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era un hombre de mundo y un hombre poderoso en Jericó, y me aconsejaría convenientemente.

      Dejaría Jerusalén por una larga temporada, huyendo de la perversión y del aire irrespirable del templo. Mi nombramiento era también la respuesta a mis cuidados y mi salvaguarda. Un escriba era un judío intocable e inviolable.

      Aquel paso significaba un nuevo comienzo para mi futuro junto a Naomi, y lo consideré un bálsamo eficaz para mis preocupaciones, pues en Jerusalén la inocencia se había sustituido por la oscuridad del absoluto poder saduceo.

      Y yo, lo sabía, estaba en su punto de mira.

      Mi familia salió al dintel de la puerta a despedirme, convirtiendo la ocasión en una jeremiada de lamentos, lloros y suspiros, tras desearme un feliz trayecto. Mi madre me bendijo y me besó, instante en el que el cuerno del Templo resonó disonante en la quietud del alba. Era el vigésimo primer día del florido mes de iyar, cuando abandoné mi casa con rumbo a Jericó, a fin de desaparecer por un tiempo de la enojosa mirada de los saduceos.

      Ardía en deseos de encontrarme con Naomi, que en unas horas se convertiría en el refugio de mis dudas.

      Sin embargo, y pasado el tiempo, considero que resulta absurdo sortear lo irremediable y que es estéril enfrentarse al destino. Lo más que puede hacerse es postergarlo durante un tiempo, normalmente corto e inaplazable. Al final, la inexorable fatalidad suele desplomarse sobre los mortales con toda su severidad y crudeza.

      «La vergüenza de los sadoki nos hunde a los ojos de Dios», pensé.

      Habíamos traspasado con creces el umbral de la primavera y estaba impaciente por visitar a Naomi antes de ocuparme de mis nuevos deberes como escriba.

      Había despuntado el alba por oriente, y escuchado el canto del gallo, cuando salí por la Puerta de las Aguas en compañía de un criado armado sobre dos mulas ambladoras, de las que colgaban las ánforas de aceite para la sinagoga de Jericó.

      La lluvia vespertina había hecho que el manantial de Gihón manara turbio y que los arrieros y pastores llevaran a sus animales a abrevar a la fuente de Rogel, en medio de un rumor de rebuznos, berridos de los camellos y llamadas de los acemileros.

      Levanté la mirada y eché un vistazo a mi alrededor. En lo alto, en medio de las penumbras de la aurora, y dominándolo todo, se erguía imponente el templo de Herodes, inamovible en la alborada como una nívea cúspide entre un mar de casas de adobe, teja roja y ladrillo. Una bandada de aves asustadas que no pude identificar se desplazaba hacia el Monte de los Olivos en veloz vuelo. Los huertos exhalaban una fragancia embriagadora a naranjos, albaricoques y cidros en flor, y aspiré su olor.

      No experimenté temor alguno. Antes bien, abandonar Jerusalén me produjo serenidad. Viajar por el camino de Jericó, donde vivían muchos sacerdotes en sus pomposas villas rústicas, era seguro, pues estaba vigilado por patrullas romanas.

      Nos precedía un grupo de viajeros envueltos en capas de lana, unos a pie con cayados y otros en cabalgaduras. Algunos llevaban faroles de sebo encendidos para guiarse por el camino. Nos cruzamos con varios carros de hortelanos que venían a Jerusalén a vender sus hortalizas, y que nos saludaban deseándonos la paz:

      —Shalom.

      Aún lucía en el cielo un lechoso cuarto menguante cuando divisamos las primeras colinas que descendían hacia el Jordán y la vereda de Jericó y dejamos de ver las murallas y fortificaciones de Jerusalén, que se perdieron en el horizonte.

      Azuzamos las mulas, cuando mi criado se detuvo en seco, y gritó alarmado:

      —¡Ahí, señor! Parecen fugitivos, y los sigue una patrulla.

      A lo lejos, observé entre los pedregales las difusas siluetas de lo que me parecieron zelotes, o ladrones desarrapados, pues iban armados. Y aunque a veces los salteadores de caminos solían valerse de ladinos subterfugios, la realidad se presentaba confusa. Retuve el aliento cuando el camino, de improviso, se quedó desierto. Era extremadamente raro. ¿Dónde estaban los que nos precedían? Se había hecho el silencio. Al poco escuchamos carreras y órdenes en griego y latín.

      Mis pulsos se aceleraron y percibí el agrio olor del miedo.

      VII

      SERVUS ROMAE

      De un salto mi criado sacó su arma y se apostó delante de mí para defenderme.

      Tal vez deberíamos habernos escondido o haber retrocedido, pues se trataba de una reducida tropa romana de las rezagadas, que regresaban a sus cuarteles de Cesarea, y que posiblemente nos confundieron con bandoleros.

      Relucieron los cascos, hierros y armaduras, se oyeron invectivas voces y, en menos de un suspiro, se hallaban frente a nosotros, mirándonos con sus hoscas pupilas. El que parecía el decurión de la patrulla me señaló con su espada desenvainada.

      —¡Estos son! —señaló a sus soldados.

      Ya era demasiado tarde para huir. Mezcla de confusión y alarma, el corazón me dio un vuelco. En aquel preciso instante percibí el mismo recelo de la oveja al lobo y olí el corrosivo tufo del horror ante un peligro desconocido.

      No preguntaron, no se detuvieron, no tuvieron piedad, sino que un legionario cortó el cuello de un tajo a mi valeroso criado y su sangre empapó mi rostro, mis manos y mi túnica. Me arrodillé para implorar clemencia, aunque cerré los ojos esperando el mandoble fatal. Quizá mi túnica y mi turbante blanco de levita me salvaran.

      Sin embargo, antes de que pudiera reaccionar, tenía una soga alrededor del cuello y una lanza presionándome el pecho. Quise hablar y proclamar quién era, un protegido del Templo, cuando un soldado me golpeó la boca con el pomo de su gladio, partiéndome el labio. Un borbotón de sangre casi hizo que me ahogara. C.allé.

      Al instante las manos ágiles y ásperas de aquellos embrutecidos legionarios me desnudaron, me arrebataron el anillo de oro con el símbolo del Nejustán, me amordazaron y, en medio de una iracunda violencia, me golpearon con saña, tumbándome en el suelo. Vi cómo daban varios tajos al cuerpo de mi sirviente y lo arrojaban a un barranco. Luego observé extrañado que cogían un fardo del carro. Se trataba de los despojos de alguno aún más desgraciado que yo, al que vistieron con mi túnica rasgada y salpicada de sangre.

      Las alimañas y buitres darían buena cuenta del siervo, y recé por su alma.

      Me tiraron como un bulto en el carro de avituallamiento y pensé que mi desgracia no podía ser más frustrante y aterradora, cuando tenía al alcance de la mano la felicidad soñada. Mi Dios me había abandonado. «¿Qué será de mí y de los míos? ¿Cuánto tardarán en hallar los cadáveres y advertir mi desaparición? ¿Adónde me llevaban? ¿Y por qué? ¿Era otra de las maldades de la jerarquía saducea contra los Eleazar? ¿Se trataba de un infeliz y casual asalto en el que nos habían tomado por zelotes?», reflexioné, tras recordar la fatídica advertencia que me avisaba de un peligro de materia ignorada, que infelizmente se había cumplido aquel amargo amanecer.

      No sabía cómo encajar aquellos fragmentos de la terrible realidad que estaba viviendo. Todas aquellas aciagas conjeturas se despeñaban por mi embotado cerebro, sin hallar respuesta alguna, en medio de una ira y un pavor irreprimibles.

      De repente, el mundo se había derrumbado sobre mi cabeza.

      —Ad Caesaream! —ordenó el decurión, y la patrulla se puso en marcha.

      Cuatro días y una mañana duró el martirizador y azaroso viaje, donde apenas pude probar los restos del rancho de los legionarios y unos sorbos de agua en cada anochecer. Noté que allá donde pasábamos y nos cruzábamos con gente, se hacía el más aterrador de los silencios, el silencio del miedo al paso del conquistador, y también que variaron el rumbo varias veces. Solo escuchaba el isócrono ruido de las sandalias claveteadas de los legionarios, y me extrañó que me mantuvieran tirado en el carro de vituallas y que no fuera andando como los soldados. ¿Acaso querían ocultarme? Constituía otra de las enigmáticas circunstancias que rodearon mi apresamiento y la brutal separación de mi familia.

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