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actual de un término nuevo que ha captado cierto interés académico durante las últimas décadas, suele emplearse de un modo que distorsiona por completo su sentido original. Hoy en día se cree que lo “performativo” puede interpretarse “como propio de la performance”. Entendido en este sentido erróneo, lo performativo se ha convertido en un latiguillo ubicuo para designar muchas clases de fenómenos artísticos contemporáneos que, en su sentido más amplio, se muestran afines a formas escenográficas, de teatralidad y mise en scène. Pero, como categoría, lo performativo se empeña en permanecer indefinible, y hay buenas razones para ello, porque se basa en dar completamente la vuelta al término. Al decir esto me remito al sentido original que tiene en la filosofía de Austin, y más adelante en las obras de Jacques Derrida y Judith Butler, y no solo porque quiera recuperar la precisión metodológica que lo performativo parece haber perdido al popularizarse: este libro también supone un intento de hacerlo productivo para y dentro del discurso de las artes visuales.

      Mi línea argumental se basa en dos premisas teóricas de Austin y Butler: la primera es que no hay obra de arte performativa, porque no hay obra de arte que no lo sea. Austin introdujo la noción de “performativo” en la teoría del lenguaje para referirse al lenguaje como acción. Austin argumentaba que, en ciertos casos, lo que se dice produce efectos que van más allá del propio lenguaje. En ciertas condiciones, los signos son productores de realidad; se pueden hacer cosas con palabras. Los ejemplos clásicos de lo que en principio Austin pensó que constituía una categoría particular de enunciados -los “performativos”- se originaron en el discurso legal: “Os declaro marido y mujer” y “Queda sentenciado a seis años de cárcel sin libertad condicional”. Aunque la idea inicial de Austin era considerar solo ciertos enunciados como performativos, no tardó en entender que no podía establecerse una distinción clara entre los actos de habla constatativo (descriptivo) y performativo. Si cada enunciado contiene aspectos tanto constatativos como performativos, hablar de “lenguaje performativo” resulta tautológico. Creo que en las obras de arte se aplica el mismo principio. No tiene mucho sentido hablar de obras de arte performativas, dado que todas las obras de arte poseen una dimensión productora de realidad.

      Preguntar qué es lo performativo en el arte no consiste en definir un nuevo tipo de obras de arte, sino en perfilar un nivel específico de producción de sentido que, básicamente, existe en toda obra de arte, aunque no siempre se configura o aborda de manera consciente; es decir, su dimensión productora de realidad. En este sentido, lo performativo se acompaña de una orientación metodológica específica, con lo que se genera una perspectiva distinta respecto a lo que produce el sentido de la obra de arte. Esta perspectiva pretende reconocer y verbalizar la dimensión productiva, productora de realidad, de cualquier obra de arte. La noción de lo performativo permite considerar el impacto y los efectos, contingentes y difíciles de entender, que comportan las circunstancias del arte: es decir, el contexto espacial y discursivo en el que se sitúa; y la vertiente relacional, que conecta con el espectador o el público. Por consiguiente, podemos preguntar: ¿Qué clase de situación produce una obra de arte? ¿Cómo sitúa a sus espectadores? ¿Qué tipos de valores, convenciones, ideologías y significados se adscriben a esta situación? La dimensión performativa del arte pone de manifiesto las posibilidades y límites de generar y modificar la realidad que conlleva.

      En segundo lugar, la noción de performatividad no tiene nada que ver con la forma artística de la performance. En sentido canónico, el modelo de performatividad está definido por la filósofa Judith Butler9. Tomando a Austin como punto de partida, Butler se concentra en el carácter productor de realidad del lenguaje, pero en vez del hablante individual, quien para Austin es la autoridad central, Butler enfatiza el poder de las convenciones sociales que otorgan poder al hablante, pero también relativizan el impacto del propósito individual. Según Butler, el acto performativo produce realidad no porque se desee o pretenda, sino porque deriva de convenciones que repite y actualiza. Todo enunciado y toda acción individual ha de participar de un contexto convencional para resultar comprensible y reconocible. Solo puede generar impacto basándose en ciertas convenciones (lingüísticas). Solo las convenciones previas otorgan poder al discurso presente, y permiten que produzca efectos más allá del lenguaje, en el terreno de la realidad10. Pero, como ninguna repetición es idéntica, el discurso no solo genera instantes de reproducción, sino también distinciones o desviaciones. Para Butler, cualquier acción que se incline al cambio solo puede darse dentro de esta red de convención e innovación, repetición y diferencia.

      Así, el modelo teórico de la performatividad y la forma artística de la performance no solo se basan en visiones distintas, sino antagónicas. Mientras que la performance, al menos tal y como se entendió a sí misma al concebirse, se vinculó al performer individual y a la acción autónoma y singular, la performatividad (en el sentido de Butler) se refiere a la idea, ni autónoma ni subjetivista, de actuar. La ideología de la performance es externa a los sistemas sociales del museo y el mercado, mientras que, en el modelo de performatividad de Butler, sencillamente no hay exterioridad. Mientras que la performance se esforzaba por romper con las convenciones fundamentales del arte, para Butler cualquier forma de actuación solo puede pensarse dentro de la estructura constituyente y reguladora de las convenciones.

      Teniendo en cuenta lo que argumenta Butler, queda claro que la idea de ruptura radical con las convenciones debe fracasar y por lo tanto no tiene interés. Los actos expresivos singulares considerados aparte del discurso no solo son irrelevantes, sino impensables. La idea de eficacia producida por una ruptura de las convenciones se sustituye por su uso, lo cual también posee potencial transformador. Con esta noción de performatividad podemos, por ejemplo, concretar cómo “actúa” cualquier obra de arte, no a pesar sino debido a que se integra en determinadas convenciones: cómo, por ejemplo, a través del museo, la obra de arte mantiene o co-produce ciertas nociones de historia, progreso y desarrollo. El modelo performativo señala estos niveles fundamentales de producción de sentido. Al centrarse en las convenciones de producción, presentación y persistencia histórica, muestra cómo cualquier obra de arte, sea cual sea su contenido, co-produce estas convenciones, y defiende que es precisamente esta dependencia de las convenciones lo que ofrece la posibilidad de cambiarlas.

      1. LA TEMPORALIDAD DEL ARTE. PRESENCIA, EXPERIENCIA E HISTORICIDAD EN LAS OBRAS DE JAMES COLEMAN

      Tradicionalmente, la obra de arte perdura a través de su permanencia material en el museo. Ahí es donde entabla una especie de diálogo intergeneracional con otras obras de arte, con lo que nos proporciona información sobre cómo situarnos y reflejarnos en la historia. Como señala Donald Preziosi respecto a las obras de artes visuales en los museos “se asume que traen consigo rastros de sus orígenes, rastros que pueden entenderse como ventanas a épocas, lugares y mentalidades particulares”11. El museo se concibe como un lugar que permite al individuo experimentar su propia formación como proceso histórico, y como proceso arraigado en la historia.

      En cambio, las décadas de 1960 y 1970 fueron las del nacimiento de una práctica artística -Fluxus, happenings y performance- que vivía el instante y no le interesaba hacer del presente una experiencia recurrente o repetible12. “La cultura de la década de 1960 fue la de la inmediatez y el presente”, escribe Dan Graham, “El presente se separó del tiempo histórico. Se creía que uno debía experimentar aquí y ahora: así, la vida era una experiencia perceptiva”13. Pero hoy en día aquellas formas artísticas forman parte de la historia del arte y han pasado a forma parte del museo, aunque sea marginalmente. No en su vertiente fundamental, como acontecimientos, sino que más bien se han transformado en otra cosa, en un documento o reliquia. El arte de las décadas de 1960 y 1970 declaró que la experiencia era arte, pero no resolvió el problema de cómo puede existir el arte como acontecimiento a largo el plazo, dentro de un marco cultural que fomente la permanencia, la conservación y el archivo. De hecho, prácticamente ni se planteó esta cuestión. “En realidad, el arte como acontecimiento es ahistórico, no puede transmitirse”, escribe el filósofo Dieter Mersch, al describir la “diferencia fundamental entre acontecimiento e historicidad, entre singularidad y permanencia” que atravesó la cultura hacia finales del s.XX14.

      En oposición a esta “diferencia fundamental” declarada, y a través de la obra de James Coleman Box (ahhareturnabout), de 1977,

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