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y que había desaparecido durante mis diez años de ausencia. Por eso debería cambiarle de nombre a aquel nuevo país que me encontré y que quizás no exista fuera de mi propio espanto.

      Aquella era una mañana despejada, pero en el valle central nunca se sabía. Las nubes son un territorio volátil. Me acerqué a mediana velocidad a la vieja casa de mis padres, pero luego desvié la dirección lejos de aquel barrio de clase media–media que me era tan poco estimulante. Apenas tuve tiempo, durante unos instantes, de contemplar los escombros de mi infancia.

      Seguí hacia la ciudad por el Paseo Colón y hasta la Avenida Central. En las esquinas ya comenzaban los pregoneros a sentarse y a tomar café sobre las inmensas pilas de periódicos que empezarían a venderse unas horas más tarde. Compré uno de los diarios y me fui a Chelles.

      El lugar era una de las pocas cafeterías de 24 horas en San José y en todo caso era la mejor. En todo caso, fue el comienzo y el fin de todas las borracheras posibles e imposibles de mi etapa prerrevolucionaria. Chelles había sido nuestro ombligo con el mundo y era difícil no sentir cariño por aquella cafetería un poco ruinosa que seguía contando las horas en el minutero de una conversación. Pero el mundo ya no tenía ombligo. Para mi desilusión, habían desaparecido los reservados de Chelles, donde uno podía llegar al borde del orgasmo con una mirada o una rápida caricia debajo de la mesa. El Gallego, el propietario, había decidido acceder a la modernidad y en lugar de los asientos de madera altos y discretos, donde nos ocultábamos de la sociedad de consumo, según creíamos nosotros, se decidió por el pragmatismo vulgar: filas de sillitas de vinil y mesas de formica para cuatro personas. Y la intimidad desvanecida.

      Pero el café sabía exactamente igual que hace diez años y probablemente tenía algo menos de haber sido chorreado.

      Nadie me reconoció. Las saloneras eran nuevas, el Gallego estaría de seguro durmiendo y frente a la caja había un bigotón salido de una película de cine mexicano. El Jorge Negrete del café con leche, el Pedro Infante de los arreglados, el Pedro Armendariz Jr. de las tostadas con mantequilla.

      ¿Dónde estaba el alba que no llegaba o que se me había ido de las manos? Siempre me había gustado tomar el amanecer en Chelles o en La Perla, frente al Parque Central. Alguna vez llegamos a permanecer 50 horas continuas y heroicas en Chelles y consumimos, entre toda la tribu, no sé, unos 300 cafés, más de 100 birras, por lo menos 60 arreglados, 30 sánguches de queso amarillo y casi 500 bocas de arroz con carne, mexicanas, ceviche y frijolitos blancos. Pero esos eran otros tiempos. Los tiempos heroicos. Los tiempos prerrevolucionarios. Los años insaciables.

      Pedí un café con leche y un gallo pinto y me puse a leer el periódico. Había pasado menos de un día desde el hallazgo y me horroricé al ver las fotos.

      Un grupo de universitarios inició una peregrinación –hablaban también de romería y de excursión– hacia La Cruz y desapareció. La fecha es significativa: 19 de marzo, Día de San José, inevitable patrono de la capital. Al día siguiente, a las seis de la mañana, un equipo de montañistas de la Cruz Roja se preparaba para buscar de rutina a los extraviados cuando recibió un aviso. Simultáneamente, el guarda de La Cruz apagó el sistema de iluminación y tardó apenas un instante en darse cuenta y empezar a gritar.

      Siete cuerpos estaban suspendidos desde distintos puntos de la cruz. Ninguno tenía cabeza y se encontraban desnudos, chamuscados y con las palmas de las manos y de los pies quemados, probablemente como consecuencia de la alta tensión. ¿Alguno de ellos era Jaime? No lo creía, pero uno no sabe nunca. Cosas del corazón. No había rasgos particulares ni señales de identidad –aparte de los signos de la violencia–, pero al mediodía los familiares los reconocieron en la Morgue Judicial.

      La investigación comenzó inmediatamente pero la policía se encontró con una inundación de rastros e indicios incoherentes: miles de huellas y pisadas de romeros, visitantes y peregrinos. En la cruz se hallaron densos regueros de sangre y también en uno de los matorrales detrás de la casamata de cemento del guarda. De la estructura se va hacia un espeso bosque que parte abruptamente en dos la ladera de la montaña, por lo que es imposible que alguien subiera o descendiera por ahí. La montaña baja después a ras hasta una interminable cantidad de fincas, caseríos remotos y dispersos y pequeñas propiedades que se desperdigan hasta descender por las faldas bajas y ramificarse en los pueblos cercanos. Un laberinto de matorrales.

      En la arboleda se documentaron mayores indicios, pero nada específico o digno de contar. El camino era uno solo, pero los atajos, claros en la espesura, bajos y honduras eran incontables. En el grupo había tres mujeres y las tres habían sido visiblemente violadas y torturadas. Presentaban señales de golpes, moretones, quemaduras y laceraciones. Una de ellas no tenía órganos genitales y otra más carecía de los dedos de la mano izquierda. ¿Por qué de la mano izquierda? No sé por qué doy estos detalles y ni siquiera estoy seguro de que sean verdaderos, aunque los detalles siempre parecen ser auténticos. Las cabezas, al menos no todas, no se habían recuperado. El corte probablemente se hizo a machete, pero, por indicios que se conocieron después, era casi cierto que todos hubieran fallecido antes de la mutilación. Me enteré de esto más tarde, pero, de todas maneras, lo único que saqué en claro es que alguien quería enviar un mensaje fuerte y claro. En mi mente apareció la mirada desconocida del Panameño, un personaje del que lo ignoraba casi todo.

      De camino hacia San José había gritado y llorado a gritos dentro del automóvil, con las ventanas cerradas, como sintiéndome gravitar en un hilo tenso que me llevaba de un extremo a otro de mi destino. Gritado y llorado a gritos con todo lo que daban mis pulmones. A veces detenía el automóvil y con el motor aún encendido simplemente dejaba suspendida mi cabeza sobre el volante o le daba de puñetazos a la puerta del jeep, al panel de control o al parabrisas, y durante el camino permanecí alimentado por el combustible de mi remordimiento. Estaba metido en una trampa para bobos y los hilos comenzaron a dolerme mientras leía los periódicos. Ya había llorado bastante y ahora estaba exhausto, pero seguía con las ganas encerradas de matar a alguien. Es ahí donde se tranza el nido de la venganza, de la venganza abstracta e inmisericorde. Pero en mi caso ese sentimiento no era nada más que mi traje de hierro de protección contra mi propia impotencia, contra el hecho de sentir que no estaba a la altura de las circunstancias y de reprochármelo dolorosamente.

      En aquellos primeros días pude haber pensado que Jaime ya estaba muerto y acribillado cuando le troncharon la cabeza. Era mi hijo único y aunque no lo quise demasiado y aunque quizá nunca fui un padre para él ni él un hijo para mí sentía el sufrimiento, absolutamente intolerable para cualquier ser humano, de no saber qué hacer o cómo buscar una salida a mi desorden interno. Había traicionado la Revolución y tendría que pagar por ello. De nuevo, desde niño, me atacaba la maldita culpa. Una culpa, una sufrida culpa que me hacía chocar contra las cosas y contra la gente como si todos tuvieran que pagar por esta afrenta siniestra a la coherencia de mi propio, intransferible fracaso. Y, finalmente, al fracaso de todos los que habíamos colaborado. Compañeros de viaje de nuestra frustración. Nosotros, los vencidos. Por eso quería saber más.

      ¿Cómo los habían matado? A tiros. Claro. Dos de los cuatro muchachos asesinados (¿cuántos eran?) casi no presentaban signos externos de violencia y la policía presumía que habían sido muertos instantáneamente. ¿A golpes? Jaime, para mi desgracia, no estaba entre los “muertos instantáneos” y nunca, después, pedí mayores detalles, explicaciones, de lo que realmente ocurrió. No quise saber más. Ahora, con los años transcurridos y cuando me imagino que Jaime, el viviente, hubiera sido un gusano más entre los gusanos inermes del Cementerio General me arrepiento de no haberme enterado de eso que Siete Puñales llamaba, pragmáticamente, los detalles. Pero fue la forma de preservar los últimos rasgos de humanidad que quedaban en nosotros.

      Vuelvo a mi relato periodístico: los habían matado a tiros y los casquillos, como era previsible, aparecían dispersos por el sitio: detrás de la casamata, en la arboleda frente al precipicio, alrededor de la base del colosal crucifijo, en círculos, dando vueltas, en el extrarradio del crimen. ¿Con qué armamento los habían matado? Balística tardaría varios meses, sino años, en proporcionar los informes más imprecisos de la policía latinoamericana, pero por la naturaleza de los impactos, el efecto quemante sobre la piel y la expansión explosiva interna

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