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ninguna otra profesión ha aumentado tan espectacularmente de estatus como la del artista, ya que encarna a la perfección la idea actual preponderante de subjetividad creativa y autónoma. Aunque según esta perspectiva empírica resulta evidente que el arte tiene un impacto significativo, queda mucho menos claro cómo se produce ese impacto.

      Más allá de la obra de arte, afirmo que el formato expositivo es el factor clave para que el arte resulte relevante para la sociedad. En este sentido, la popularidad actual de las exposiciones no es un fenómeno completamente nuevo, sino la continuación de un éxito que se inició hace 200 años: el dominio creciente de un ritual -el de la exposición- propio de sociedades democráticas occidentales de mercado, que establece y representa sistemáticamente un conjunto importante de valores y parámetros que eran y siguen siendo fundamentales para tales sociedades: la concreción de la noción lineal de tiempo; la valorización creciente del individuo; la atribución de una importancia excepcional a la producción de objetos materiales, y su circulación consiguiente a través del comercio.

      La exposición en su formato canónico del s. XIX, y el museo en sí, proporcionan un mecanismo de refuerzo que los vincula a las nuevas instituciones de formación social regidas por lo que Michel Foucault denominó el tiempo evolutivo2. Al recopilar artefactos del pasado, el museo da forma y presencia a la historia; de hecho, la inventa al definir el espacio para el encuentro ritual con el pasado. El museo divide el tiempo en una serie de fases que conforman un camino evolutivo lineal, organizadas en un itinerario que la ruta del visitante traza una y otra vez, y proyecta el futuro como vía de desarrollo ilimitado. En todos estos sentidos, el formato expositivo remite y recuerda a otras instituciones nuevas disciplinarias y formativas a través de las cuales, mediante una serie de fases que hay que superar adquiriendo satisfactoriamente determinadas habilidades, se anima a los individuos a considerarse seres que han de perfeccionarse constantemente.

      Y, sin embargo, para la trascendencia social actual de la exposición aún resulta más importante su capacidad de crear y cultivar un nexo concreto entre el individuo y el objeto material. La noción de individuo es clave para la exposición, y se cultiva a dos niveles. En primer lugar, mostrando obras que se basan en y por lo tanto también reflejan la subjetividad del individuo (el artista), y, en segundo lugar, porque el museo constituye el primer ritual público que aborda de manera explícita y singular al individuo (dado que la experiencia de la obra de arte visual se concibe de uno a uno, a diferencia por ejemplo del teatro, que se dirige al individuo como parte de un público colectivo). De hecho, el nacimiento del museo supone un punto de inflexión en la historia de la individualización en el sentido en que, específicamente, se dirige al individuo que se entiende a sí mismo, ante todo, como tal. Pero para el desarrollo de esta idea del individuo resulta esencial que pueda distinguirse a través de los objetos materiales. Como lugar destacado en que los objetos materiales se valoran y casi se veneran, la exposición (y la exposición de arte en particular) establece de forma activa una relación entre la producción de subjetividad y la producción de tales objetos. Por una parte, expone objetos derivados de la subjetividad del artista, y por la otra los presenta para que tengan el máximo impacto en la subjetividad del espectador. Sumando estas dos dimensiones, el objeto producido y el objeto consumido (o activa e intencionalmente relacionado), la exposición participa de manera ejemplar en la configuración hegemónica de la subjetividad individual propia de las sociedades de mercado occidentales.

      Y, finalmente, la noción misma de “producto” se ve reflejada y al tiempo enaltecida por la concepción de la obra de arte. Las sociedades de mercado derivan su riqueza de la producción de objetos materiales y de su circulación a través del comercio, y el campo de las artes visuales participa de ese mismo proceso. No solo reitera estos elementos básicos de las sociedades occidentales, sino que, a través del museo, incluso elabora un ritual completo diseñado para dignificarlas al apartar sus objetos de la esfera de práctica y uso, y elevarlos a un terreno en apariencia superior donde se producen el significado y la subjetividad.

      Siguiendo esta línea de pensamiento, la “autonomía” es un eufemismo para el sometimiento del arte a los elementos básicos de la sociedad de mercado democrática y burguesa, y la exposición artística es el lugar donde estos valores y parámetros se cultivan y aplican relacionándose entre ellos. Lo cual suscita dos preguntas decisivas que este libro trata de abordar: ¿Cómo se representa la función de gobierno en las exposiciones actualmente? Y, en segundo lugar, si cada obra de arte exhibida -de manera consciente o inconsciente, querida o no- deviene parte del entorno previamente descrito, y por lo tanto participa de los sesgos políticos del formato expositivo, ¿pueden los artistas intervenir en este formato?

      Para entender estas preguntas resulta útil volver a las ambiciones y sospechas de las vanguardias del s.XX, las cuales atacaron la autonomía del arte para que el arte “volviera a la praxis vital”, como lo formuló Peter Bürger3. El museo en particular se consideraba la encarnación de la exclusión del arte de la vida social. Pero la historia de los movimientos de vanguardia ha demostrado que sus intentos de incrementar la efectividad social del arte quebrando sus convenciones fundamentales -el museo y la noción de obra de arte- debían, en gran medida, fracasar. Con motivo de una retrospectiva dadaísta en París en 1967, Max Ernst le dijo al comisario Werner Spies “exponer el espíritu dadá […]fue como intentar captar la violencia de una exposición presentando la metralla”4. La concepción que tenía la vanguardia de sí misma se basaba en una visión opuesta a las convenciones del arte, pero pese a su objetivo principal de modificar la relación del arte con la sociedad, sus ataques se produjeron en tanto que arte, y, por lo tanto, necesariamente, en el contexto de una relación con tales convenciones. El dilema que planteaba su crítica, que permaneció vinculada a (o incluso dependiente de) aquello que criticaba, quedó completamente claro cuando las primeras vanguardias devinieron históricas y no solo volvieron a incorporarse en el museo, sino que, al hacerlo, adscribieron precisamente tales convenciones a la fijación simbólica y material que pugnaban por superar. Ocurrió lo mismo con las neovanguardias tipo happening de las décadas de 1960 y comienzos de 1970, que se reintegraron en el museo recuperando las mismas convenciones que habían invalidado originariamente: el objeto material, y su permanencia a lo largo de la historia. Cualquier exposición sobre Fluxus, happenings o performance visibiliza esta cuestión: en vez de la singularidad y el carácter vivo del acontecimiento, vemos reliquias, substratos materiales y vídeos reproducidos sin cesar. Sin embargo, esta museización de las vanguardias aún tiene cierto sentido, pues su crítica de la separación entre arte y práctica viva sí pertenecía al museo. Solo dentro de él podrían entenderse los ataques contra las convenciones del arte. El arte de vanguardia acabó convirtiéndose en un arte del museo precisamente por empeñarse en zafarse de él. Sin duda, las vanguardias han logrado modificar de manera sustancial la noción de obra de arte al abrirse a nuevos contenidos y formas. Pero, si se consideran en relación con sus propias ambiciones, a saber, a modificar de manera fundamental la realidad social del arte, fracasaron.

      Teniendo en cuenta la perspectiva actual, y para una generación de artistas que se ha alimentado de los logros (y fracasos) de las vanguardias, su legado incluye dos lecciones a aprender: en primer lugar, que, aunque las vanguardias marcaron el s.XX como época de ruptura artística con la convención, su propia historia muestra que hay convenciones que no pueden quebrarse. Entre ellas, el carácter objetual de la obra de arte, su estatus de producto y la persistencia histórica de la obra de arte. Como estas convenciones constituyen la idea del arte en la época moderna, no es posible romper con ellas sin acabar rompiendo con lo que constituye el arte en sí. El arte que no ofrece la posibilidad de ser perdurable, o bien se hace duradero (como ocurre con las neovanguardias tipo Fluxus, happenings y performances o a la larga se sale del canon de las artes visuales (puede que los situacionistas sean quienes mejor ejemplifican esto último, ya que fueron quienes más se resistieron a la museización, casi lográndolo). En segundo lugar, las vanguardias nos enseñaron que el arte, para empezar, nunca fue autónomo. En una ocasión, el filósofo alemán Hermann Lübbe comentó que, en el arte, “el propósito propio es el del estado”5, una expresión útil para describir la función social del arte en la modernidad. El hecho de que el arte perdiera su función práctica e inmediata no implica que ya no tenga función social y política. La autonomía no implica que el arte se libere de utilizarse en sentido no estético,

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