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digan que eres demasiado joven para pedir lo que quieres.

      —Ah, no te preocupes, a veces ni siquiera pregunto.

      Con esto me gané una agradable risa de Matthew. El presidente frunció el ceño en su dirección y luego me guiñó un ojo. Al volver a centrar su atención en el grupo una vez más, reparé en que los ojos de Matthew parecían tener un tono más claro del negro, como el del chocolate.

      Permanecí allí sentada, tratando de absorberlo todo, consciente de que ese momento, de que esa noche, constituiría la experiencia más emocionante de mi vida.

      Pero, como todo en la vida… no duraría para siempre.

      Decepcionada, vi al presidente levantarse de su silla mientras les daba las gracias a mis padres por la cena.

      Yo también me puse en pie, con los ojos fijos en Matthew, observando cómo se mantenía erguido, cómo caminaba, su aspecto; también empecé a preguntarme cómo olía. Seguí al grupo hasta el vestíbulo en silencio. El presidente se giró y se dio unos toquecitos en su mejilla presidencial.

      —¿Me das un beso, jovencita?

      Sonreí, me puse de puntillas y le di un beso en la mejilla. Cuando apoyé de nuevo los talones en el suelo, mi mirada captó la de Matthew. En un acto reflejo, volví a ponerme de puntillas. Parecía normal que también le diera un beso de despedida. Mis labios rozaron su dura mandíbula y su barba incipiente me hizo cosquillas; era como besar a una estrella de cine. Él giró la cabeza y también me besó en la mejilla; estuve a punto de soltar un grito de sorpresa al sentir sus labios contra mi piel.

      Antes de recuperar la compostura, él y el presidente salieron por la puerta y todo el ajetreo del día se convirtió en puro silencio.

      Subí las escaleras apresuradamente y los vi marcharse desde la ventana de mi dormitorio. Al presidente lo escoltaron hasta la parte de atrás de su limusina negra y brillante.

      Antes de subirse, el presidente le dio una palmada en la espalda a Matthew y le apretó la nuca en un gesto cariñoso.

      El agujero de mi estómago se convirtió en una bola mientras accedían al interior del vehículo.

      La limusina arrancó y avanzó por la calle silenciosa de nuestro vecindario. Pequeñas banderas estadounidenses ondeaban en la entrada de las casas. Una fila de coches los seguía, uno tras otro.

      Cerré la ventana, corrí las cortinas y después me quité el vestido y lo colgué con delicadeza. Luego me puse mi pijama de franela. Me estaba metiendo en la cama cuando mi madre entró.

      —Ha sido una velada muy agradable —declaró—. ¿Te lo has pasado bien?

      Sonreía como si se estuviera riendo de algo por dentro. Yo asentí con sinceridad.

      —Me ha gustado escuchar las conversaciones. Todos me han caído bien.

      Ella seguía sonriendo.

      —Matthew es guapo. Pero, por supuesto, tú ya te has dado cuenta de eso. También es muy inteligente.

      Asentí en silencio.

      —Tu padre y yo vamos a escribir una carta al presidente para darle las gracias por pasar este rato con nosotros. ¿Quieres escribirle tú también?

      —No, gracias —respondí con timidez.

      Ella alzó las cejas y se echó a reír.

      —Vale. ¿Estás segura? Si cambias de opinión, déjala en el vestíbulo mañana.

      Mi madre salió de mi dormitorio y yo me quedé tumbada en la cama, mientras pensaba en la visita, en lo que el presidente había dicho de Matthew.

      Decidí escribir una carta a Matthew, solo porque seguía completamente asombrada y fascinada por la visita. ¿Y si al final resultaba que no había conocido solo a un presidente esa noche, sino a dos? Ese debía de ser el colmo de las reuniones.

      Cogí la primera hoja de los papeles y sobres que mi abuela me había regalado por mi cumpleaños y, con mi mejor letra, escribí: «Quisiera daros las gracias a ti y al presidente por venir. Si decides presentarte a presidente, tienes mi voto. Incluso estaría dispuesta a unirme a tu campaña».

      Lamí el sobre y lo cerré con firmeza, para luego depositar la carta en mi mesilla de noche. Después apreté el interruptor de la luz para apagarla y me metí bajo las sábanas.

      Permanecí tumbada en la penumbra. Él estaba por todas partes; en el techo, en las sombras, sobre el edredón. Me pregunté si alguna vez volvería a verlo y, de pronto, la idea de que él no me viera nunca de mayor me produjo una especie de dolor en el pecho.

      He estado tan perdida en mis pensamientos que no me había dado cuenta de que Alan escudriñaba mi perfil.

      —Un enamoramiento infantil, ¿no? —pregunta de nuevo.

      Me giro hacia él, sorprendida al darme cuenta de que ya nos hemos parado delante de mi edificio. Me río y salgo del taxi, luego miro al interior.

      —Desde luego. —Asiento con más firmeza esta vez—. Ahora estoy centrada en mi carrera.

      Cierro la puerta al salir y me despido de él con la mano.

      Comunicado

      Matt

      Nunca fui de esos niños con ganas de seguir los pasos de su padre, de ponerme sus zapatos. Demasiado limpios, demasiado clásicos, demasiado grandes.

      Sin embargo, lo más extraño es que son sus zapatos lo que recuerdo con mayor nitidez de él, cuando trazaban un círculo perfecto en torno a su escritorio durante una llamada telefónica tensa, mientras que yo, a sus pies, hacía un puzle.

      Mi padre se esforzaba por alcanzar la perfección en todo, incluida su apariencia. Desde su impecable traje hecho a medida, a su rostro afeitado a la perfección y a su pelo bien recortado.

      Mientras tanto, yo, joven y en las nubes, soñaba con la libertad. Con ser libre de la vida privilegiada que el éxito de mi padre nos había dado a mi madre y a mí.

      Mi padre decía miles de veces que yo sería presidente. Se lo decía a sus amigos, a los amigos de sus amigos y a menudo me lo decía a mí; yo me reía y le restaba importancia.

      Los siete años que viví en la Casa Blanca mientras crecía fueron siete años que pasé rezando por salir de la Casa Blanca.

      Sí, la política me interesaba.

      Pero sabía que mi padre apenas dormía; la mayoría de las decisiones que tomaba eran erróneas para un cierto porcentaje de la población, aunque fueran las adecuadas para la mayoría; mi madre perdió a su marido el día en que él entró en la Casa Blanca.

      Yo perdí a mi padre el día en que decidió que su legado consistiría en ser presidente.

      Intentó hacer malabarismos con todo, pero ningún ser humano podría dirigir el país y, encima, disponer de la energía para dedicar a su mujer e hijo adolescente.

      Así que me centré en mis estudios y obtuve fantásticos resultados en la escuela, pero hacer amigos era difícil. No podía invitar a alguien a la Casa Blanca sin más. Mi vida como me la imaginaba después de la Casa Blanca estaría centrada en el trabajo, quizás en Wall Street. Tendría la libertad de hacer todo lo que no había podido hacer bajo el escrutinio de una nación entera.

      Mi padre se presentó a las elecciones de nuevo y ganó.

      Entonces, en el tercer año de su nueva legislatura, un ciudadano descontento le metió dos balazos.

      Uno en el pecho y otro en el estómago.

      Han transcurrido miles de días desde entonces. He estado demasiados años viviendo en el pasado.

      Ahora, mientras me abrocho los gemelos y me aliso la corbata, vuelvo a recordar aquellos zapatos y me doy cuenta de que estoy a punto de ponérmelos.

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