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deambular por la ciudad y acompañar al hermano de leche del rey, Manaén, y por el oficial mayor de la cámara real, el griego Corinto. Saulos era para mí un verdadero enigma.

      —Me fascina tu facilidad para refutar las falsas aplicaciones de la ley, Ezra —me dijo tras saludarme—. La discusión que has mantenido hoy sobre el Génesis con el maestro Gamaliel ha sido antológica y seguida por muchos alumnos y también por algunos sabios doctores, que han valorado tu preparación en la Torá y el Talmud babilónico. Aseguran que eres el escriba con más futuro del Templo.

      —Todo está escrito, amigo mío. Solo hay que interpretar adecuadamente y en toda su pureza las Sagradas Escrituras —contesté accesible.

      Sus ojos relampaguearon. Me miró inquisitivamente, y me preguntó:

      —¿Y crees que los sacerdotes usan la ley según dictaminó Moisés?

      —Creo que se han perpetuado en las formas externas que a nada conducen y han arrinconado su verdadero sentido —opiné.

      El joven meditó unos instantes, y me replicó grave:

      —Por eso mismo solo el Enviado de Dios podría lograr el cambio. ¿Pero dónde está? ¿Hasta cuándo hemos de esperar para que nos libere del opresor romano?

      —Confiemos en la infinita misericordia de Dios, Saulos —aseguré sonriente. Desde hace siglos aguardamos al Ungido, pero no hay señales de que vaya a venir.

      Admitió mi sugerencia y extrajo de su faltriquera una hoja de papiro enrollada y atada con un bramante lacrado, para evitar ser leída por alguien ajeno al destinatario.

      —Un servidor de palacio me rogó que te la entregara reservadamente. Shalom —me dijo y volviéndome la espalda desapareció por el laberinto de las calles de la ciudad.

      Mi primera impresión fue de un grandísimo asombro y no menos estupor.

      Tal sorpresa era legítima, pues ignoraba quién era el remitente, y más viniendo del centro de poder asmoneo. Estaba deseando leerla, pero aquel lugar cercano a la calle de los Plateros y al estanque de la Torre no era el lugar idóneo para abrirlo. Así que aceleré el paso, alcancé mi casa, saludé a mi madre y me refugié en la soledad del gabinete donde elaboraba el aceite sagrado y los perfumes.

      Lo coloqué encima de la mesa y observé que se trataba de un papiro de textura porosa, poco empleado en el templo, o en los organismos oficiales judíos, aunque era semejante al empleado por los mercaderes de Alejandría. C.orté el negruzco y fuerte cordel y comprobé que estaba escrito en griego popular, en koiné, y que los signos habían sido escritos con cierto apresuramiento, pues los renglones estaban torcidos. No supe elucidar, siendo un entendido en escrituras, si lo había garabateado un hombre, una mujer o un escriba no experto.

      Me acomodé en el taburete y leí, no sin cierto recelo:

      «Muera mi alma con el sueño eterno de los justos y quiera Dios que mi final sea como el suyo, que fue amparado por su Misericordia eterna» —el texto comenzaba con una cita del Libro de los Números, lo que significaba que el remitente conocía las Sagradas Escrituras y su tono era muy enigmático—. Tras el oneroso accidente de tu padre, que lamento y deploro, no he podido resistir la imperiosa tentación de revelarte que su muerte no fue ni casual ni fortuita.

      Has de saber que me muevo en un mundo de poder y de decisiones de Estado, donde son frecuentes las amenazas, las órdenes secretas, las traiciones, las advertencias y los exterminios fraudulentos. Moro donde menudean los espías, los soldados de fortuna, los testigos sobornados y los asesinos comprados a precio de oro, o por una jarra de vino de Samos.

      Lo he sabido por haber tenido los oídos abiertos en el momento oportuno, y eso ha de bastarte. Suelo hacer pequeñas obras de caridad hacia el prójimo para mitigar su dolor, para paliar el hastío de mi vida y porque me lo dicta la fe de mis antepasados. Esa patética caverna de maldad y negocio en la que se ha convertido el Templo lo decidió y lo ordenó. Tu padre, recordarás, asistió al Consejo del sanedrín el día de su infausto fallecimiento, y allí, al despedirse dijo públicamente que se dirigía al molino de aceite de Getsemaní a recoger una vasija de aceite. En ese mismo instante firmó su sentencia. Estaban esperando un momento así, en el que estaría solo y lejos de ojos indiscretos. Fue asesinado allí mismo por sicarios pagados por el Templo, que luego arrastraron su cadáver al Tyropeón al caer la noche, para simular un asalto.

      Los escorpiones de veneno letal que controlan al pueblo, los impíos sadoki, lo habían decidido hacía tiempo, pues suponía un peligroso obstáculo para sus negocios. Israel posee en este momento tres amos irreconciliables a los que sin embargo une la codicia por el oro y el ansia de poder: Herodes Antipas, el sumo sacerdote Josef Caifás y el prefecto romano, Pilatos. Y no se mueve una hoja en Palestina que no lo decidan esas tres calculadoras hienas del desierto.

      Viven entre la violencia y la intimidación para salvar sus lucros y poseen un brazo curvo y afilado que llega muy lejos. Comen, beben, fornican y se divierten en sus lujosas mansiones, como bárbaros. Dios los juzgará severamente.

      Ellos son los culpables, no lo dudes. Así que te aconsejo que no remuevas más indicios. Y en cuanto a esa venganza que tanto ansías, te diré que el mejor modo de desquitarte de esa ignominia de sangre es no parecerte a quien la ha cometido. Deja ese cuidado a Dios y al destino. El delito de la liquidación de tu padre les pesará en su conciencia toda la eternidad.

      Mi pulso tiembla ahora cuando he de revelarte otro asunto ingrato y odioso que atañe a tu persona. Por mi visión práctica de las cosas y porque conocer secretos de reyes y gobernantes es también una forma de supervivencia, ha llegado a mis oídos que también maquinan desembarazarse de ti, quizá por tu ilustrado intelecto, porque eres su hijo, y porque tus argumentos sobre el Talmud y la Torá en la Academia de Gamaliel levantan ampollas en la pétrea y ortodoxa camarilla de la jerarquía de Israel. Lo saben todo, lo oyen todo y hurgan en todos los recovecos.

      Así que me veo obligado a alertarte, pues eres una de esas voces limpias, sabias y amables que podrían ordenar el caos en el que vive esta sufrida nación. Pero no lo permitirán.

      Márchate de Jerusalén, aunque sea por un tiempo. No esperes a que transcurra la Pascua. Huye ahora que puedes. Después será demasiado tarde.

      Te advierto de la existencia de un peligro muy cierto que atañe a tu supervivencia. Las cosas andan revueltas en las altas instancias de Jerusalén, que ven cómo profetas, sacerdotes esenios y maestros de la ley claman contra la corrupción del Templo de Yavé. Cuanto te transmito lo hago con sincera franqueza: pon tierra de por medio.

      No te interesa saber quién soy. No especules, ni indagues. Sé que no presentarás este escrito personal ante el Tribunal como una prueba, pues nada podrás acreditar, y nadie lo suscribe con su rúbrica y su sello. Es simplemente la advertencia de un espíritu afín al tuyo.

      En Jerusalén la Santa, que es como rocío para Israel.

      Al concluir la lectura creí que me habían propinado un rodillazo en el estómago. Me quedé mudo, estupefacto y también aterrorizado. Su lectura, de una temeridad asombrosa, me había suscitado un torrente de dudas y también de miedos. Tachaba de impíos a los sacerdotes del Templo y también a las cabezas coronadas de Israel.

      ¿Qué podía yo, un joven escriba, contra aquel implacable aparato de intereses y de dominio? Nada novedoso me aclaraba sobre los causantes del homicidio de mi añorado progenitor, pues tanto mi madre, como mi tío y yo mismo pensábamos que tras su asesinato estaban las magistraturas sacerdotales, donde el jefe del clan Eleazar era un molesto aguijón de opiniones controvertidas.

      ¿Tan enrarecido estaba el ambiente en las prefecturas de la ciudad que tenían que valerse de cartas anónimas para advertirme de un peligro tan dudoso? ¿Debía creerlo? ¿Era una pantomima de un desconocido bromista? ¿Quizá del viejo consejero del rey Antipas, Corinto, que admiraba a mi padre y pedía su consejo a menudo? ¿Tal vez del palaciego Manaén, quien hacía ostensible su desprecio por los sacerdotes del templo? ¿Habría sido Chuza, el intendente de Herodes, cliente y aliado en negocios de los Eleazar? ¿Acaso se trataría de Sekhmet, el mayordomo

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