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negocio de la familia.

      Enternecida se echó en mis brazos antes de emprender el viaje de regreso y me regaló una tierna mirada llena de complicidad, que no pasó desapercibida a mi madre, quien aprobaba sin ambages mi casamiento con muchacha tan afable y preparada.

      El carromato en el que regresamos saltaba en el camino pedregoso de Jericó.

      Me removía intranquilo meditando sobre los días vividos en la casa de Naomi, pero sin olvidar la enigmática carta y las advertencias que me revelaba. A media tarde arribamos a la ciudad de David, cuya grandiosa visión me había visto nacer, con su composición única de brillos rutilantes en las terrazas. En medio de una tonalidad púrpura y oro, se perfilaba la presencia de centenares de jerosolimitanos que apuraban el sol último de la tarde.

      Las cornejas abandonaban los farallones amurallados en busca del cobijo de los olivares, y la capital de la tribu de Judá, que cada día multiplicaba sus riquezas al amparo del templo de su dios único, temible e invisible, centelleaba ante nuestros ojos.

      Era mi hogar adorado, y muy pronto el de mi esposa y mis hijos.

      Entramos por la orilla del valle de Cedrón, donde se abría la gran puerta articulada de las Aguas, con los batientes de bronce bruñido, y sobre la que sobresalían las poternas vigiladas por los legionarios romanos.

      Contemplé la blancura y magnificencia del Templo, dominado por una casta de perros avariciosos, los despreciables sadoki o saduceos, que no merecían la fortuna que el gran Dios les había regalado.

      Cruzamos el barrio bajo, donde pude observar que de nuevo Jerusalén volvía a su población habitual, que el millón de peregrinos pascuales la habían abandonado, prometiendo a Yavé —el que subyuga a los enemigos de Israel— que regresarían al año siguiente para contemplar su Templo con espanto y sumisión.

      Entré en mi casa con desconfianza. No podía olvidar el anónimo que me invitaba a abandonar la ciudad para salvar mi cuello y miraba a todas partes por si se ocultaba algún sicario invisible.

      Nos recibió mi tío Zakay, con su esposa Mirian y su pequeño hijo Noah, junto al límpido muro de entrada. Purificamos las manos y pies y besamos la mesusá, la cajita sacra con un trozo de las Sagradas Escrituras que colgaba del portón de cedro.

      Nos ofrecieron agua almizclada, queso con miel e higos secos de Esmirna, y mi tío, extrañamente misterioso, me rogó que lo siguiera al herbolario para comunicarme los pedidos de aceite sacro que nos habían solicitado en mi ausencia, en tanto se oían en la casa conversaciones entre las mujeres.

      Como la noche había caído sobre Jerusalén, encendió una lámpara y me precedió misterioso y en silencio. Nunca le había escuchado una voz tan cortante.

      —Ezra —me habló circunspecto—, cierra la puerta, te lo ruego, y siéntate.

      Y para disimular su aparente desasosiego se acarició su barba corta perfumada.

      El laboratorio donde yo trabajaba con total exclusividad distaba de ser la revuelta covacha heredada de mi padre y lo había adecentado con nuevos estantes, lámparas de Tiro y renovados albarelos, redomas, frascos corintios y vasijas egipcias. Lo había decorado mi hermana Arusa pintando en las paredes ramas de olivo y racimos de uvas, y si bien no era la obra de un maestro, le conferían un cierto lujo babilónico.

      Mi tío Zakay era un hombre de alta estatura, larga melena, grata presencia y hablar pausado. Estaba dedicado de lleno a los negocios, y viajaba con frecuencia a Damasco, Haran, Sidón, Alejandría y Cesarea, donde la familia poseía intereses comerciales. Yo lo quería y en Jerusalén lo tenían por uno de los comerciantes más honrados y mejor informados de la ciudad.

      Era el hermano menor de mi padre, frisaba la cuarentena, vestía con elegancia, se tocaba con turbantes amarfilados y desde la pérdida de mi recordado progenitor se había convertido en el baluarte imprescindible de los Eleazar. Yo experimentaba hacia él un afecto semejante a la admiración.

      De conducta algo disoluta, hacía tiempo que había renunciado a flirtear con la clientela de acaudaladas matronas de la aristocracia de Jerusalén, que no solo buscaban en nuestra tienda mis emplastos, afrodisíacos, hierbas curativas y aceites de baño, sino también sus cautivadoras cortesías y manifiesta gallardía.

      ¿Pero qué había ocurrido en mi ausencia que su rostro estaba tan alterado?

      Tenía las manos temblorosas y su boca fina y grande traslucía impaciencia. Zakay era un hombre reservado y no confiaba a nadie sus problemas e intenciones, por lo que pensé que algo grave había acontecido en Jerusalén, o relacionado conmigo.

      Dejé transcurrir un instante y aguardé sus confidencias. Zakay tardó un tiempo interminable en abrir los labios y mirarme a los ojos.

      —¿Ocurre algo, tío? —pregunté alarmado.

      —Esos odiosos Anás y Caifás, títeres de Roma, se han despojado de su máscara al fin, dejando escapar toda la hiel de su maldad, sobrino —me aseguró alarmado.

      Se detuvo un instante como si deseara rescatar de su mente las palabras precisas. Solo me quedaba un mes para ser nombrado escriba fariseo, con lo que podría enseñar la ley en cualquier sinagoga de Israel, dictar sentencias, impartir justicia según la Torá y vestir la túnica púrpura distintiva, así como llevar colgados de mi cinturón los útiles de escritura y los papiros para redactar escritos. Sería ya un judío maduro, y poseería emolumentos sustanciosos para alimentar a mi familia, cuidar de mi madre y de Naomi y educar a mis hijos. ¿Acaso le había llegado una adversa noticia sobre mi nombramiento? ¿Sabía algo del anónimo que yo había recibido? ¿Corría un peligro inminente mi pellejo?

      Permanecí en silencio.

      —Tengo que advertirte, sobrino. Jerusalén anda convulsa, ¿sabes? Los levitas fariseos hemos de andarnos con tiento y más los Eleazar. Son tiempos difíciles, Ezra. Los saduceos nos acechan y buscan nuestra perdición si no colaboramos con ellos y con el prefecto romano —me alertó.

      No pude disimular mi estupefacción y me temí lo peor. La paz del Templo se había quebrado irremisiblemente para mi familia.

      Era llegado el momento de huir, pero sin inquietar a mi familia, y decidí fraguar un plan para abandonar Jerusalén lo antes posible.

      * * *

      Cuando lo tuve todo preparado, hablé con mi familia, para anunciarle mi viaje.

      —Querida madre y tío Zakay —los informé—, Yavé ha traído la fortuna a esta familia. Mediante una petición escrita solicité a mi maestro Gamaliel impartir mis conocimientos como escriba en la ciudad de Efraín, cerca de Jericó y también de vosotros. Esta carta y estos símbolos me señalan como nuevo escriba de Israel.

      —¡Alabado sea el Altísimo! —profirió Bosem—. ¡Mi hijo es un sofrín de Israel!

      Mi madre, mi hermana y mi tío Zakay se abrazaron a mí y me felicitaron efusivamente. Para la familia significaba un gran orgullo y yo ascendía de rango.

      —Si tu padre viviera, lloraría de felicidad —dijo mi madre lagrimeando.

      —Mi maestro Gamaliel ha accedido y me ha recomendado a los ancianos del pueblo y al rabino de la sinagoga. Ahora ya podré casarme y alimentar a mi familia.

      Y aquella vigilia mi madre arregló una espléndida cena de gratitud y de júbilo. Comimos, bebimos, cantamos y mi hermana Arusa bailó una vieja danza cananea.

      Tras dos días de preparativos, en los que familiares y amigos se acercaron a la casa de los Eleazar a regocijarse conmigo por el nombramiento, me dispuse a abandonar Jerusalén, entre las lágrimas de mi madre y de mi hermana Arusa.

      El atardecer anterior preparé varias redomas de oleum sacro para la sinagoga de Jericó. Había extremado los cuidados sobre mi seguridad y aún seguía vivo. Me fui a mi habitación desprovisto de ánimos. Intuía una amenaza imprecisa sobre mí, y medité que solo Naomi, que no tenía límites para la bondad, me protegería con su familia.

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