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al punto de que solo los sacerdotes y los muy ancianos recordaban la inscripción que Taran-Ish había trazado en el altar de crisolita. Entre Sarnath y la ciudad de Ilarnek surgió una ruta de caravanas, y los metales preciosos de la tierra comenzaron a canjearse por otros metales, por exquisitas vestiduras, por joyas, por libros, por herramientas para los orfebres y por todos tipo de lujosos artificios que podían hallarse en los pueblos que poblaban las riberas del tortuoso río Ai y también más lejos. Y así creció Sarnath, poderosa, sabia y bella, y envió ejércitos invasores que sometieron a las ciudades vecinas y, por fin, en el trono de la ciudad se sentaron reyes que regían toda la tierra de Mnar y, también, muchos países adyacentes.

      La magnífica Sarnath era una de las maravillas del mundo y un orgullo de la humanidad. Sus murallas estaban construidas con mármol pulido de las canteras del desierto, tenían una altura de trescientos codos y un ancho de setenta y cinco, por lo que por el camino de ronda podían transitar dos carretas al mismo tiempo.

      La longitud de la ciudad era el equivalente a quinientos estadios y rodeaba la ciudad excepto en el área del lago, donde se encontraba un dique de piedra gris contra el que chocaban unas extrañas olas que se alzaban durante la ceremonia que conmemoraba la destrucción de la ciudad de Ib una vez al año. Sarnath tenía cincuenta calles que iban del lago a las puertas de las caravanas, y cincuenta más que iban en dirección perpendicular a las primeras. Todas estaban pavimentadas de ónice, con excepción de aquellas que eran vía de paso para caballos, camellos y elefantes. Estas últimas estaban empedradas con losas de granito y la ciudad tenía tantas puertas como calles que llegaban hasta las murallas. Todas eran de bronce y estaban protegidas por leones y elefantes tallados en una piedra que los hombres de hoy desconocen. Las casas eran de calcedonia y de ladrillo vidriado, todas tenían un hermoso jardín amurallado, además de un cristalino estanque. Estaban construidas muy artísticamente y ninguna otra ciudad tenía casas como esas. Los viajeros que llegaban de Thraa y de Ilarnek y de Kadatheron se maravillaban al contemplar las resplandecientes cúpulas que las cubrían. Pero los palacios, templos y jardines construidos por el antiguo rey Zokkar eran aún más maravillosos. Había muchos palacios, el último era más grande que cualquiera de los que se habían construido en Thraa, Ilarnek o Kadatheron. Sus techos eran tan altos que, a veces, los visitantes se imaginaban que estaban bajo la bóveda del mismo cielo, sin embargo, cuando las lámparas alimentadas con aceites de Dother se encendían, las paredes mostraban inmensas pinturas que representaban grandes ejércitos y reyes con tanto esplendor que quien las observaba sentía un gran asombro y un gran pavor al mismo tiempo. Los palacios poseían muchos pilares, todos eran de mármol veteado y estaban cubiertos de bajorrelieves de una belleza insuperable. En la mayor parte de los palacios, los suelos eran mosaicos realizados con berilio, lapislázuli, sardónice, carbunclo e infinidad de piedras preciosas, dispuestas con tanta belleza que el visitante podía creer que caminaba sobre macizos de flores exóticas. También había fuentes que arrojaban agua perfumada con surtidores instalados con sorprendente habilidad.

      Pero aún más sorprendente que los demás era el palacio de los Reyes de Mnar y los países adyacentes. Su trono reposaba sobre dos leones de oro macizo y estaba colocado a tal altura que, para llegar a él, era necesario subir una escalera con muchos peldaños. El trono estaba tallado en una sola pieza de marfil y no existe ningún hombre que sea capaz de explicar de dónde surgió una pieza de tal tamaño. En ese palacio existían también muchos espacios y anfiteatros donde leones, hombres y elefantes combatían para divertimento de los reyes. A veces, mediante poderosos acueductos, los anfiteatros eran inundados con aguas del lago y allí se celebraban competencias acuáticas o combates entre nadadores y mortíferas bestias del mar.

      Los diecisiete templos de Sarnath eran altivos y asombrosos. Estaban construidos en forma de torre con piedras brillantes y policromías desconocidas en otras regiones. El mayor de todos, donde vivía el sumo sacerdote, media mil codos de altura y estaba rodeado por tanta riqueza que apenas era superado por el palacio del propio rey. En la planta baja había salas tan amplias y espléndidas como las de los palacios. En esas salas se agolpaban las muchedumbres que venían a adorar a los dioses principales de Sarnath: Zo-Kalar, Tamash y Lobon, cuyos altares envueltos en nubes de incienso eran iguales a los tronos de los reyes. Sus imágenes tampoco eran como las de otros dioses. La apariencia de Zo-Kalar, de Tamash y de Lobon era tan real que cualquiera habría jurado que eran los propios dioses augustos, que con sus largas barbas en el rostro estaban sentados en los tronos de marfil. A la cámara más alta, de la torre más alta, se llegaba por unas infinitas escaleras de circonio y desde allí, durante el día, los sacerdotes contemplaban la ciudad, las llanuras y el lago que se extendía a sus pies y, durante noche, observaban la enigmática luna, los planetas y las estrellas, todos llenos de significado, así como sus reflejos en el lago. En ese lugar se celebraba un rito arcaico y misterioso, en execración de Bokrug, el gran reptil acuático, y también se guardaba el altar de crisolita que llevaba escrito el signo de Maldición que había trazado Taran-Ish.

      Igualmente maravillosos eran los jardines sembrados por el antiquísimo rey Zokkar. Estos se encontraban situados en el centro de Sarnath y ocupaban una gran extensión de terreno. Rodeados por una gran muralla, los jardines se hallaban cubiertos por una inmensa cúpula de cristal a través de la cual, cuando el tiempo era claro, brillaban el sol, la luna y los planetas y de la cual pendían brillantes imágenes del sol, la luna, las estrellas y los planetas cuando no hacia buen tiempo. Durante el verano, los jardines se mantenían frescos mediante una brisa perfumada que era producida por inmensas aspas concebidas muy ingeniosamente, y en invierno, eran temperados por medio de fuegos ocultos, de esa manera en esos jardines era siempre primavera. Los abundantes riachuelos de lecho pedregoso y brillante eran cruzados por infinidad de puentes y corrían entre prados verdes y macizos multicolores. También había muchas cascadas que allí interrumpían su plácido curso y muchos estanques rodeados de lirios en que sus aguas reposaban. Sobre la superficie de aquellos arroyos y remansos se deslizaban hermosos cisnes blancos, mientras exóticas aves cantaban en armonía con la música del agua. Adornadas aquí y allá con rotondas y emparrados cubiertos de flores, las orillas se elevaban formando terrazas geométricas con bancos y sillas de pórfido y mármol. También había gran cantidad de templetes y santuarios para descansar y donde rezar a los dioses menores.

      Cada año se celebraba en Sarnath una fiesta durante la cual abundaban el vino, las canciones, las danzas y los juegos de todas clases para conmemorar la destrucción de Ib. Se rendían también honores a las sombras de los que habían aniquilado a los extraños seres fundamentales. Por otra parte, el recuerdo de aquellos seres y de sus dioses arcaicos se convertía en objeto de burla por parte de danzantes y músicos que se coronaban con rosas de los jardines de Zokkar. Así, los reyes se paraban frente a las aguas del lago y maldecían la osamenta de aquellos que muertos se encontraban bajo su superficie.

      Más allá de todo lo que pueda imaginarse fue la magnífica fiesta con que se celebraron los mil años de la destrucción de Ib. En la tierra de Mnar se habló de ella por más de diez años, y cuando se aproximó la fecha llegaron a la ciudad de Sarnath, en el lomo de caballos, camellos y elefantes, los hombres de Thraa, de Ilarnek, de Kadatheron, de todas las ciudades de Mnar y de los países que se extendían más allá de sus fronteras. Frente a las grandes murallas de mármol, la noche señalada se alzaron ricos pabellones de príncipes y también tiendas de viajeros. En el salón de banquetes, el rey Nargis-Hei se embriagaba con antiguos vinos procedentes del saqueo de las bodegas de Pnoth. A su alrededor los nobles comían y bebían y los esclavos trabajaban sin parar. En aquel banquete se consumieron manjares exóticos y delicados: pavos reales de las lejanas colinas de Implan, talones de camello del desierto de Bnaz, nueces y especias de Sydathria y perlas de Mtal disueltas en vinagre de Thraa. Hubo un número incontable de salsas y manjares, preparados por los más sutiles cocineros de todo Mnar para satisfacer el paladar de los invitados más exigentes. Sin embargo, de todos los manjares, los más preciados eran los inmensos peces del lago que se servían en bandejas de oro incrustadas con rubíes y diamantes.

      Mientras el rey y los nobles celebraban el banquete dentro del palacio, y contemplaban con impaciencia el manjar principal que aún les aguardaba servido ya en las bandejas de oro, otros comían y festejaban fuera de él. En la torre más alta del gran templo, los sacerdotes celebraban la fiesta con alborozo y los príncipes de las tierras vecinas reían y cantaban en los pabellones

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