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en las que se conservan y cultivan parámetros constitutivos muy básicos de las sociedades modernas.

      En la novena de sus Diez tesis sobre la política, el filósofo francés Jacques Rancière afirma que el “fin de la política” y el “retorno de la política” son dos maneras complementarias de “olvidar la política”6. El valor social no ha de transmitirse a través de las artes, ni dejarse fuera de ellas. Siempre habrá relevancia política, pero esto no implica que no pueda moldearse. Que la exposición afirme, represente y cultive varias de las categorías más básicas de la sociedad de mercado democrática no conlleva que la esfera pública que la exposición contribuye a generar no exista. Tampoco implica que el sesgo político del arte esté completamente determinado a priori por esta institución. Pero solo partiendo de estas condiciones podemos empezar a debatir sobre el valor del arte, y lo que explorará este libro son las consecuencias de esta afirmación: la obra de arte no adquiere impacto social al romper con estas convenciones, sino que es a través de estas mismas convenciones como se genera impacto social. Como nos enseñaron las vanguardias, el formato expositivo no puede sustraerse del arte, igual que no puede sustraerse del carácter político del arte. Resulta esencial para la praxis de la obra, y por lo tanto forma parte de la existencia pública y política del arte. Por lo tanto, cualquier impacto que tenga el arte se da, no rompiendo con este contexto, sin convirtiéndolo en el lugar en que el arte se desarrolla en la práctica.

      Los cuatro artistas de este libro -James Coleman, Daniel Buren, Tino Sehgal y Jeff Koons- ejemplifican la obra que trata sobre y se sitúa dentro del ritual expositivo. Cada uno de ellos interviene en algunos de los parámetros fundamentales del arte de la modernidad, que constituyen la conexión intrínseca del arte con el orden socioeconómico de las sociedades modernas: la noción de tiempo evolutivo, que el centro sea el individuo que se reconoce y distingue respecto al objeto material, y el estatus de este objeto como producto.

      Considerando que el museo, en su sentido original, es una máquina que genera una concepción evolutiva y lineal del tiempo, el desarrollo y el progreso, ¿cómo puede la obra de arte existir en el museo sin subordinarse a esta concepción de la historia? ¿Cómo puede una obra de arte dentro del museo, que ya implica una noción determinada de tiempo, introducir en una temporalidad distinta? Las obras del artista irlandés James Coleman proporcionan una respuesta muy compleja a esta cuestión. Muchas de sus instalaciones viso-acústicas presentan temas y prácticas vinculadas a la memoria cultural. Pero como sus obras se desarrollan, fragmentaria y estructuralmente, a lo largo del tiempo, recordar resulta esencial para la constitución de la obra de arte en sí. En todo caso, solo mediante la percepción y el recuerdo del espectador se combinan imágenes y palabras habladas para formar una “obra”. Podría decirse que esto también sucede en muchas instalaciones multimedia actuales, pero, Coleman prohíbe cualquier registro técnico de su obra, la memoria propia necesariamente fragmentaria y subjetiva adquiere un estatus constitutivo distinto. Yo tuve que fiarme de mi memoria para escribir sobre la obra que centra el capítulo sobre Coleman, Box (ahhareturnabout) de 1977. Sus obras están marcadas por una interconexión particular de contenido, estructura e impacto. No solo abordan temáticamente la historia y el recuerdo, sino que veremos cómo -en la práctica- introducen una cultura distinta del recuerdo, concretamente, el recuerdo del cuerpo y la tradición de la historia oral, en su concepción como obras de arte.

      A diferencia de Coleman, que genera un espacio particular para gran parte de sus obras de arte, un espacio particular separado visual y acústicamente del contexto expositivo, Daniel Buren opta por la estrategia opuesta y difumina el límite entre la obra de arte y cómo se presenta. La exposición con todos sus parámetros se convierte en su medio, o incluso en la obra de arte en sí. La obra de Buren parte del reconocimiento del impacto que una situación o contexto dado produce en el sentido y la experiencia de la obra de arte. De hecho, Buren es el primer artista que aborda y reflexiona sistemáticamente sobre este impacto, por lo que constituye una especie de piedra de toque para la tesis de este libro. Sus primeras obras de finales de la década de 1960 y 1970 señalan los diversos parámetros del contexto de la obra de arte, mientras que sus obras más recientes desde la década de 1980 tratan de cuestionar y transformar este contexto. Pero, en todas las obras de Buren, la obra de arte como entidad independiente y cerrada que atrae la mirada del espectador para apropiarse como objeto con sentido, ya no existe. No es el objeto sino el contexto y sus convenciones subyacentes lo que se convierte en protagonista de la producción de sentido. Y como la autonomía artística solo puede alcanzarse considerando todos los parámetros de este contexto, Buren se comporta como un metteur en scène en todos los aspectos del ritual expositivo, lo cual destaca especialmente en obras más recientes, como en su retrospectiva Le Musée qui n’existait pas, que tuvo lugar en el Centre Pompidou de París en 2002. En ella, Buren cuestiona la idea de la retrospectiva modificando el tipo de experiencia que suele producir convencionalmente una exposición de estas características. Buren interviene en el impacto y los efectos para acabar estableciendo un nuevo ritual expositivo.

      Aunque entre los artistas que comento en este libro Buren reelabora mayoritariamente las convenciones de las artes visuales, el único parámetro que no altera también es la convención más fundamental, la materialidad de la obra de arte. Y en este caso sí se manifiesta una conexión intrínseca entre las artes visuales y el orden socioeconómico de las sociedades (post)industriales occidentales. Si las obras de arte establecen una relación especialmente sofisticada entre el individuo y el objeto material, es precisamente este apego de la subjetividad a las cosas lo que radica en el centro de la cultura industrial burguesa (y de consumo). Así, no es casual que un orden social que se compara con lo que produce -una “sociedad productivista”, como la denomina Felix Guattari7- conceda tanta importancia a un ritual centrado en el objeto material. Tino Sehgal arroja especial luz sobre la importancia del objeto en la obra de arte, porque, por principio, sus obras se niegan a participar en este modo de producción, ya que redefinen categóricamente el fundamento material de la obra de arte visual. Las obras de Sehgal logran existir y permanecen sin que haya ninguna clase de objetualidad material, y al hacerlo plantean preguntas como: ¿Qué conlleva que las obras de arte sean cosas, y qué implica cuestionar esta premisa? ¿Hasta qué punto es posible reafirmar el estatus de una obra de arte visual en una situación que no genere objeto alguno? ¿Qué condiciones han de cumplirse para transformar “nada” (en el sentido material) en “algo” (económica y simbólicamente) valioso? Las obras de Sehgal se constituyen en acciones y movimientos, como voces habladas o cantadas, y se materializan temporalmente en el cuerpo humano. Y, aun así, como cualquier obra de arte visual, se encuentran presentes durante toda la exposición. De este modo, las obras de Sehgal cumplen con el estatus de obra de arte visual sin serlo materialmente. En cierto sentido, dan continuidad a las reivindicaciones vanguardistas sin darles la vuelta. Rompen, de forma duradera, con la convención del objeto material, y así conceden una nueva forma de existencia al arte. Pero, a diferencia de las vanguardias, Sehgal reclama un lugar para sus obras dentro de las mismas estructuras de las que el movimiento renegó, concretamente en el museo y el mercado. Sus obras se exhiben, se venden a través de galerías y pasan a formar parte de colecciones museísticas.

      Si, desde la década de 1960, se ha considerado que la relevancia social del arte radicaba en su capacidad de producir algún tipo de “conciencia crítica”, resulta llamativo que, respecto a los artistas que en este libro se comentan, la idea de criticalidad se quede corta para describir de forma precisa sus posturas. A través de las obras de Jeff Koons, quien rechaza explícitamente la noción de criticalidad, el capítulo final de este libro se dedica a debatir las condiciones y límites de la crítica como práctica cultural.

      De ese modo, las obras de Koons condensan conceptualmente lo que afirmo que es clave en las de otros artistas que se comentan en este libro: la cuestión de si el arte, aparte de ejercer la crítica, puede crear y poner en entredicho la realidad, y cómo lo hace. En conjunto, Cómo hacer cosas con arte puede entenderse como una elaboración teórica de esta cuestión, o como manual para artistas, y espero que el libro suponga ambas cosas.

      Y, por último, pero no menos importante, comento algunas ideas acerca de la metodología de este libro. El título es un juego de palabras con las influyentes conferencias de John Langshaw Austin Cómo hacer cosas con palabras8, que tuvieron lugar en Harvard en 1955.

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