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bajo mis pies. Luego escuché otro estallido, abrí los ojos y vi que estaba en la plataforma de la torre del faro, de donde había partido hacía una eternidad. Abajo, en la oscuridad, podía reconocerse la silueta borrosa y enorme de una nave destrozándose contra las crueles rocas y, cuando me asomé en la penumbra, descubrí que el faro se había apagado por primera vez desde que mi abuelo asumiera su cuidado.

      Cuando entré de nuevo en la torre, en la última guardia de la noche, vi en la pared un calendario que aún estaba como yo lo había dejado en el momento de partir. Al amanecer, cuando bajé de la torre busqué los restos del naufragio entre las rocas, pero solo encontré el cuerpo sin vida de un extraño pájaro cuyo plumaje era tan azul como el cielo y un mástil destrozado de un blanco más blanco que la nieve de los montes y el penacho de las olas.

      Después de esto, el mar nunca más me ha contado sus secretos y aunque, muchas veces desde entonces, la luna ha brillado en los cielos con todo su esplendor, la Nave Blanca no regresó nunca más.

       The White Ship: escrito y publicado en 1919.

      Hablar de los hechos ocurridos en la mina Norton el 18 de octubre de 1894, no es agradable. Solo el sentimiento de obligación para con la ciencia es lo que me lleva a recordar ese momento de mi vida, lleno de escenas y hechos cargados de un intenso y espantoso horror por cuanto no puedo hablar de ello con claridad. Pero creo que debo contar cuanto sé de la, podemos llamarla, transición de Juan Romero antes de morir.

      La historia futura no necesita saber ni mi origen ni mi nombre, de hecho, creo que es mucho mejor omitirlos, ya que cuando un hombre emigra de pronto a las colonias o a los Estados Unidos deja tras de sí el pasado. Por otro lado, lo que yo fuese en tiempos pasados no tiene la menor importancia en este relato, salvo tal vez por el hecho de que durante mi servicio en la India yo me sentía mejor entre los nativos maestros de barbas blancas que entre mis compañeros oficiales. Había estudiado no poco los diversos saberes orientales cuando sufrí las adversidades que me impulsaron a buscar una nueva vida en el gran Oeste americano. En esa vida me pareció mejor cambiar de nombre, el nombre que uso ahora, que es muy común y no significa nada.

      Durante el verano y el otoño del año 1894, fui empleado como peón en la famosa mina Norton en las desérticas extensiones de las montañas Cactus, cuyo descubrimiento, algunos años antes, por un viejo geólogo había logrado que los alrededores de una zona apenas poblada se convirtieran en un caldero rebosante de mala vida.

      Una mina de oro, que se hallaba bajo un lago en la montaña, había enriquecido a su anciano descubridor más allá de lo inimaginable y se había convertido en el escenario de infinitas labores de apertura de túneles que efectuaba la empresa que había terminado comprándola. Se descubrieron otras grutas de oro y la extracción del valioso metal resultaba en extremo abundante, por lo que un ejército de mineros, fuerte y variado, trabajaba día y noche en las innumerables galerías y profundidades de piedra. Un tal señor Arthur era el supervisor y a menudo disertaba sobre la particular formación geológica del lugar, especulando sobre el posible crecimiento de la red de cuevas e imaginando el futuro de la gran empresa minera. Él consideraba que pronto se franquearía la última de aquellas grutas auríferas las cuales eran el resultado de la imponente acción del agua.

      Al poco tiempo de mi llegada y de haber sido contratado, también llegó a la mina Norton, Juan Romero. Él era uno más de la inagotable masa de sucios mejicanos que venían del país vecino. Desde un principio me llamó la atención por sus rasgos que, aunque eran con seguridad del tipo piel roja, resultaban sin embargo, llamativos por su tez clara y facciones refinadas, absolutamente distintas a las de los ordinarios “greasers” o payutes locales. Resultaba curioso que, siendo tan diferente de los indios hispanizados y de los indios puros, Romero no daba la impresión de poseer ni una pizca de sangre blanca. Él no era como el conquistador castellano, ni tampoco como el pionero americano. Él era, más bien, como aquel antiguo y noble azteca que viene a nuestra imaginación, cuando al amanecer, el callado peón se levanta y observa fascinado cómo el sol se pone sobre las colinas orientales y, al mismo tiempo, abre sus brazos hacia el planeta, como ejecutando un rito cuya naturaleza ni él mismo puede entender. Aparte de su rostro, Romero no poseía ni un rasgo de nobleza. Era sucio e ignorante y su lugar estaba junto a los demás mejicanos.

      Me contaron más tarde, que venía de los niveles sociales más bajos de la zona. Cuando era muy niño fue el único superviviente de una terrible epidemia que acabó con todos y lo encontraron en la montaña en una choza muy pobre. Cerca de la choza, al pie de una fisura bastante insólita que había en la roca, se hallaban dos osamentas recién descarnadas por los buitres y se presume que eran los restos de sus padres. Nadie conocía sus identidades y en muy poco tiempo casi todos se olvidaron de ellos. Además, la fisura rocosa se cerró a causa de una avalancha que ocurrió más tarde y el derrumbe de la cabaña de adobe ayudó a borrar, aún más, todo aquello de la memoria. Romero fue criado por un cuatrero mejicano que le dio su apellido y Juan se diferenciaba muy poco de aquellos iguales a él.

      Juan Romero solía mostrarme un aprecio que, sin duda, tenía su origen en el extraño y antiguo anillo hindú que yo usaba cuando no estaba trabajando en la mina. El cómo llegó a mis manos o su naturaleza, prefiero no comentarlo. El anillo era mi último lazo con un capítulo de mi vida que había cerrado para siempre y que tenía en gran estima. En corto tiempo descubrí que aquel mejicano con raro aspecto estaba interesado en él y lo observaba de una manera que alejaba cualquier sospecha de codicia. Los antiguos símbolos del anillo, aunque no podía haberlos visto antes, parecían despertar algún sutil recuerdo en su mente inculta pero despierta. Al poco tiempo de su llegada, Romero se comportaba como mi fiel sirviente, a pesar de que yo no era más que otro vulgar minero y nuestra comunicación era muy limitada. Yo, descubrí que el español que aprendí en Oxford era muy diferente a la jerga que hablaban los peones en Nueva España y Juan, sabía muy pocas palabras en inglés.

      A continuación, relataré algunos sucesos que no fueron precedidos por profecía alguna. Aun cuando Romero me resultaba un personaje curioso y mi anillo le había afectado de manera tan particular, no creo que ninguno de nosotros tuviese una mínima idea de lo que ocurriría tras la gran explosión. Algunas consideraciones de tipo geológico recomendaban hacer una prolongación hacia abajo en la mina partiendo de la parte más profunda del área subterránea y, creyendo el supervisor que solo encontraría piedra sólida, fue colocada una inmensa cantidad de dinamita. Ni Juan Romero ni yo estábamos relacionados con ese trabajo, por lo fue a través de otras personas que nos llegaron las primeras noticias que tuvimos de los extraordinarios pormenores. La carga, seguramente más potente de lo esperado, pareció estremecer toda la montaña. En los barracones de la ladera, las ventanas saltaron en pedazos con la onda de choque, mientras que en los pasadizos cercanos los mineros fueron derribados al suelo. Muy cerca al lugar del estallido, el lago Joya se levantó como azotado por una tempestad. Al investigar, un nuevo abismo abierto sin fin se descubrió bajo el lugar de la explosión. Era una sima tan profunda que no había sonda de mano que pudiera medirla, ni lámpara alguna que pudiera iluminarla.

      Sorprendidos, los picadores sostuvieron una reunión con el supervisor, que mandó grandes tramos de cuerda al inmenso hoyo, ordenando que esta fuera empalmada y se bajara sin descanso hasta tocar fondo. Los empalidecidos mineros no tardaron en informar al supervisor de su fracaso. Muy respetuosamente le informaron de su firme negativa a volver a descender en el abismo, y de ni siquiera volver trabajar en la mina, hasta que este fuese cegado. Era innegable que se encontraban ante algo que sobrepasaba sus expectativas, ya que hasta donde ellos habían experimentado, aquel abismo era infinito.

      El supervisor no les hizo ningún reproche. Más bien, comenzó a reflexionar e hizo una gran cantidad de planes para el día siguiente y el turno de la noche no fue a trabajar esa tarde. Hacia las dos de la mañana, un coyote solitario comenzó a aullar en la montaña muy quejumbrosamente y en algún lugar dentro del terreno un perro, en respuesta al coyote o a lo que fuese, comenzó a ladrar. Sobre la serranía estaba formándose una tormenta y nubes con formas extrañas se veían correr espantosamente por un turbio camino de luz celeste que mostraba los intentos de una luna saliente por brillar a través

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