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en una pelea que pasó la historia como la “cuenta larga”.

      Han surgido más mitos en torno a los boxeadores que a casi cualquier otra figura deportiva. En innumerables relatos, el boxeador encarna al rebelde que dedica sus poderes aparentemente sobrehumanos a luchar por un lugar dentro del orden social, por lo que a menudo simboliza la revuelta del individuo contra las represivas convenciones sociales. En conexión con la obra de Coleman, casi parece imponerse una interpretación simbólica de la lucha entre Dempsey y Tunney: si se tiene en cuenta junto a los fragmentados de frases recitados, parece aludir a los conflictos de la historia irlandesa. Pero la obra de Coleman no pretende ni explotar el mito del boxeador, ni deconstruirlo. Aunque Box puede sugerir tales interpretaciones, estas perspectivas se desvanecen de inmediato tras el impacto estético de sus estímulos visuales y acústicos.

      Según la versión histórica, Tunney se lo jugaba todo en aquella pelea. Se trataba de una revancha, y tenía que ganar por segunda vez para conservar su título. Al empezar la pelea tiene estatus, y al mismo tiempo no lo tiene. Para seguir siendo campeón tenía que repetir, podría decirse que incluso reiterar, lo que ya es. El motivo de la repetición en un momento de inestabilidad existencial caracteriza la obra de Coleman. En un combate de boxeo, no se trata solo de los dos contendientes, sino también de los espectadores que comparten un espacio y un tiempo; la división entre el ring de boxeo y el espectador parece anularse porque el espectador se identifica con uno de los boxeadores. De manera similar, en su obra Coleman sustrae la división la división entre la representación de un suceso histórico y su experiencia presente, entre la representación artística y su percepción (física). En su ensayo de 1987 Del boxeo, Joyce Carol Oates describe un combate de boxeo como un diálogo artístico entre dos cueros, comparable con la danza o la música26. Para Oates, el boxeo resulta “increíblemente íntimo”, lo cual puede parecer extraño, pero realmente refleja una experiencia que, hasta cierto punto, corresponde al sentimiento que suscita la instalación de Coleman. El ritmo que resuena en el propio cuerpo y el drama de la palabra hablada remedan el sentimiento de hallarse tanto en el cuerpo como en la conciencia del boxeador. En ese instante, la división entre interior y exterior se vuelve permeable; como ocurre con el boxeador, que está aislado y al mismo tiempo es el centro de un campo perceptivo nervioso, cargado de energía, que dirige un público. Coleman organiza un cuerpo (visitante), que establece un vínculo con el aparato visual y acústico. Lo cual resulta más evidente en las imágenes remanentes [afterimages] que el ojo del espectador produce en la pantalla como reacción a los bruscos contrastes entre luz y oscuridad, a la alternancia abrupta de imágenes brillantes y segmentos de filme negro. Estas imágenes añaden una vertiente física incontrolable a la obra de arte, que llena el espacio entre proyecciones intermitentes de imágenes con la retroalimentación del espectador.

      Esta fusión de aparato corporal y cinematográfico, de percepción y representación, recuerda al gesto revolucionario con el que Walter Benjamin, mediante las figuras del espacio corporal (Leibraum) y el espacio visual (Bildraum), desarrolla la visión de un mecanismo que absorbe al sujeto; de una imagen que, como escribe Sigrid Weigel, “se aproxima al sujeto y se materializa en inervaciones físicas”27. Coleman conecta el aparato perceptivo al cuerpo del espectador, con lo que vincula el mecanismo a una experiencia viso-aural. Así, no solo se produce la experiencia estética altamente compleja de la obra de arte, en la que cada tema, estructura y efecto se entremezclan y encajan, sino que también se acaba generando una interrelación de diversos niveles temporales. La representación del suceso histórico y la percepción de la obra de arte, devienen, por así decirlo, mutualmente permeables. Durante un instante, parece como si lo histórico no estuviera descrito ni representado, sino que más bien se hiciera presente y quedara suspendido en la experiencia estética.

      LA ESTRUCTURA TEMPORAL DE BOX RITMO, FRAGMENTACIÓN Y REPETICIÓN

      El ritmo (la estructuración del tiempo) es el principio estructural, temático y estético central de Box. A nivel estructural, Coleman se basa en el cine experimental, de manera más concreta en los flicker films de la década de 1960, los cuales generan una experiencia visceral porque estimulan y confunden la percepción con la interrupción, pues detienen el tiempo alterando la ilusión de movimiento cinematográfico. En su forma más rigurosa, esta clase de filmes solo utiliza los componentes esenciales del medio: un parpadeo de imágenes de claro a oscuro, y alternancia entre sonido y silencio a un ritmo ordenado.

      El ritmo, que es una medida de tiempo sujeta a ciertas reglas, es un componente significativo de Box no solo en términos estructurales sino también temáticos. El combate de boxeo podría describirse como un drama temporal, o, mejor aún, como una lucha con y contra el tiempo. Esto se da especialmente en la pelea en la que se basa la obra de Coleman. A fin de cuentas, pasó a la historia como la “cuenta larga”, donde, supuestamente, el ganador debió únicamente su victoria a la prolongación de la medida del tiempo: la de la cuenta del oponente que yacía en el suelo. Oates escribe sobre la importancia del tiempo en el boxeo:

      Cuando un boxeador queda “noqueado”, no quiere decir, como suele pensarse, que lo hayan dejado inconsciente, o incluso incapacitado; lo que significa, de manera bastante más poética, es que lo han noqueado del Tiempo. (La cuenta dramática hasta diez del árbitro constituye una especie de paréntesis metafísico, en el que debe penetrar el boxeador caído si espera continuar en el Tiempo). En cierto sentido, hay dos dimensiones del Tiempo que intervienen de manera abrupta: mientras que el boxeador de pie se encuentra a tiempo, el caído se queda sin él. Al quedar descontado, solo cuenta como “muerto” […]28.

      El tiempo, o, mejor dicho, la medida del tiempo es clave en la historia del boxeo. Las reglas de Queensberry se introdujeron en Inglaterra en 1867, y otorgaron al boxeo un nuevo ritmo y marco temporal, civilizándolo y elevando la aceptabilidad social del espectáculo visual. También regularon la pelea en términos temporales, al introducir los asaltos de tres minutos con descansos de un minuto y diez segundos, para que el boxeador pudiera levantarse si lo habían noqueado (antes, la cuenta llegaba a los 30 segundos). Estas regulaciones debieron de considerarse sintomáticas de una transición histórica. Concretamente, del desarrollo del tiempo controlado y estandarizado -la Hora Oficial Mundial se introdujo en 1884- que estructura la experiencia privada y pública de las sociedades industrializadas del s.XIX. Del mismo modo que los silbatos de la fábrica estructuraban el tiempo laboral y su interrupción, las nuevas reglas prescribieron un ritmo temporal para los asaltos y descansos del combate de boxeo. Es decir, el boxeo se adaptó al pulso de la edad moderna, al hecho tangible del transcurso del tiempo. Como escribe Oates, el tiempo se convirtió en el “oponente invisible”29 que puede golpear o noquear al boxeador. Es la invencibilidad del tercer oponente, el tiempo, lo que justifica el aura a menudo melancólica que rodea al boxeador, héroe y al mismo tiempo víctima tanto del público como de los entrenadores codiciosos. El boxeador solo pelea para volver a pelear y, al final, para aproximarse aún más a una derrota final, y con ello al inevitable declive social, emocional y mental. “En el ring, los boxeadores habitan un tiempo curioso, ‘lento’ […], mientras que fuera de él habitan un tiempo alarmantemente acelerado”30. Inevitablemente, el tiempo del boxeador se acaba.

      Resulta muy destacable que Coleman sustituya esta concepción lineal con los principios de la fragmentación y la repetición. No hay comienzo ni fin en la pelea, igual que no hay ganador ni perdedor; el principio rítmico de la obra establece un bucle interminable. La experiencia del tiempo que Coleman concreta no es narrativa ni se centra en un fin, como sí ocurre en la concepción del tiempo y el movimiento que tiene Lessing, sino que utiliza repeticiones, retroalimentaciones y bucles entre aparato y cuerpo. El libro de Rosalind Krauss, El inconsciente óptico, publicado originariamente en 1993 y dedicado a la temporalidad de lo visual, resulta revelador en este contexto. A diferencia de la concepción atemporal e incorpórea de la visión típica de la modernidad, Krauss combina la visión con el tiempo, el cuerpo y el inconsciente31. En una especie de anti-historia de la visión en la modernidad, el título de su obra remite a la” Pequeña historia de la fotografía” que Walter Benjamin escribió en 1931, la cual describe la especificidad del medio fotográfico para generar significado, la capacidad que tiene la cámara de captar el tiempo y el movimiento de una forma imposible a simple vista32. Benjamin combinó una perspectiva psicoanalítica

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