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hombre de cuerpo menudo, barba rala y manos sarmentosas, que olía a vino que apestaba.

      —¿Cuál es el de la incisio? —preguntó al sayón que nos mantenía atados.

      —Este, el mayor de todos. —Me señaló con el látigo.

      Me tumbaron sin miramientos boca abajo sobre una mesa agrietada y me ataron. El cirujano, tomando un escarpelo en su mano, me hizo un profundo tajo cerca del cuello. Comprobé con dolor que no consistía en sajar una simple herida, sino que con el cuchillo curvo me abrió la carne, causándome dos labios, para que cuando cicatrizaran apareciera un borde que propalara mi condición. Eso significaría que había sido hecho esclavo por el ejército como botín de conquista y que el erario de Roma y del César tendrían parte en mi venta.

      —¡Ya eres un esclavo de Roma! —informó el físico.

      Presentí que ya no podía detener el curso de los funestos acontecimientos y que la autocompasión suele ser indecorosa, pues los verdugos se alegran de tu sufrimiento.

      —Será un magnífico zapador en las minas de plomo de Cerdeña —me intimidó otro, y lo miré con un escalofrío aterrador.

      Noté la sangre caliente escapar por mi espalda y cómo después me aplicaba un chorro de vino barato y un apósito de lino para cubrir la herida. Me dio luego una esponja empapada en vinagre y me ordenaron en griego que me sentara en el poyo, bajo la ventana, y que la apretara. Y lo hizo propinándome una terrible patada con las botas claveteadas de hierro que me abrió otra herida en la pierna.

      Al poco una atmosfera de desolación penetró en el cobertizo, y mi temor inicial se fue transformando en un odio profundo hacia Sayed, el mercader tuerto, y sus esbirros sin alma.

      Iba a presenciar uno de los más macabros e inhumanos martirios que se puedan hacer a un ser humano. Me quedé inmóvil, estupefacto y sin habla al contemplarlo. Los sayones encendieron varias luminarias y ataron las manos a la espalda a los otros cuatro muchachos, que atemorizados y sin saber qué iban a hacerles se miraban entre sí con alarma.

      Uno de los verdugos acercó un cántaro del que dio de beber a los cuatro jovenzuelos, quizá un tranquilizante de cardamomo indio y adormidera por el tufo que emitía. Los desnudaron y sujetaron las piernas y el pecho con correas, y uno de los vigilantes embadurnó con jabón sus genitales y los afeitó uno tras otro.

      De pronto comenzaron a lanzar unos lamentos desgarradores que ponían el vello de punta, conocedores de lo que los aguardaba. Los amordazaron y el impávido físico tomó en sus manos una caja de bronce repleta de relucientes sondas, pinzas, espátulas y specula, donde descubrió un escalpelo curvo que brillaba con la luz de las lucernas y que el médico limpió en su sucia túnica.

      Cogieron al primero, un chico de piel olivácea y cabello ensortijado, al parecer persa, fenicio o sirio, al que alzaron con fuerza colocándolo a horcajadas en la mesa. Y el griego, de un corte seco, preciso y rápido le cortó su flácida virilidad, que cayó sanguinolenta al suelo como una sanguijuela y que fue devorada al instante por el perro que seguía al médico. El desconcertado chiquillo abrió los ojos desesperadamente, para luego, vencido por el desmedido dolor que debía haber notado, quedar sin sentido y con los muslos anegados en sangre. Yo no perdía detalle, horrorizado con lo que estaba contemplando. Agudicé mis sentidos. No parpadeaba y mi respiración galopaba.

      Si sobrevivía a la dolorosa operación, sería el eunuco de un harén persa.

      Después vi cómo el griego introducía en la perforación efectuada en el pene del muchacho un huesecillo diminuto, y lo recubría luego con varios pellejos de tripa seca, cauterizando la herida con una mezcla de aceite, musgo, raíces de almástiga y hojas de acanto maceradas. Sin muchos miramientos lo tendieron en un banco de madera frente a mí, colocándole un paño de estameña entre las piernas tintas en sangre.

      Acto seguido ejecutaron la misma y horrible emasculación a los otros tres aterrados muchachos, que se consolaban entre sí llorando pegados unos a otros, mientras se observaban con miradas patéticas, ansiando un leve consuelo, que yo en vano traté de ofrecerles y que rehuyeron de malas formas. Era la desesperación, pues eran unos seres inocentes a los que el mundo aún no había pervertido.

      Mi alma se hallaba desollada y me agarré como un náufrago perdido al madero de la oración, mientras me oprimía una sensación de repulsión hacia aquellos verdugos. Aquella ha sido la experiencia más traumática y dolorosa de cuantas he vivido y mis emociones me amenazaban cada día con degenerar en locura.

      Permanecimos cerca de una semana en aquel tétrico cobertizo de espanto, fiebres, hambre y desesperanza. A los castrados apenas si les dieron unos sorbos de agua, pues era contraproducente tras la operación y los haría sufrir más, ya que desearían hacer aguas menores y se les infectarían las heridas. Se hallaban al borde del derrumbe físico y también de la locura, atenazados por una sed desesperante y por un dolor intolerable, y sin poder orinar, debido al taponamiento de la astilla. Pedían que los mataran a gritos en sus lenguas bárbaras, a pesar de estar devorados por la calentura, temblar de frío y no tener apenas fuerzas para incorporarse o hablar.

      Fuimos vigilados por los celosos guardas del mercader Sayed, que apareció al tercer día ataviado con un albornoz armenio y un gorro de seda, al ser avisado de que dos de los castrados se estaban muriendo. La agónica imagen de los dos chiquillos ni lo inmutó. Antes bien, ordenó inmisericorde:

      —Llamad a ese físico borracho y que él decida, ¡maldita sea mi estampa!

      Un silencio cortante se adueñó de la escena. Un mutismo de pavor y de perturbador estremecimiento nos atenazó. Observé los ojos fieros de los jóvenes, como de bestias desnaturalizadas por la amargura y el tormento que soportaban y también por el aterrador futuro que los aguardaba. Y pregunté al cielo qué terrible pecado habían cometido aquellos inocentes y desamparados niños para merecer semejante agonía.

      Con déspota sequedad entró el terapeuta griego en el habitáculo, como si fuera el ángel mortífero que decidía sobre nuestro destino en la tierra.

      Entre resoplidos y murmuraciones fue examinando la emasculación efectuada a los castrados y fue negando con la cabeza. Abrió la caja donde guardaba sus útiles de cirugía con una frialdad que helaba el resuello. Cogió una aguja de cobre reluciente, se acercó al primer castrado moribundo, que hipaba como un corderillo y que lo miraba implorante. Le tomó la cabeza con ruda insensibilidad, colocó la fina lanceta en el occipucio y con una punción certera la hundió entre las cervicales, rematándolo como una res en el matadero, con una displicencia que me dejó helado.

      El desventurado chiquillo crispó su carita con la contorsión final y expiró sin emitir un solo gemido y con la cabeza desmadejada hacia un lado.

      Después, con idéntica e insensible indolencia repitió la letal operación con el otro desahuciado agonizante, que murió con la lengua fuera y los ojos desorbitados.

      Una vez apuntillados los dos niños, los verdugos recogieron los cadáveres con unos ganchos y los sacaron para enterrarlos en una poza de cal que yo había descubierto días antes al evacuar mi vientre, dejando tras de sí un rastro sanguinolento.

      —Sayed, estos dos te sobrevivirán. Les voy a quitar los tapones y ya podrán orinar y alimentarse. Sacarás un buen precio por ellos. Han quedado perfectos —opinó.

      Tras el trágico desenlace, el médico nos limpió las heridas y nos dio a beber agua, tan caliente como la orina de un camello, y los dos castrados supervivientes evacuaron junto a la puerta un líquido viscoso durante largo rato. Y a pesar del dolor, gimieron de placer.

      Habían conservado la vida y parecían felices. Algo incomprensible para mi razón.

      La imagen de barbarie que presencié aquellos días jamás se ha borrado de mi mente. No podía ser más cruento e inhumano el proceder de aquellos carniceros brutales. Percibí mi alma traspasada por la desdicha de aquellas criaturas, y a veces todavía resuenan en mi cerebro sus infantiles gritos de impotencia, mientras morían entre lamentos y bañadas en sangre sus entrepiernas. Aún no habían probado las delicias de la existencia y sí todos

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