Catedral y me mezclé con la distante turbamulta que me apartaba sin verme o que se tropezaba conmigo.

      Como pude llegué hasta una de las puertas de La Perla, en la pura esquina, y esperé a que sacaran al Procónsul. Para mi sorpresa él salió por su propio pie y absolutamente fresco, totalmente cubierto de sudor, pero esta vez de un sudor más tranquilo, tal vez de una simple transpiración, como quien ha pasado por una alucinación o por un violento descenso de fiebre. Venía con una guayabera nueva y no la arrugada de un instante antes.

      —Olé –me dijo, y percibí el inconfundible aroma de colonia barata y de gomina en el pelo. Y sonrió de nuevo.

      Entramos en el aire ruidoso de La Perla y el ritual recomenzó: el cajero de turno llamó al dueño y el Gallego de turno salió de la bodega para abrazar al Presidente de la República.

      —Quiero lo de arriba –le dijo Morales Santos casi al oído.

      Entonces el Gallego nos condujo con grandes trancos hasta un mezanine desde el que se dominaba el salón y que estaba decorado con figuras de vegetación perlada. El espacio de los diseños estaba cubierto por pequeñas perlas de colores. Nos sentamos algunos pocos: el Procónsul, yo, el ministro, el chofer y un par de guardaespaldas en otra mesa. Estos últimos se dejaron caer sobre los asientos y de inmediato empezaron a roncar.

      Llegó luego un camarero vestido de esmoquin blanco y corbatín perlado.

      —Don Lucho –le dijo al Procónsul y le estrechó la mano.

      —¿Qué pasó, Macho? ¿Todo bien? –replicó el Procónsul súbitamente alerta.

      —¡Pura carnita, don Luchito!, ¿nada de aquello?

      —¿Cómo que nones? Llamame a ver qué se puede hacer –replicó el Procónsul sin rubor. Y siguió hablando:

      —Y bueno, traenos café, yo no sé, café con leche, tostadas, unos arreglados, tamales. Así, así, variadito, como a mí me cuadra.

      —¡Okey!, ¡okey! –contestó el Macho haciéndose un chorro de humo. Entonces el Procónsul me dijo:

      —¡A la puta, si uno cumpliera todas sus promesas!

      Y mecánicamente, desafiante, a boca de jarro añadió midiendo sus palabras, midiendo la expresión de mi rostro:

      —Ahora me comprometí a llevar a la cárcel a esos hijos de puta que hicieron lo de La Cruz –me dijo como si dejara salir por la boca una honda exhalación, como si de pronto todo el peso de aquella súbita responsabilidad le hubiera caído encima.

      —¿Y vos, a qué mierda viniste? ¿Te mandaron los compas a ver cómo salía del enredo? ¡Claro que fue una torta, pero, idiay, ni modo que yo me pelee con todo el mundo porque le cortaron la jupa a unos cabrones comunistas!

      No había dejado de terminar la frase cuando yo me lancé sobre él. Fue apenas el reflejo de unas ganas que se me depositaron en las manos. Fue el reflejo de caerle encima, pero no lo hice. No sentí nada más. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me desperté. Seguía en el mezanine pero solo veía la claridad proveniente del primer piso y el Procónsul asomado al balcón agitando los brazos. Alrededor tenía a los guardaespaldas y cuando traté de incorporarme un par de brazos me agarraron y me devolvieron de un tirón al fondo del asiento:

      —Tranquilo, mae, tranquilo.

      El Procónsul volvió a verme y me hizo un gesto de atraerme con los dedos. Entonces me soltaron. Sentía la cabeza dormida, probablemente por el guaro, y solo horas después, muchas horas después, luego de aquella noche efímeramente interminable, fue que me tumbé de dolor. De dolor y de estupor. El Procónsul había querido percatarse de que no era yo quien le había tendido una trampa. Una trampa de dólares.

      Volví a La Perla. Me acerqué hasta el Procónsul, hasta un hombre gordo convertido de nuevo en Procónsul y, sin que yo lo advirtiera, transformado rápidamente en Presidente de la República. Me abrazó y yo también me asomé hasta el balconcito que formaba el entrepiso encima del gran salón de La Perla. El lugar estaba atestado de gente que quería ver al líder. Después me dijeron que desde el Parque Central había corrido la voz que el Presidente estaba en la cafetería.

      La muchedumbre se fue acercando poco a poco. El tránsito se paralizó. Muchos abandonaron los vehículos para ver qué estaba ocurriendo. El Procónsul aprovechaba cada uno de sus momentos de gloria. Lucía ahora una guayabera de noche, blanca, más elegante y de mangas largas.

      Dejó de abrazarme para alzar los brazos y rodear a la multitud que se reía.

      —Así es mejor, mae, porque no los tengo tan cerca. No los tengo que tocar, ni oler, ni manosear –me dijo volviéndome a ver, a mí y al gentío, simultáneamente, encuadrándonos a cada uno con uno de sus ojos.

      El Gallego, abajo, estaba como loco repartiendo frías y gritando:

      —¡Mucho! ¡Mucho, Lucho! –ante la aclamación general. Sus exclamaciones se borraron bajo la música de un mariachi que fue invadiendo una de las puertas de La Perla que daban a la calle. Habían subido cuatro cuadras por la Avenida Segunda, desde La Esmeralda hasta La Perla, solo para ver al Presidente y cantarle “su canción, don Luchón”: El Rey.

      —El Presidente es un romántico, ¿verdá? –acotó oficioso, labioso, bilioso, el Ministro de Educación.

      —A don Luis Alfredo lo que le gusta es el tango, pero, ¿idiay? –añadió con una pizca de veneno.

      Pero El Rey no estaba del todo mal para el rey de la noche. Para el rey de La Perla. El gran coro de los asistentes desafinó amorosamente El Rey y un gran sombrero de charro fue de mano en mano para volar hasta el mezanine y de ahí hasta la cabeza perlada de sudor del Procónsul:

      —Pero después no digan que soy mariachi –gritó a la multitud sorprendida, que respondió con risas y aplausos.

      El Procónsul, ahora convertido en el rey de la noche, siempre suelto de lengua y de relaciones humanas, fácil de maneras y ajeno a cualquier sentido de la política que no fuera un estricto pragmatismo apegado a las más autóctonas tradiciones parroquiales, no tenía ningún reparo en hacer un inocente chistorrete sobre el enemigo de su padre político. Si hubiera podido, aunque le faltaba el ingenio necesario, también lo haría de Figueres, el fundador de su propio partido. Su admiración, casi adoración inicial, por el moribundo caudillo –comandante en jefe del Ejército de Liberación Nacional, 40 años atrás–, fue “una enfermedad tropical que se cura con el tiempo”, como él mismo decía en privado. Y aquel amor, como la mayoría de los amores del Procónsul, se transformó en pasión y más tarde en querencia hasta podrirse, ya harto del uso y del abuso de aquella peligrosa afinidad electiva, en malquerencia y luego en repulsión, cuando no en abierta ojeriza.

      Aunque la complejidad de las emociones humanas no puede simplificarse en una palabra y, de todas formas, no hay ninguna que pueda expresar a la vez, en su único e unívoco sonido, el rencor, el desprecio, la rabia, la envidia y la repugnancia, unidos al más profundo amor. Al fin y al cabo, todo aquello le había servido al Procónsul para el único acontecimiento irrefutable que dominaba su vida por completo: trepar, subir, ascender, escalar, llegar, verbos que le habían dado una definitiva y característica orientación a su existencia hacia la acción y hacia la obtención de resultados por encima de cualquier cosa.

      No en balde el Procónsul había leído muy pocos libros en su vida, tan solo los suficientes para obtener una carrera de Derecho que nunca ejerció, aunque tenía un bufete bien montado y servido por sus amigos políticos. Ni siquiera era un ferviente devorador de best-sellers (“beselers”, como él mismo decía entre dientes), aunque había subrayado y anotado personalmente las obras de Khalil Gibrán (El profeta y El jardín del profeta), Richard Bach (Juan Salvador Gaviota e Ilusiones), Dale Carnegie (Cómo ganar amigos), Og Mandino (El vendedor más grande del mundo) y Lilia Ramos (Qué hace usted con sus angustias); algo de Lenin, no demasiado;

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