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entre fiesta y fiesta. Soportábamos el tráfago de la sinrazón empapándola en Flor de Caña y sudor. A la jauría de periodistas y corresponsales se nos habían unido algunos tigres de Sandino, viejos camaradas y los pocos internacionalistas –sandalistas les decíamos– que aún quedaban en Managua después de la debacle que provocó el triunfo de Doña Viole. Dios mío, la doña Viole: la Viuda, la Madre, la Abuela, la Santa Madre, la Madre de Dios, la Virgen María. Ella era todo eso.

      Ya para entonces Chuchú –o José Antonio de Jesús del Carmen de las Bocas del Toro y Martínez Fitzgerald, Chuchú para los amigos y para las putas– se había convertido en lo que estaba predestinado a ser: un personaje de Graham Greene. El mejor amigo del general Torrijos y uno de los míos vivía en México desde la invasión a Panamá y solo volvió a Managua a despedirse. A despedirse de la revolución y de la vida. Pero su presencia aquella noche me espeluznó. Chuchú me regaló la pistola con la que mataron –¿debo decir, acaso, con la que maté?– a la Comandante Laura.

      Desde la caída de Noriega se había dejado crecer una luenga barba blanca que lo hacía verse como una mezcla tropical de Karl Marx y Abraham. Entre los dos ganaba el patriarca o, más bien, triunfaba desconsoladamente su destino de profeta fracasado sin tierra prometida. La sensación de fracaso era nuestro poquito de cianuro cotidiano que ingeríamos en ayunas, antes y después de cada bebida.

      Luego de aquella fiesta no nos volvimos a ver y poco después supe que se me murió. El pasado no perdona. No debo de llorar por nadie, pero mucho menos por él. Graham Greene lo volvió mucho menos mortal de lo que yo nunca he sido al convertirlo en personaje de uno de sus libros. Debo de llorar por mi hijo Jaime.

      Sin embargo, aquella noche de Walpurgis en la vereda tropical se alegró al verme y al abrazarme con la fuerza invencible de quien sabe que lo ha perdido todo y puede, a pesar de eso, entregarse en un abrazo final. Al día siguiente yo me acordé de la presión exacta de ese abrazo en el instante de conocer la muerte de Jaime y nuevamente comprobé que durante mi vida solo había buscado una cosa en el mundo: el abrazo de mi padre.

      Había buscado todos aquellos años a un padre con la misma esperanza ciega con la que conocí de su muerte a los 12 años, por unos periódicos amarillentos, pensando en que no podía haberse muerto. Era la misma esperanza con la que esperé hasta el final el regreso de Jaime. Ahora quedaba, de nuevo, como otras tantas veces, libre, al igual que me había ocurrido después de la locura de mamá, de mis divorcios o de las sucesivas rupturas amorosas –Lucía, Anitta, la Comandante, Irene, Sandra– con que estuvieron tatuados mis años de hastío en Managua. Porque después de la excitación revolucionaria solo queda el hastío.

      Más que libre me sentí esclavo de un sentimiento de liberación que de pronto me lanzó al vacío y más tarde a una tristeza más allá de la tristeza. A la infelicidad. O a la conciencia de la infelicidad. Era el hecho de saber que no sos de nadie, que no tenés ninguna amarra con el mundo y que solo sobrevivís enredado a unos pocos hilos deshilachados de tiempo perdido en la memoria. Mi niñez probablemente feliz en los bananales de la Chiriquí Land Company, en Panamá, donde mi abuelo fue maquinista de primera clase y mi abuela enfermera del hospital militar contra el paludismo. Mi adolescencia seguramente estúpida en el Valle Central. Mis poquísimos días como aprendiz de cinéfilo en París o en Praga. Mi vida de adrenalina en adrenalina como sucesero en La Hora y, por supuesto, el triunfo, la Revolución, mis amores perdidos con Lucía Re –¿dónde estará Lucía Reyes–. O también algunos nocheydías alucinantes con Laura, laComandante. No conocí con ella el amor ni la placidez, pero sí la pasión y el desasosiego, a ratos el odio, pero siempre un amor tan fuerte como el odio.

      Busqué a Chuchú y a otros amigos aquella noche de Walpurgis, en la vereda tropical, pero la mitad de los cuates ya se había largado de Managua. La otra mitad no me servía. Vivía en una juerga interminable después de las 7 u 8 de la noche en El Lobo Jack o en Los Ranchos. Un inmenso palenque de paja en forma de cono, en Los Ranchos, el restaurante preferido de Somoza y de los comandantes, era lo único que dividía la ciudad fantasma del cielo cargado de estrellas.

      ¿Había decidido volver? No. No tenía más remedio que volver. Durante décadas rehuí mi difusa identidad. En la escuela aprendí que la patria –aquella abstracción moderna– era una especie de trapecio entre el Caribe y la Mar del Sur, en el límite más lejano de Mesoamérica y del imperio azteca. Un paisesitode mierda, decíamos en los años de los heroicos furores. Un país que no existe sino en el olvido, agregaba yo.

      Había decidido volver. ¿Por qué no? Hay que aceptar la geografía como la maldición que es. ¿Para qué volver a un lugar sin unidad espiritual, a una tierra sin historia, a una nación sin identidad? No quería volver y enfrentarme al fracaso de no haber llenado de sentido aquel territorio. Un trapecio incombustible como una balsa de selva en un Caribe en llamas. Había decidido volver y consumirme en mi miserable pequeñez de exiliado, mercenario de una revolución acabada.

      Era un país de mentira al que yo conocía, aunque en realidad uno nunca conoce un lugar que no ama, solo lo acepta. Un país cuya meseta, en el centro, vigilada por el rostro sin ojos de la enorme cruz de Alajuelita, permanecía aislada del resto del mundo y de la historia por un cerco de lluvia y por la omnipresencia de las montañas. ¿Cómo evadir aquellos montes? El cerco de la paciencia, la selva de la tranquilidad.

      “En Costa Rica no pasa nada desde el big bang”, le había escuchado decir a Nacho, un cooperante español.

      “No pasa nada”, me susurraba a mí mismo, “desde el big bang”, en una mueca interior de desprecio, haciendo caras frente a un espejo roto, aunque el desprecio no era hacia aquella costa risa de la que se burlaban los propios costarrisibles, sino hacia mí mismo y mi fracaso. Había hecho lo posible por escabullirme de aquella fatídica metafísica del ombligo a que nos había reducido nuestra completa orfandad de conciencia histórica, de identidad ideológica. Escaparme de nuestro infiernillo menor y sus pecados veniales, del pueblo pequeño y del infierno grande, que a veces nos hacía emular una horrorosa, imposible quimera igualitaria, una utopía adocenada y asfixiante.

      Ya no éramos la arcadia agrícola de las guías turísticas. ¿Qué éramos? ¿Una vitrina de la democracia? Hace diez años yo no quería democracia, quería una revolución. Ahora volvía a la mediocre seguridad de la que nunca había logrado salir, de la pequeñez de la que es inútil intentar escapar.

      Escapar. Ya era muy tarde. Todo estábamos presos en el mismo redil incestuoso, porque la única maldición peor que la geografía es la familia. A todas partes irás con tu maldita hermandad a cuestas, sin salir de la casa, como una fatalidad doméstica, porque nosotros, los costarrisibles, éramos una familia.

      Recorrí por última vez las largas, ardientes, encerradas horas muertas de Managua. Solo una bocanada de aire caliente vino a despedirse desde la garganta viva del lago. Con la ciudad a oscuras todavía era posible percibir cómo lo sólido se descomponía en el aire. Volví a surcar los senderos de la ciudad apagada, a recordar la pirámide kitsch del hotel Intercontinental, a ver en la memoria la flama permanente que recuerda a las víctimas en la toma del búnker del cerro de Tiscapa, a entrever los cascarones desvencijados de los antiguos edificios dictatoriales a lo largo de la desaparecida avenida Roosevelt. Por aquí y por allá vi los vestigios de una Managua que no conoceré, zonas irreales de un trazado real, ruinas inverosímiles de algo que alguna vez tuvo sentido, palimpsestos de una escritura urbana que el terremoto cuarteó.

      A pesar de los apagones, durante aquella noche oí un ejército de camiones IFA, de Alemania Oriental, y de helicópteros rusos desmontando ruidosamente el Estado y llevándoselo para la casa. Trasladaban electrodomésticos, mobiliario, oficinas, ministerios, a veces edificios enteros. Como si se tratara de maquinaria pesada se lo llevaron todo. “No se cogieron el lago de Nicaragua porque no les entró en el jeep”, me dijo alquien en aquellos días.

      Me dirigí al majestuoso salón de madera y vidrio del centro de convenciones financiado por los europeos y erigido a la memoria del primer ministro sueco asesinado, Olof Palme. El edificio era una curiosidad. Fue lo único que se construyó en Managua durante la revolución. La movilización de seguridad y de agencias de noticias me aseguró que Ortega se encontraba en el recinto acordonado.

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