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comprender.

      —¡Santo Dios!... ese sonido... ese sonido... ¡oiga usted!... ¿lo oye?... ¡Señor, ESE SONIDO!

      Presté atención, sin dejar de preguntarme a qué sonido podría referirse. El coyote, el perro, la tormenta, todo eso era audible. La tormenta ahora cobraba fuerza, mientras el viento aullaba más y más furiosamente. Por las ventanas del barracón se veían los relámpagos y, enumerando los sonidos escuchados, le pregunté al nervioso mejicano:

      —¡El coyote?... ¿el perro?... ¿el viento?

      Pero Romero no contestaba. Luego, muy asustado, comenzó a murmurar:

      —El ritmo, señor... el ritmo de la tierra... ¡ESA VIBRACIÓN BAJO LA TIERRA!

      En ese momento yo también lo escuché. Escuché el sonido y sin saber por qué me estremecí. Abajo, muy por debajo de nosotros había un sonido —más bien un ritmo, tal como dijera Romero— que, aunque era débil, se imponía a los sonidos del perro, del coyote y de la tormenta que arreciaba. Tratar de describirlo no tiene sentido, ya que es imposible de describir. De todas sus características, fue su profundidad lo que más me impresionó. Podría decirse que era como el latido de la maquinaria debajo de los grandes buques, tal como se siente cuando se está en cubierta, aunque este sonido no era tan mecánico, tan desprovisto de vida y de consciencia. Algunos fragmentos de un pasaje de Joseph Glanvill que Edgar Allan Poe ha citado con tremendo efecto, regresaron a mi memoria...

      “La amplitud y profundidad insondable de Su creación tienen una hondura mayor que la del pozo de Demócrito”.

      De pronto, Romero saltó de su litera, y se detuvo ante mí para observar el raro anillo que estaba en mi mano, el cual brillaba de manera muy extraña ante cada relámpago y luego observaba intensamente en dirección a la boca de la mina. Yo también me levanté y durante un rato estuvimos quietos, afinábamos el oído mientras el sorprendente ritmo parecía cobrar más y más vida. Entonces, aparentemente, como sin voluntad, comenzamos a dirigirnos hacia la puerta que se batía a causa del temporal, dando una reconfortante sensación de realidad tangible. El canto que brotaba de las profundidades de las que emergía el sonido, aumentaba su volumen y su definición, y nos sentimos irresistiblemente urgidos a salir hacia la tormenta y hacia la hueca negrura de la mina.

      Ningún ser viviente se cruzó en nuestro camino, ya que los hombres del turno nocturno habían sido liberados del trabajo y, sin duda, ahora se encontraban en el poblado de Dry Gulch, regando siniestros rumores al oído de los taberneros semidormidos. Sin embargo, en la caseta del vigilante, brillaba un pequeño cuadrado de luz amarilla igual que un ojo guardián. Al pasar me pregunté cómo habría afectado el rítmico sonido al vigilante, pero Romero tenía prisa y yo le seguí sin detenerme.

      Aquel sonido profundo se convirtió, definitivamente, en algo compuesto según entrábamos en el pozo. Yo estuve mucho tiempo en la India como bien saben, por lo que pensaba que era terriblemente parecido a una especie de ceremonia oriental, con sonar de tambores y cánticos de incontables voces. Romero y yo, sin vacilar, cruzábamos túneles y bajábamos escaleras, dirigiéndonos todo el tiempo hacia aquello que nos atraía aunque con cierta resistencia y presos de un cierto temor. En algún momento creí haber perdido la razón... fue cuando me di cuenta de que el camino estaba iluminado sin hacer uso de lámparas ni velas, entonces descubrí con asombro, que en mi dedo el viejo anillo resplandecía con una gran radiación, iluminando todo con su pálido brillo a través del aire húmedo y pesado en el que estábamos inmersos.

      Sin previo aviso, tras bajar por una de las abundantes y rústicas escaleras, Romero echó a correr dejándome solo. Una nueva y extraña nota en aquellos cánticos y redobles, la cual era muy sutilmente perceptible solo para mí, lo habían impulsado a hacerlo. Lanzando un grito salvaje, Juan entró en las tinieblas de la caverna totalmente a ciegas. Yo escuché que me gritaba repetidamente, delante de mí, mientras trastabillaba torpemente en los sitios nivelados y bajaba con cierta locura las desvencijadas escaleras. Me encontraba aterrado, sin embargo, aún poseía la suficiente cordura como para notar que su habla, cuando estaba articulada, no se parecía a nada que yo conociera. Duros e impresionantes polisílabos habían suplantado a la acostumbrada mezcla de mal español y peor inglés, y de ellos solo me resultaba algo familiar el “Huitzilopotchli”, frecuentemente repetido por Romero. Más tarde, pude ubicar la palabra entre los trabajos de un gran historiador y al establecer las asociaciones, me estremecí.

      Al llegar a la última caverna de aquel periplo, comenzó el complejo y breve final de aquella espantosa noche. De la oscuridad, que estaba inmediatamente frente a mí, surgió un último grito del mejicano, acompañado por un coro de terribles sonidos que yo no podría escuchar nuevamente y seguir con vida. Era como si en ese instante todos los terrores y monstruosidades ocultas de la tierra hubieran cobrado vida en un esfuerzo por aplastar a la humanidad. Al mismo tiempo, la luz de mi anillo se apagó y pude ver el resplandor de una nueva luz que se originaba en algún espacio inferior, aunque solo se hallaba a unos metros delante de mí. Había alcanzado el abismo que ahora brillaba rojizo, y que, evidentemente, había atrapado al infeliz Romero.

      Cautelosamente, me asomé al borde de aquel precipicio que ninguna sonda alcanzaba a medir y que ahora era un pandemónium de fuego y llamas que saltaban rugiendo espantosamente. Al principio, solo distinguí el turbulento hervidero de luminosidad, pero luego vi algunas sombras, todas muy, muy lejanas que comenzaron a dibujarse entre la confusión y pude ver... eso... ¿eso era Juan Romero?... ¡Pero, Dios mío! ¡no tengo valor para decir lo que vi! Un poder celestial vino en mi ayuda y ocultó las imágenes y los sonidos en una especie de explosión, como la que debe escucharse cuando dos planetas chocan en el espacio y la paz de la inconsciencia me fue otorgada cuando se desató el caos.

      No tengo idea de cómo continuar, ya que se sucedieron unas situaciones muy particulares, pero debo intentar llegar hasta el final sin tratar de diferenciar lo que fue real y lo que fue ilusión. Cuando desperté, estaba sano y salvo en mi barraca y el rojo resplandor del amanecer se divisaba desde la ventana. Más allá se encontraba sobre una mesa, el cuerpo sin vida de Juan Romero, rodeado por un grupo de hombres entre los que estaba el médico del campamento. Hablaban de la muerte que le había sobrevenido al mejicano durante el sueño y que al parecer estaba conectada, de alguna manera, con el poderoso rayo que había alcanzado y estremecido a la montaña. No había causa visible de su muerte y la autopsia no arrojó ni una razón por la que Romero no estuviera vivo. Por algunas conversaciones me enteré que, sin duda alguna, ni Romero ni yo habíamos dejado el barracón en toda la noche y que nadie se había despertado cuando pasó la espantosa tormenta sobre la sierra Cactus. Esa tormenta había causado grandes derrumbes, dijeron los hombres que se habían aventurado hasta el pozo de la mina, que cegaron completamente el inmenso y profundo abismo que tanto malestar despertara el día anterior. Cuando pregunté al vigilante sobre qué sonidos habían precedido al poderoso trueno, mencionó a un coyote, un perro y el furioso viento de la montaña... nada más. Y yo, no tengo motivos para dudar de su palabra.

      Cuando se reanudó el trabajo, el supervisor Arthur llamó a algunos hombres de toda su confianza para investigar algunas cosas en el lugar donde surgiera el abismo. Estos obedecieron y se hizo un profundo sondeo, aunque sin gran entusiasmo. Los resultados fueron bastante curiosos. El techo del abismo no era grueso de ningún modo, tal como se comprobó cuando este se abrió, sin embargo, ahora los taladros de los investigadores se toparon con lo que parecía ser una inmensa extensión de roca sólida. No encontrando nada más, ni siquiera oro, el supervisor abandonó esos tanteos, aunque a veces una mirada de perplejidad asomaba en su expresión cuando se encontraba meditando sentado en su mesa.

      Hay otro hecho curioso. Al poco tiempo de haber despertado la mañana siguiente a la tormenta, descubrí la inexplicable falta del anillo hindú en mi dedo. Lo tenía en gran estima, sin embargo, experimenté una cierta sensación de alivio cuando desapareció. Si alguno de mis compañeros lo robó, fue bastante listo al librarse de él, ya que a pesar de los reclamos y de la búsqueda policial, el anillo no volvió a ser visto nunca más. Me enseñaron muchas cosas extrañas en la India, por lo que dudo que me fuera robado por manos mortales.

      De cuando en cuando, mi opinión sobre toda esta historia cambia. A plena luz del día y en casi todas las estaciones

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