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a las mujeres que acogemos. Acabo de terminar una llamada cuando un hombre alto de cabello oscuro pero con bastantes canas se presenta en la puerta de mi despacho y llama.

      —Hola, Charlotte. Buenos días. —Habla con la familiaridad de un viejo amigo.

      Su cara me suena, pero no consigo adivinar de qué lo conozco.

      —Benton Carlisle… —Extiende una mano que rápidamente estrecho—. Por desgracia, no tuvimos la oportunidad de presentarnos anoche. Soy el director de la campaña de Matt Hamilton.

      El corazón me da un vuelco aunque yo no quiera.

      —Ah, claro, señor Carlisle, disculpe. Aún no he tomado café. Por favor, siéntese.

      —No me quedaré mucho tiempo. Solo he venido en nombre de Matt.

      —¿Matt? —pregunto.

      —Sí. Desea invitarte oficialmente para que te unas a su campaña.

      Si ver al director de la campaña de Matt en mi despacho no es una sorpresa lo bastante grande, esto sí que lo es.

      —Me…

      —Me dijo que fuiste la primera en ofrecerle ayuda y no quiere rechazar su primera propuesta.

      Abro los ojos como platos.

      —Señor Carlisle…

      Se ríe.

      —Admito que me tomó por sorpresa. La mayoría de la gente que hemos contratado tiene experiencia, algo de lo que tú careces. Y, aun así, aquí estoy, a primera hora de la mañana. —Me mira como si se preguntara qué he hecho para merecer esto y no me gustan sus posibles suposiciones.

      —Es cierto que no tengo experiencia. Le agradezco la propuesta, pero me temo que tengo que rechazarla.

      —Está bien.

      —Pero, por favor, dele recuerdos al señor Hamilton.

      —Lo haré. —Deja su tarjeta en mi mesa—. Por si hay algo que podamos hacer por ti.

      Nos estrechamos la mano y se marcha con la elegancia y discreción con la que ha entrado. Cuando está fuera de mi vista, me dejo caer sobre la silla, asombrada.

      Me dedico el resto del día a mis tareas, pero, cuando regreso a mi piso, me siento en el sofá, mi querido gato Doodles se coloca en mi regazo y me pregunto por qué he rechazado la oferta. Siempre he querido hacer algo importante por mí misma, sin contar con la ayuda de mis padres. ¿Trabajar en una campaña no sería apasionante? ¿Emocionante? ¿Por qué no acepté enseguida? Me pregunto si mi temor tiene que ver con el mismo motivo por el que sería apasionante y emocionante. Porque implicaría estar cerca de Matthew Hamilton, y él es, por una parte, quien me inspira a aceptar y, por la otra, quien me hace querer mantener una distancia de seguridad.

      ***

      Esa noche, veo un programa de la tele donde uno de los candidatos dice cosas completamente fuera de lugar sobre los inmigrantes y refugiados pobres, y también asegura que subirá los impuestos para que volvamos a tener el mejor ejército del mundo.

      Tal y como lo cuenta, parece que negarse a ayudar a los que sufren es el único camino para poder regresar a nuestros días dorados.

      Aprieto los labios y apago el televisor.

      Quizá pueda ayudar. Yo creo en él. Creo que es mejor que cualquier otra opción de las que han sacado por la tele.

      Cojo la tarjeta de Carlisle y lo llamo.

      —Señor Carlisle, soy Charlotte Wells. He estado pensando en la oferta… y sí. Quisiera ayudar. Estoy lista para contribuir de cualquier forma y puedo empezar el lunes.

      Hay un silencio de sorpresa.

      —Matt estará encantado.

      Me envía la dirección donde tengo que presentarme el lunes, después cuelgo y me quedo mirando el teléfono con los ojos muy abiertos. ¡Ahí va! Acabo de aceptar un trabajo en la campaña de Matthew Hamilton.

      Primer día

      Charlotte

      Miro fijamente por la ventanilla del taxi mientras me dirijo a la sede de la campaña presidencial de Matt Hamilton.

      Es un día despejado de febrero. La fuerza sosegada de Washington D. C. parece un recordatorio permanente de que este es el hogar de la poderosa sede ejecutiva del país. Monumentos, alfombras verdes y políticos que llenan las cafeterías y las calles pasan rápidamente; Washington se alza con orgullo y fuerza como la ciudad más elegante de la nación.

      No viviría en otro lugar. Cualquier cosa fuera de aquí no es más que una aventura pasajera.

      Mi pulso está en Washington D. C.

      El pulso de la nación está en Washington D. C.

      Si Nueva York es el cerebro y Los Ángeles, la belleza, Washington D. C. es el corazón. Sus monumentos tienen alma; todos ellos son testimonio de la fuerza y la belleza de la vida estadounidense.

      El taxi recorre el centro de la ciudad. Pasamos por el laberinto del Pentágono, a lo largo del río Potomac, junto al Monumento a Lincoln, las paredes blancas e inmaculadas de la Casa Blanca y la cúpula del Capitolio.

      No sé por qué estoy aquí.

      ¿Qué me ha llevado a dejar mi trabajo en Mujeres del Mundo?

      En la televisión han puesto su comunicado una y otra vez, y yo he reproducido la fiesta de inauguración en mi cabeza también una y otra vez.

      No… Sé muy bien por qué estoy aquí. Porque me lo pidió, quizá. Y porque quiero hacer historia, por pequeña que sea mi aportación.

      ***

      Salgo del taxi y rebusco en mi bolso con el edificio de dos plantas, sede de la campaña de Matt Hamilton, frente a nosotros.

      Pago al conductor y, en cuanto empiezo a recorrer la acera, la esperanza y la expectación me invaden de nuevo.

      Una mujer de mediana edad con una voz elegante y unos andares aún más elegantes me guía por el interior.

      —Está listo para recibirla. —Señala hacia el área principal del segundo piso, donde un grupo de personas se agolpa ansiosamente alrededor de Matt: más de un metro ochenta de cuerpo atlético, inteligente e imposiblemente atractivo, vestido con unos pantalones grises y una camisa negra, y toda la gente mira hacia el extremo de una larga mesa.

      Matt tiene los brazos cruzados y frunce el ceño con algunos de los eslóganes que le enseñan.

      —Este no me convence. —Su voz es profunda y vibra con ese aire pensativo que lo rodea mientras da golpecitos con el dedo a algo que no le gusta—. Huele a embustes, y no nos identificamos con eso.

      Nos, es decir, él y su equipo.

      Parece un tío con los pies en la tierra, no es pretencioso, incluso cuando es sin lugar a dudas el más famoso de todos.

      —Charlotte.

      Levanta la cabeza y me ve. Sus ojos se llenan de esa risa que recuerdo tan bien, y no veo qué le parece tan gracioso de mí. Pero sonrío de todas formas; su sonrisa es contagiosa.

      Al acercarse a mí apresuradamente, irradia ese encanto que hace que todo el mundo quiera ser su amigo; o su madre; o, mejor aún, su mujer. Es cierto que desprende ese aire al que un reportero hizo referencia en una ocasión: «Hay algo en él que da la sensación de que necesita un poco de amor». Una sombra triste en sus ojos que lo hace todavía más atractivo.

      Es el hombre que su padre instruyó y también el hombre que una nación entera esperaba.

      Los Hamilton inspiran más lealtad que cualquier otra familia que haya estado en el poder ejecutivo.

      Su mano aprieta la mía.

      —Señor

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